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¡Basta ya de “consenso”!‎

por La Redacción junio 9, 2020
junio 9, 2020
1,1K

Por: Thierry Meyssan. Voltairenet.org. 09/06/2020

Francia: De izquierda a derecha, el ministro del Interior, el primer ministro y el ministro ‎de Salud (los 3 personajes con corbata) anuncian una serie de medidas que violan ‎la Constitución y ceden la palabra al presidente del Consejo Científico sobre el Covid-19 y del ‎Comité Nacional de Ética (al centro, sin corbata) para que aporte su “bendición científica”.‎

Los médicos y los políticos que han hechos largos estudios son teóricamente científicos. ‎Pero en la práctica son pocos los que actúan como científicos. En este momento, ‎nadie quiere hacerse responsable de las medidas, supuestamente sanitarias, impuestas a ‎la población –confinamiento, distanciamiento social, uso obligatorio de mascarillas ‎quirúrgicas y de guantes, etc. Todos se esconden tras decisiones de tipo colegial e ‎invocan “la Ciencia” y “el Consenso”.‎

Colegialidad de fachada
‎La epidemia de Covid-19 tomó desprevenidos a los responsables políticos, que habían olvidado su ‎principal función: garantizar la protección de sus conciudadanos. ‎

Llenos de pánico, esos responsables políticos recurrieron a ciertos gurús, principalmente al ‎matemático británico Neil Ferguson del Imperial College [1] y al ‎médico estadounidense Richard Hatchett, ex colaborador del secretario de Defensa Donald Rumsfeld y actual jefe de la CEPI (Coalition for Epidemic ‎Preparedness Innovations) [2]. Y, al anunciar las decisiones, los políticos invocaron a esos científicos para ‎justificarlas y se escudaron en la aprobación de personalidades con cierta autoridad moral. ‎

El resultado fue que en Francia –país laico por excelencia– el presidente Emmanuel Macron ‎se rodeó de un Consejo Científico para el Covid-19, conformado principalmente con ‎matemáticos y médicos, bajo la autoridad del presidente del Comité Consultativo Nacional de ‎Ética. ‎

Es de público conocimiento que los científicos no estaban de acuerdo entre sí sobre la manera ‎de enfrentar la epidemia. Por consiguiente, al conformar el «Consejo Científico» se excluyó a ‎los científicos que el gobierno no quería escuchar para dar la palabra únicamente a aquellos ‎cuyo discurso parecía “apropiado”. Por otro lado, la nominación de una personalidad “moral” ‎para encabezar ese dispositivo tuvo como objetivo justificar una serie de decisiones que afectan ‎las libertades ciudadanas presentándolas como decisiones necesarias, a pesar de que contradicen ‎la Constitución de la República. ‎

Dicho de otra manera, este “Consejo” fue sólo una pantalla destinada a cubrir la responsabilidad ‎del presidente de la República y del gobierno. Por cierto, es necesario recordar aquí que ‎ya existían una administración de la Salud Pública y un Alto Consejo de Salud Pública, mientras ‎que la creación del nuevo Consejo no tiene ninguna base legal. ‎

Los debates sobre la manera de enfrentar la epidemia y los tratamientos aplicables cayeron ‎rápidamente en el mayor desorden. El presidente Macron designó entonces una segunda ‎instancia –un Comité de Análisis en Investigación y Experticia, supuestamente encargado de ‎poner orden. Lejos de ser un foro científico, ese nuevo Comité defendió las posiciones de la CEPI, ‎en contra de la experiencia de los médicos clínicos. ‎

El papel de los responsables políticos es estar al servicio de sus conciudadanos, en vez de ‎limitarse a gozar de los automóviles oficiales del Estado y de pedir auxilio cuando caen en pánico. ‎El papel de los médicos es ocuparse de sus pacientes, en vez de perder el tiempo en seminarios ‎de dudosa utilidad en las playas de las islas Seychelles. ‎

El caso de los matemáticos es diferente. Su papel consiste en cuantificar observaciones, pero ‎algunos de ellos desataron el pánico para apropiarse una parte del Poder. ‎

‎La política y la medicina como ciencias
‎Sea o no del agrado de políticos y médicos, el hecho es que la política y la medicina son ciencias. ‎Pero durante los últimos años tanto la política como la medicina han sucumbido al interés ‎monetario, convirtiéndose así en las ocupaciones más corruptas de Occidente –seguidas de cerca ‎por la actividad periodística. No abundan los políticos o médicos capaces de poner en tela ‎de juicio lo que supuestamente “saben”, a pesar de que ese proceso de constante ‎cuestionamiento debe ser la cualidad básica de todo científico. A lo que se dedican ahora es a ‎‎“hacer carrera”. ‎

La ciudadanía no sabe defenderse de esta degradación de nuestras sociedades. En primer lugar, ‎los ciudadanos estiman que tienen derecho a criticar a los responsables políticos. Pero, ‎extrañamente, no se creen con derecho a hacer lo mismo con los médicos. En segundo lugar, la ‎muerte de un paciente puede llevar la ciudadanía a recurrir a los tribunales contra los médicos… ‎pero nadie denuncia la corrupción de los médicos por parte de la industria farmacéutica. ‎Sin embargo, la existencia de esa corrupción está lejos de ser un secreto: es también de público ‎conocimiento que las transnacionales farmacéuticas disponen de enormes presupuestos y de ‎gigantescas redes de cabilderos, capaces de alcanzar a cualquier médico en los países ‎desarrollados. Al cabo de años de ese rejuego, las profesiones médicas han perdido el verdadero ‎sentido de su profesión. ‎

