Por: Arturo Escobar. 07/11/2022
Si en alguna esfera se ve ostensiblemente reflejada la crisis planetaria es en las grandes ciudades. Por esto uno de los objetivos claves para lograr la transición a una economía para la vida, como leemos en el Programa del actual gobierno, es el de “democratizar el espacio urbano para habitar ciudades más humanas.” Para discutir esta temática, una de las más complejas de las transiciones socio-ecológicas, adopto el título de “Ciudades resistentes, ciudades posibles” de un libro sobre la Conferencia Hábitat III de la ONU (2016), escrito por tres reconocidos urbanistas (Jordi Borja, Fernando Carrión y Marcelo Corti).
Para estos autores, las estrategias promovidas por los organismos internacionales y muchos gobiernos y planificadores urbanos han multiplicado la pobreza y la desigualdad urbanas, afirmando que los discursos de ciudad competitiva, sostenible, global o inteligente se quedan en retóricas vacías que legitiman el control del suelo por el capitalismo financiero y los carteles de la construcción. Se preguntan cómo repensar las ciudades como “una palanca para hacer mejor el mundo”, encontrando claves en propuestas de movimientos sociales y algunos gobiernos locales que enfatizan la justicia espacial y el Derecho a la Ciudad, avizorando “una transformación radical de la ciudad y de la organización del territorio”.
No es tarea fácil. Para comenzar, las ciudades han sido construidas sobre la base de una doble anomalía: la expulsión de la naturaleza de la ciudad, desde la Grecia clásica; y la depreciación de todo lo que no es la ciudad, como las formas de vida rural y las culturas campesinas y étnicas, como si todo lo bueno viniera de la ciudad y poco o nada del campo. En tiempos de crisis civilizatoria, ¿es posible repensar la ciudad, quizás apoyándose en esos espacios vilipendiados que se encuentran en las periferias populares de las ciudades o más allá de sus confines?
Los modelos urbanos predominantes han sido cuestionados por décadas por sus impactos ambientales, la negación del paisaje natural y la segregación socioespacial que lo acompaña, con frecuencia racializada. La crisis climática está propiciando un nuevo cuestionamiento de la ciudad como ancla de “la civilización petrolera” y del desperdicio, pues la ciudad moderna ha sido indeleblemente moldeada por el raudal de combustibles fósiles. Esta realidad es agravada por el modelo de los condominios cerrados, sin percatarse de que estos propician formas de vida descomunalizadas, consumistas y antiecológicas. La “ciudad postpandemia” estaría empeorando esta tendencia, con plataformas digitales que permiten a las clases pudientes hacer todo desde la casa, cambiando sustancialmente nuestra manera de existir, a pesar de cambios positivos en el espacio urbano, por ejemplo, para mayor acceso peatonal y de ciclorutas.
Hay diversas propuestas para el rediseño de las ciudades en clave de transición socioecológica. El diseñador italiano Ezio Manzini propone una transición de la “ciudad de la distancia” hacia una “ciudad de la proximidad”. Esta idea está cobrando fuerza en ciudades como Barcelona (con sus “supermanzanas”) y París, donde el asesor franco-colombiano de la alcaldesa de esa ciudad, Carlos Moreno, propuso en el 2019 “la ciudad de los 15 minutos”, definida como aquella donde la gente encuentra lo que necesita a 15 minutos de donde vive. Esta proximidad relacional requiere formas de innovación social, tecnológica y cultural que propicien la capacidad mutua para cuidar y crear comunidad, apoyándose en herramientas digitales. La proximidad se encuentra parcialmente viva en los barrios populares latinoamericanos, pero requiere políticas explícitas de diseño, por ejemplo, para la reorganización del trasporte y la accesibilidad a servicios esenciales como la salud, la educación, sitios de trabajo, recreación y quizás “energías comunitarias” como las propuestas por la ONG CENSAT.
