Por: Caitlin Cooper. openDemocracy. 14/11/2020
Foto: Algunas mujeres protestan contra el maltrato a sus familiares presos frente al penal “Reclusorio Norte” de la Ciudad de México, el 13 de mayo de 2020. | Ricardo Castelán Cruz /Eyepix/ABACA/PA images.
En México, las secuelas de la guerra contra las drogas se extienden por todos los aspectos del presente, que la Covid-19 empeora. En cuanto a las víctimas de la violencia estatal, son sus familias las que tienen que lidiar con el desastre.
“Luchar por que se cumpla la ley, contra el sistema penitenciario, es como luchar contra un monstruo” dice la esposa de una persona encarcelada, actualmente confinada en el Centro Varonil de Seguridad Penitenciaria I (CEVASEP I), justo al norte de la Ciudad de México. Su esposo, falsamente acusado de secuestro, ha venido cumpliendo su condena desde 2012.
Desde entonces, ella ha sido mensajera, proveedora y defensora. Durante la pandemia, ha estado trabajando en un informe formal para denunciar la tortura que su marido sufrió por parte de los agentes del Estado que participaron en su detención y, más que nunca, ha estado velando por su salud. “Es que no se alimentan bien, que puede haber gente infectada, que simplemente no hay una atención sanitaria adecuada. La preocupación nunca desaparece.” La sentencia de su marido es de 170 años [la sentencia estándar por secuestro en México es de 40-80 años].
En México, el sistema penitenciario es un símbolo no de justicia, sino de violencia estatal. Desde el comienzo de la Guerra contra las Drogas, la población carcelaria de México ha aumentado en casi 50.000 personas. Los procedimientos abreviados, los abusos de los derechos humanos y los delitos fabricados marcan una generación de personas privadas de libertad. Su derecho a la salud y al bienestar depende de las condiciones de su encarcelamiento y, ahora, del manejo de la pandemia. En conjunto, una circunstancia discriminatoria que tiene mucho que ver con la cantidad de dinero que tienen, el lugar donde están encarcelados y la frecuencia de las visitas de sus familiares.
“Muchas familias que mantienen a sus parientes en prisión se encuentran en una situación compleja”, dice Sofía González Talamantes de Documenta A.C., una ONG con sede en la Ciudad de México que busca reforzar la justicia a través de informes analíticos y defensa legal. Mediante comunicaciones emitidas por la Comisión Nacional de Derechos Humanos, artículos de prensa e información proporcionada por los familiares, Documenta está monitoreando la Covid-19 en las prisiones de todo el país.
Hasta el 16 de octubre, Documenta había identificado más de 2.500 casos confirmados y 232 muertes confirmadas. “Lo importante es que la Secretaría de Salud es la autoridad correspondiente… …quien debía haber dicho lo que pretendía hacer por la población carcelaria”.
En todo México, más de 200.000 personas privadas de libertad viven una emergencia sanitaria a merced de un sistema que, hasta este año, compensaba sus deficiencias con el dinero y los suministros proporcionados por las familias.
Los familiares suelen gastar más de 600 pesos (30 dólares) al mes sólo en productos de higiene personal, un suministro mínim0 que la legislación penal nacional debería prever. En estos meses de la pandemia, esa lista ha crecido hasta incluir gel antibacteriano, clorox, máscaras faciales y medicamentos. “Tener un pariente en la cárcel es muy caro porque, aquí, todo tiene un precio”, continúa Sofía.
Desde principios de abril, las visitas han sido restringidas y en algunos casos, canceladas. En realidad, se ha cortado una línea de vida.
“El gran problema con el tema de la limitación de las visitas… es que, desde Asilegal, creemos que es una muy buena medida, siempre y cuando el sistema proporcione todos los suministros vitales a las personas privadas de libertad”, dice José Luis Gutiérrez, Director de Asilegal.
Al igual que Documenta, Asilegal ha estado vigilando de cerca la infección por coronavirus en las prisiones. A finales del mes pasado, Asilegal había reportado cerca de 3.000 casos de Covid-19 y 261 muertes. “Está claro que hay un subregistro, puedes verlo analizando o cruzando el registro con la tasa de mortalidad”, dice Gutiérrez. “Hay entidades en las que la tasa de mortalidad está en el 90 o 100%, mientras que fuera estamos en el 12%. En todo caso, esto habla de la letalidad de la Covid-19 en estos centros”.
La Ciudad de México es el centro político y a la vez epicentro de la actual pandemia de coronavirus. La población carcelaria se ha reducido constantemente en los últimos años, pero la región sigue representando casi el 25% de la población encarcelada. La capital y el Estado de México tienen 37 de los 294 centros penitenciarios del país. En julio, casi el 50% de los casos de Covid-19 en centros carcelarios se reportaron en la Ciudad de México.
