Por: Diego Tatián. 17/11/2024
En dos ocasiones escribe John Berger en El cuaderno de Bento que Rembrandt era vecino de los Spinoza (“vivía a dos calles de ellos”) en el barrio judío de Ámsterdam, que entonces se llamaba Vloedenburg y hoy Waterlooplein. Ningún indicio concreto ha llegado hasta nosotros de que el mayor filósofo y el mayor pintor (que era veinte años más viejo) del Seicento amstelodano se hubieran conocido. Rembrandt vivía en Vloedenburg al parecer atraído por el rostro de los judíos que tomaba como modelos para pintar escenas bíblicas, e ilustró un libro de Menasseh ben Israel, maestro y una de las personas más próximas del pequeño Baruch. Es posible conjeturar que se cruzaron alguna vez en el taller del viejo Van den Enden, o en alguna puesta en escena teatral en la que participaban sus aprendices de latín (conforme la ratio studiorum jesuítica que recurría al teatro pedagógico, en este caso como método de enseñanza de la lengua latina).
No sabemos si Rembrandt asistió a las representaciones de las Troyanas de Séneca, de Andria y Eunnuchus de Terencio, o a la de Philedonius, escrita por el propio Van den Enden y estrenada el 13 de enero de 1657 en el teatro de la ciudad –en todas ellas actuó quien ya era Bento, tras haber declinado ser Baruch luego de la excomunión. Sí sabemos que en 1664 Rembrandt asistió a la puesta en escena por Van den Enden de una pieza teatral de Lodowijk Meyer (buen amigo de Spinoza), y que se inspiró en ella para la composición de Lucrecia –pintura de 1664 cuya atribución al pintor del Rin ha sido no obstante recientemente puesta en duda. Pero esta vez no sabemos si en esa ocasión lo hizo Spinoza, quien ya por entonces vivía en Voorburg.
Tal vez sea posible una superposición de esta improbada y plausible relación entre Spinoza y Rembrandt con otra incierta vinculación histórica de enorme fuerza sugestiva. Según una fascinante investigación de Patrick Bucheron, aunque ningún documento lo corrobore de manera directa, un conjunto de pequeñas pistas alienta la presunción de que Maquiavelo y Leonardo no solo habrían tenido contacto en varias ocasiones durante 1502 como partes del séquito que acompañaba a César Borgia, sino que sus destinos se cruzan en torno a un monumental proyecto de ingeniería hidráulica: el desvío del río Arno. No existen rastros del Segretario Fiorentino en las libretas de Leonardo, ni menciones del artista de Vinci en las cartas de Maquiavelo; sin embargo, algunos de esos dibujos y algunas de esas cartas testimonian una sugerente comunidad intelectual (que involucraba la estrategia militar, el arte dello Stato, el dibujo, la ingeniería…) en torno al proyecto sobre el Arno.
Según una antigua leyenda -recientemente reproducida por Antonio Damasio-, Spinoza habría sido el modelo usado por Rembrandt para pintar al pequeño David en su cuadro Saúl y David. Hubiera sido hermoso que así fuera. Imaginé este diálogo (se llama “Pernambuco”) para una obra teatral que me encargó escribir el dramaturgo Jorge Eines, en la que estamos trabajando ahora.
En un atelier poco iluminado, un joven posa para un pintor demacrado y vencido, que parece muy viejo aunque no lo sea.
REMBRANDT: Cuando ponía mi caballete en la Calle Ancha de los judíos tú eras solo un niño. A veces me pedías que cruzáramos por el puente nuevo a la isla de Vlooienburg, a donde tu padre no te permitía ir.
BARUCH: Lo recuerdo. Años después era Titus quien me pedía que lo llevara a la isla, cuando ibas con él a la casa de Menasseh.
REMBRANDT: No te muevas, Baruch. Inclínate un poco más sobre el arpa. Agacha la cabeza. Así. No creas que estás perdiendo el tiempo, voy a pagarte bien por ser mi modelo.
BARUCH: ¿Por qué te interesa pintar esta historia de Samuel? ¿Crees que la música calma del tormento?
REMBRANDT: No me interesa la música sino el odio. Después de matar a Goliat, de manera inmerecida David se granjeó la envidia y el odio de Saúl. Aunque combatió para él y siempre le fue fiel, Saúl le arrojó una lanza para asesinarlo a traición, mientras tocaba música para él. David se agachó justo a tiempo y se salvó de milagro.