Algunos políticos protegen a sus países. Otros no.
Hay médicos que se ocupan de sus pacientes. Otros se ocupan sobre todo de ganar dinero. ‎

En algunos hospitales, los pacientes sospechosos de haber contraído el Covid-19 tenían 5 veces ‎más posibilidades de morir que en otras instalaciones de salud, a pesar de que los médicos que ‎debían ocuparse de ellos habían seguido exactamente los mismos estudios y disponían del mismo ‎material. ‎

La ciudadanía debe exigir que se den a conocer los resultados concretos de cada instalación ‎hospitalaria. ‎

El profesor francés Didier Raoult se ocupa con éxito de personas que han contraído ‎enfermedades infecciosas, éxito gracias al cual pudo construir el instituto que hoy dirige ‎en Marsella. La profesora, también francesa, Karine Lacombe trabaja para la transnacional ‎estadounidense Gilead Sciences, lo cual le valió convertirse en jefa del servicio de enfermedades ‎infecciosas del hospital Saint-Antoine, en París. Gilead Sciences es la empresa estadounidense que ‎tuvo como presidente a un tal… Donald Rumsfeld –otra vez aparece este nombre– y que produce ‎los medicamentos más caros y a menudo menos eficaces del mundo. ‎

Para ser más claro aún, no estoy diciendo que los médicos en general sean corruptos sino que ‎se hallan bajo la dirección de una serie de “mandarines” y de una administración ampliamente ‎corruptos. Ahí reside el problema de los hospitales franceses, que obtienen resultados mediocres ‎a pesar de que disponen de un presupuesto muy superior al de la mayoría de los demás países ‎desarrollados. No es una cuestión de dinero sino de adónde va ese dinero. ‎

‎La prensa médica ya no es científica
‎La prensa médica ha dejado de ser científica. No me refiero a las cuestiones oscuramente ‎ideológicas denunciadas en 1996 por el físico Alan Sokal [3] sino al hecho que el 75% de los artículos que ‎se publican ahora son inverificables. ‎

De manera casi unánime, los grandes medios de difusión participaron en una campaña de ‎intoxicación en favor de un estudio publicado en The Lancet, estudio que condena el protocolo ‎de tratamiento contra el Covid-19 utilizado en Marsella por el profesor Didier Raoult mientras ‎que abre el camino al medicamento de Gilead Science, el Remdesivir [4]. ‎No importó que el estudio no se basara en casos escogidos al azar, que no sea verificable, ‎ni que su principal autor –el doctor Mandeep Mehra– trabaje en el hospital Brigham de Boston ‎precisamente en la promoción de Remdesivir, todo lo cual indica que el estudio en cuestión ‎no es lo que pudiera llamarse “imparcial”. Sólo el Guardian fue un poco más lejos y señaló que ‎los datos utilizados en la realización de ese estudio están manifiestamente falsificados ‎‎ [5].‎

Cualquiera que lea ese «estudio» tendría que preguntarse ¿cómo es posible que The Lancet, ‎que tiene la reputación de ser una «prestigiosa revista científica», haya podido publicar una ‎superchería tan burda? Pero, ¿no hemos encontrado antes supercherías idénticas en las ‎publicaciones políticas «de referencia», como el diario estadounidense The New York Times y ‎el francés Le Monde? Basta señalar que The Lancet es publicado por el principal editor médico ‎del mundo, el grupo holandés Elsevier, que amasa jugosas ganancias vendiendo artículos a ‎precios astronómicos y creando falsas publicaciones científicas redactadas de cabo a rabo por la ‎industria farmacéutica para vender sus productos [6].‎

Hace poco denuncié en este sitio web la operación de la OTAN tendiente a favorecer, mediante ‎la manipulación de motores de búsqueda en internet, ciertas fuentes de información “confiables” ‎en detrimento de otras [7]. El hecho es que el mero nombre de ‎un editor o de un medio nunca constituye una garantía definitiva de competencia o de sinceridad ‎en materia de información. El público debe juzgar cada libro, cada artículo en función de su ‎contenido real y aplicándole el máximo rigor de su espíritu crítico. ‎

‎El «consenso científico» contra la ciencia
‎Hace años que los científicos diplomados han dejado de interesarse por la ciencia y prefieren ‎acogerse al consenso de su profesión. Ese fenómeno ya pudo verse en el siglo XVII, cuando los ‎astrónomos de aquella época se concertaron en contra de Galileo. Como no podían hacerlo ‎callar, recurrieron a la iglesia y esta lo condenó a pudrirse en la cárcel de por vida. Con esa ‎acción, Roma imponía el «consenso científico». ‎

Algo similar ocurrió hace 16 años, cuando la justicia de París rechazó todas mis denuncias contra ‎grandes diarios que me difamaban sin otro argumento que la afirmación según la cual lo que yo ‎escribía no podía ser cierto… porque el «consenso periodístico» decía lo contrario. Pero ‎nadie podía echar abajo las pruebas que yo esgrimía. ‎

Es también en nombre del «consenso científico» que el público sigue creyendo en el ‎‎«calentamiento climático», creencia promovida por la ex primer ministro británica Margaret ‎Thatcher [8]. Pero nadie toma en cuenta los ‎numerosos debates científicos sobre ese tema. ‎

La verdad no es una opinión sino el fruto de un proceso de búsqueda. La verdad no se determina ‎por votación y siempre hay que preguntarse si es realmente cierta. ‎

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ

Fotografía: Voltairenet.org.

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