Según un informe publicado en julio de 2020 por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), a partir de marzo de 2020 se comunicaron a 13 centros de la Ciudad de México medidas generales, personales, informativas, de uso de antisépticos, de detección y de atención. En mayo, la CNDH realizó visitas para confirmar la implementación de estas prácticas. Los centrosde Ciudad de México mencionados en este artículo no fueron visitados por la CNDH como parte del informe Covid-19 mencionado.
La esposa de un residente del CEVASEP I, que mantiene el anonimato, denunció las medidas aplicadas en el centro de su marido. “Los desinfectaron como a cerdos dentro de las celdas, rociándolos con productos químicos.” Cuenta que “empezaron a tener diarrea, vómitos, dolores de cabeza y fiebres”.
“Se enteraron de la Covid-19 por la televisión, la radio y el periódico porque ningún comité de salud se acercó a informarles”, dice la madre de una persona actualmente encarcelada en el Reclusorio Norte.
Si bien la CNDH actuó para mitigar, los riesgos existentes para la salud en estos centros han sido documentados anualmente en el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria de la Comisión. Según el informe del año pasado, el 62,84% de los centros penitenciarios estatales presentaban malas condiciones materiales, de equipamiento e higiene en las áreas de dormitorios, el 32,79% presentaba deficiencias en los servicios de salud y el 31,69% de los centros presentaba malas condiciones de comunicación con el mundo exterior.
Debido a que los servicios médicos en las instalaciones penitenciarias son tan limitados, los casos graves de infección por el coronavirus deben ser trasladados a los hospitales públicos, si es que los trasladan a algún sitio.
“Se enteraron [de la Covid-19] por la televisión, la radio y el periódico porque ningún comité de salud se acercó a informarles”, dice Beatriz Maldonado, madre de una persona actualmente encarcelada en el Reclusorio Norte, una prisión ubicada a la vuelta de la esquina del CEVASEP I. Su hijo, a quien se le diagnosticó hipoglucemia e hipertensión desde una edad temprana, comenzó a desarrollar síntomas severos a principios de abril.
“Al estar en la cárcel con su condición, supe que iba a enfermar de Covid-19.” Para mayo, su hijo había desarrollado una fiebre severa y había dejado de comer. “Tenían miedo de contarle a las autoridades sus síntomas porque lo único que hacían era aislar a los enfermos, no hacían pruebas. Su compañero de cuarto había estado aislado durante 15 días, y el día que regresó al dormitorio de mi hijo, falleció”. Mientras duró la enfermedad de su hijo, Maldonado pagó y trajo medicamentos durante las visitas semanales. Su hijo nunca fue examinado ni atendido en un hospital.
La legislación no se aplica
De acuerdo con la legislación mexicana, todos los mexicanos están amparados por un derecho general a la salud. La Ley de Ejecución Penal, en vigor desde 2016, ofrece una protección adicional a las poblaciones privadas de libertad. La Autoridad Penitenciaria, en coordinación con el Sistema Nacional de Salud, debe garantizar la disponibilidad permanente de medicamentos que cumplan con los suministros mínimos requeridos para la atención médica primaria, y establecer los procedimientos necesarios para proporcionar oportunamente los servicios e insumos requeridos para otros niveles de atención.
La aplicación de estas leyes es el esfuerzo tácito de organizaciones como Documenta, Asilegal, y colectivos familiares. “Lo que tenemos que hacer es luchar contra el miedo”, dice Lucía Alvarado, coordinadora del CAIFAM (Centro de Atención Integral a Familiares de Personas Privadas de Libertad) de Documenta.
“La ley de ejecución penal que logramos en 2016 nos permite solicitar ciertas condiciones a las prisiones”, dice Alvarado, “pero estas demandas a menudo se transforman en represalias contra los presos – corres el riesgo de que tu familiar sea castigado”.
En el caso de Ángeles Mónica Tirado Trillo, las repercusiones han recaído sobre ella. Su marido, residente del CEVASEP I en la Ciudad de México, es diabético. Tras su traslado a CEVASEP I en 2016, Tirado observó que no recibía atención médica. Comenzó a escribir quejas al Director.
“El Director me dijo que estaba causando muchos problemas, así que me suspendieron el derecho de visita”, cuenta Tirado. Para 2018, acordaron llevarlo a ser tratado mensualmente por el Sistema Nacional de Salud. “Ante cualquier pequeña cosa que viera que afectara a la salud de mi marido, yo luché. Ellos lo llaman lucha, yo digo que exigí mis derechos”.