BARUCH: También yo salvé mi vida milagrosamente, hace pocos días. Un desconocido intentó apuñalarme a la salida del teatro. Ahora me gano la vida como puedo. Trabajo de modelo para artistas y fabrico material óptico. Debo ganarme la vida de algún modo. ¿El odio me perseguirá toda la vida, maestro? Es lo que le sucedió a David.
REMBRANDT: No levantes la cabeza, Baruch. Mantente inclinado. Debes irte de la ciudad, el odio no suelta. Y ni siquiera así estarás a salvo. También huyó David, pero el rey lo persiguió con el propósito de concluir la tarea en la que había fallado. Hasta que una noche David pudo robarle la lanza.
BARUCH: ¿Por qué pintaste al rey con atavíos orientales? No es la vestimenta de un judío.
REMBRANDT: Es que yo no pinto reyes, ni judíos; pinto cuadros. Sólo cuando trabajo hago lo que quiero sin rendirle cuentas a nadie. Esta tela no me la encargó ningún comerciante rico que se crea habilitado para decirme cómo pintar; la hago porque quiero. Es un Saúl oriental, podría haber sido chino o negro.
BARUCH: ¿Por qué no pintas a David como negro? Me hubiera gustado ser negro. Si no consigo prosperar aquí he pensado viajar a Pernambuco, vivir y trabajar con los negros y los indios que acaban de echar a los holandeses.
REMBRANDT: David no será negro. Te busqué por tus rasgos judíos, justamente.
BARUCH: ¿Crees que el odio me perseguiría hasta Pernambuco? Ayer me crucé casualmente con uno de mis viejos amigos, con quien solíamos reírnos de las supersticiones rabínicas. Me dio vuelta la cara sin siquiera saludarme. Tampoco mis hermanas se acercan.
REMBRANDT: Debes dejar de intentar que se te acerquen, muchacho. No lo harán. Las personas son brutales con quien está caído. Viven contraídas en el miedo, por eso maldicen y calumnian. Maldecir a otros es una manera de protegerse. He pintado cientos de rostros, Baruch; he visto algo profundamente canalla en la humanidad. Es buena idea vivir en Pernambuco. Allí hay un mundo nuevo. Si ya no fuera tan viejo y si Titus no necesitara tanto de mí, también yo lo pensaría. Vivo acosado por aprovechadores de todas las calañas. Acabarán quitándomelo todo.
BARUCH: Vámonos a Pernambuco, maestro. Estoy seguro de que Saskia hubiera querido ir. Lamentablemente ya no está. Tú, el pequeño Titus y yo. Empezaríamos una vida nueva entre gente que quizá no es como la que observas en los ojos de quienes posan cuando te encargan retratos.
REMBRANDT: Creo que acabamos el trabajo por hoy. Vamos a la taberna, te invito a beber. Créeme, si tuviera tu edad, no lo dudaría, lo dejaría todo y embarcaría hacia Pernambuco…
***
Haya o no conocido a Rembrandt, lo cierto es que Spinoza mantuvo un vínculo más que episódico con artistas visuales: los tres caseros a quienes alquiló una habitación tras la excomunión (en Rijnsburg, en Voorburg, en La Haya) lo eran. Uno de ellos le contó al pastor Colerus, según transmite en su antigua biografía, que Spinoza mismo dibujaba (“…aprendió por sí mismo la pintura, hasta poder dibujar a tinta o carbón a cualquiera…”), y que le enseñó un cuaderno de dibujo que había pertenecido al filósofo: “lo tuve entre mis manos…”, escribe Colerus para no dejar lugar a ninguna duda. En él, Spinoza se habría autorretratado vestido como Masaniello, revolucionario napolitano decapitado el 16 de julio de 1647 por encabezar una revuelta antiespañola en su ciudad natal. Lo cierto es que, de haber existido, el único vestigio que nos ha llegado de ese cuaderno es la mención de Colerus, de cuya veracidad no hay razones para desconfiar –pues de todos los relatos biográficos existentes, aunque adverso, es sin duda el más riguroso y completo.
Apenado por esa omisión del tiempo que nos escamoteó ese precioso objeto para siempre, John Berger decidió rehacer el cuaderno perdido con un bloc de dibujo que le regaló un amigo polaco, impresor. “Con el paso del tiempo… los dos -Bento y yo- nos hemos diferenciado cada vez menos. En lo que se refiere al acto de mirar… nos hemos hecho hasta cierto punto intercambiables”.