Existen muchas ideas sobre cómo construir mejores ciudades, aunque en muchos casos estas pasan a un segundo plano frente a la intensa capitalización de los mercados del suelo e inmobiliario. Cali es un ejemplo claro, donde las constructoras y los propietarios del suelo (frecuentemente vinculados a antiguas familias adineradas y al capital de la caña) han determinado la forma urbana, motivando un desarrollo especulativo y disfuncional con grandes costos sociales y ecológicos. El desarrollo metropolitano propuesto por las élites ahonda la desarticulación del casco urbano del campo circundante, agravando el desplazamiento forzado y el deterioro ecosistémico. El paisajista Álvaro Pedrosa propone resistir el paradigma de la metropolitanización con una visión agropolitana que reimagine el sur del Valle y el norte del Cauca como un territorio diverso étnico, cultural y agropolitano con economías locales fuertes y soberanía agroalimentaria. La visión agropolitana regional cobra relevancia para el país en el contexto de transiciones energéticas y alimentarias.
Un aspecto clave de las transiciones urbanas es reconocer la importancia de las estrategias populares para construir y reconstruir la ciudad. Un extraordinario ejemplo es el trabajo de la Asociación Casa Cultural El Chontaduro, concebido como “un espacio colectivo para soñarse y construir un mundo distinto”, liderado por mujeres negras y dedicado a una pedagogía antirracista y anti-patriarcal en los territorios urbanos del Oriente de Cali (https://casaculturalelchontaduro.wordpress.com/lacasa/). Por el contrario, muy cuestionables han sido las políticas de vivienda social en el mismo sector, las cuales (como bien lo ha demostrado la profesora de Arquitectura de la Universidad del Valle Ángela María Franco en su riguroso estudio Marginalidad Oculta) contribuyen a perpetuar la marginalidad en aras de proteger el cada vez más invivible statu quo y los intereses particulares.
Quizás la dimensión más difícil de destacar de las transiciones urbanas es la reintegración de la ciudad con el campo y con su entorno natural. Esta es una de las fronteras más activas en los estudios urbanos, incluyendo el “diseño biofílico” y el urbanismo agroecológico. Los arquitectos de la Universidad del Valle Harold Martínez, Verónica Iglesias, Javier Ruiz y Josman Rojas han elaborado un sofisticado diseño que permitiría “una nueva fusión entre campo y ciudad”. Este diseño consta de aldeas horizontales o verticales en 4 u 8 pisos, con capacidad de alojar hasta 600 personas, y dotadas con fachadas donde es posible sembrar hortalizas y plantas ornamentales mediante estantes movibles e intercambiables que producen una atmósfera verde al interior y un paisaje exterior de grandes paramentos verdes. La coyuntura actual es propicia para este proceso de “rurbanización” pues daría lugar a aldeas rurales intermedias dentro de los municipios vecinos a Cali, funcionando como receptores de migrantes y desplazados, constituyéndose en una atractiva alternativa a la tugurización.
Los ejemplos anteriores ilustran la idea de que es posible revertir el modelo de urbanización actual. Frente a la injusticia espacial, reivindican la función social de la propiedad del suelo y el acceso a servicios básicos con carácter no lucrativo. Plantean un urbanismo local y democrático –una ciudad cuidadora– que satisfaga necesidades concretas como paso necesario para la construcción de sociedades justas. Nos recuerdan que el proyecto de repensar, rehacer y repolitizar el hábitat urbano debe contar con la experiencia de quienes habitan los intersticios y periferias sociales, culturales y espaciales de las ciudades, en toda su diversidad, incluyendo el mundo natural.
Para que el planeta tenga futuro, tiene que haber otra ciudad. La gran intelectual mapuche Moira Millán nos invita a considerar “otro arte de habitar en la Tierra” como respuesta al terricidio. Ya no seriamos el homo urbanus diseñado por la ciudad moderna, aislado y competitivo, sino un humano capaz de habitar un territorio en estrecha relación con todos sus congéneres y con la naturaleza. Para que otros futuros sean posibles, se requiere rediseñar las ciudades y regiones existentes, y aquellas por construir frente a la crisis climática, desde la perspectiva del complejo entramado ecosocial que las componen. De otro modo, las políticas urbanas continuarán siendo una fuente principal de la desaparición de la naturaleza y la perpetuación de la injusticia social y cultural.
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Fotografía: El espectador