En junio pasado, la Autoridad Penitenciaria trasladó ilegalmente a su esposo a un centro en Michoacán, aproximadamente a 4 horas de la Ciudad de México. Tirado cree que fue en castigo por sus demandas. En poco más de dos meses, logró llevar a su marido de vuelta a CEVASEP I.
Para otras familias, la pandemia ha reforzado otra barrera para defender los derechos de su familiar privado de libertad: la proximidad.
En México, se permite a los civiles acusados cumplir sus sentencias cerca de su lugar de origen, pero la caótica organización interna suele impedir que se cumpla este derecho. La situación se complica por el hecho de que 89.067 de las personas actualmente recluidas en las cárceles no tienen una sentencia, casi el 40% de la población carcelaria.
Privatización de las prisiones
Los casos se alargan durante años, y los centros se asignan generalmente en función de la delincuencia; un fenómeno que se agrava por los cargos excesivos, principalmente por secuestro, robo, delitos contra la salud pública y el crimen organizado, cargos que con demasiada frecuencia se inventan para cumplir con la encarcelación masiva en el contexto de la Guerra contra las Drogas. Muchos de los acusados de esos delitos son recluidos en prisiones privadas de alta seguridad. Una de ellas es la CEFERESO 14, ubicada en Gómez Palacio, Durango.
Antes de marzo, Elia Gómez viajaba más de 16 horas desde la Ciudad de México una vez al mes para visitar a su marido, un viaje que costaba más de 7.000 pesos (330 dólares). Han pasado 7 meses desde que pudo visitarlo.
En septiembre, Gómez trató de enviarle a su marido máscaras faciales, pero la administración negó la recepción del paquete. “Los propios funcionarios no las usan”, dice, “los residentes no pueden tenerlas”. En el CEFERESO 14, las visitas están volviendo a comenzar, pero están restringidas a 40 minutos. “Para nosotros, viajar 16 horas durante 40 minutos…”, reitera Gómez, “es demasiado”.
Las prisiones privatizadas como el CEFERESO 14 fueron imaginadas como parte de la Iniciativa Mérida, un tratado internacional de seguridad entre los Estados Unidos y México que fue firmado originalmente en 2008 como parte de un esfuerzo bilateral para detener la delincuencia relacionada con las drogas. La Ley de Asociaciones Públicas-Privadas (APP), firmada en 2012, creó un mecanismo para que el Estado construyera más prisiones utilizando la inversión privada. Tanto el Centro Varonil de Seguridad Penitenciaria I como el II (CEVASEP I y II) se construyeron con contratos privados. Desde 2012, se han construido otras 8 prisiones federales mediante APP en las que la intervención del Estado es mínima.
Uno de los objetivos esbozados en la Iniciativa de Mérida era el apoyo directo a la acreditación internacional por la Asociación Correccional Americana (ACA) de las prisiones de México. Para obtener la acreditación de la ACA, las instituciones penitenciarias deben cumplir con 137 normas en materia de seguridad, protección, orden, nutrición y atención de la salud, programas y actividades de reinserción, administración y gestión, y justicia durante un período de acreditación de tres años.
CEVASEP I y CEFERESO 14 están ambos certificados por la ACA a partir de enero de 2020. CEFERESO 14 recibió la peor calificación de las 17 prisiones federales de todo el país observadas por la CNDH en 2019.
A principios de este año, el Presidente López Obrador introdujo una Ley de Amnistía que se cree que quita presión a las prisiones en un momento en que la superpoblación presenta un mayor riesgo de infección. En abril, la amnistía entró en vigor, aunque para pocas personas. Desde el comienzo de la pandemia, la Comisión responsable de su aplicación ha celebrado una sesión, y las noticias recientes indican que poco más de 600 personas privadas de libertad han solicitado con éxito la amnistía.
“Como madre, ha sido muy doloroso, ver todas las noticias y los familiares que están fuera y preocuparse por sus familias”, dice Beatriz Maldonado. “Pensábamos que con la Ley de Amnistía algunos podrían ser liberados, pero no. Es un proceso poco entusiasta.”
La Ley de Ejecución Penal que rige en México es una de las medidas de protección de las personas privadas de libertad más fuertes del mundo. Lo que es un mecanismo eficaz para el derecho a la atención médica ha fracasado antes de que la circunstancia más probable para la que fue diseñada lo ponga a prueba: una pandemia que impida la intervención externa. Evidentemente, se trata de un nuevo ámbito de injusticia dentro de un sistema de abuso que ha sido ampliamente documentado tanto fuera como dentro del sistema penitenciario.
Maldonado, ella misma una civil liberada, entiende el engaño con rica perspectiva. “El Estado proporciona la caja, pero, en todo, los que pagan por el regalo son las familias.”
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Fotografía: openDemocracy.