Berger dibuja (a veces solo con tinta, saliva y un dedo) arándanos, ciruelas, lirios, magnolias, una bailarina española, una bicicleta, una Crucifixión de Antonello da Messina, un gato, un retrato de Chéjov con una anotación manuscrita, en inglés, de la proposición de la Ética donde se lee que “sólo los hombres libres son muy agradecidos entre sí”; un bufón de Velázquez, una mano… y, como Spinoza a Masaniello pero en este caso del natural, “un retrato a carboncillo… del Subcomandante Marcos en Chiapas, poco antes de las navidades de 2007”. Silenciosos en la sencilla cabaña de Chiapas donde se resguardan, el sub no se quita el pasamontañas en ningún momento. “Por fin abro mi cuaderno de dibujo y escojo un carboncillo. Veo la parte inferior de su frente, los ojos y el puente de la nariz. El resto está oculto bajo el pasamontañas y la gorra”. El dibujo del cuerpo de Masaniello con rostro de Spinoza que vio Colerus era el de “un pescador dibujado en mangas de camisa y con una red de barco sobre el hombro derecho…”.
Esos dos dibujos trazan una línea invisible entre los siglos para dejar, apenas plasmado en carbón deleble, la persistencia de la rebelión humana. Siento que es precisamente ese, el dibujo del rostro oculto de Marcos y ningún otro (sea de ciruelas, de lirios o magnolias…), el que logró restituir el viejo cuaderno perdido de Bento.
Algunos han considerado que es en ciertas obras de arte donde se revela la experiencia de la eternidad, por su inmediata inscripción en Dios. En su Studiolo, Giorgio Agamben encuentra en la Lièvre mort… -y otras naturalezas muertas- del pintor de bodegones Jean-Baptiste-Siméon Chardin la revelación de lo que no está ni se explica por el tiempo: “Tal vez [Chardin] sea, como se ha sugerido, un spinozista que ve todas las cosas en Dios. Incluso las escudillas, los jarrones de mayólica y las ollas de cobre”. Pero únicamente John Berger ha insistido en que el hallazgo de la eternidad según Spinoza es eso que deparan algunos momentos que solo el compromiso político es capaz de atesorar.
En Con la esperanza entre los dientes -donde Berger explora la belleza y persistencia del compromiso social y nuevas formas del activismo político en favor de los seres humanos sometidos y desplazados en todo el mundo- se afirma que un “multitudinario” anhelo de justicia crece en las sociedades, pero no deja reducirse a un “movimiento” -es decir un colectivo organizado que avanza hacia un objetivo preciso-, sino que se expresa como una infinidad en expansión de decisiones personales, iluminaciones, sacrificios, nuevos deseos, encuentros, pesares, memorias… “La promesa de un movimiento es su victoria futura, mientras que las promesas de esos momentos incidentales tienen un efecto instantáneo… Momentos así son trascendentales, como ningún ‘resultado’ histórico puede serlo. Son lo que Spinoza denominaba lo eterno, y son tan multitudinarios como las estrellas…”. La eternidad por los astros.
Unas páginas más adelante la revolución misma es considerada una de esas estrellas: la eternidad spinozista es puesta en vinculación con un pasaje en la que Gioconda Belli narra la entrada sandinista en Managua tras el derrocamiento de Somoza. Ese momento, escribe Berger, “existe en el pasado, el presente y el futuro”, con total independencia del destino de la revolución. “Lo eterno, según Spinoza (que fue el filósofo más querido por Marx), es ahora. No es algo que nos aguarde, sino algo que encontramos durante esos breves y no obstante intemporales momentos donde todo enlaza con todo y ningún intercambio es inadecuado”.
Esa experiencia de eternidad que tanto buscaba Berger, no es algo que ya está ahí sino siempre resultado o efecto de lidiar con el reino de la necesidad. Las memorias, las fábulas y las parábolas que orientaban la vida humana -dice- fueron siempre el precipitado de “la lucha, perenne, atroz y ocasionalmente hermosa, de vivir con la Necesidad”, con cuerpos que se tocan y se aman o se aborrecen y se combaten. En su totalización desmaterializada y digital, la sociedad del espectáculo acaba por sustituir las cosas con o contra las que obtener un sentido. Precipita una pérdida del mundo. Y con él la promesa de una experiencia de la eternidad, de no ser por las personas que aun confían en transformarlo para preservarlo, volverlo más justo y habitarlo.
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Fotografía: Lobo suelto