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ADIÓS A LA PLAZA. Cambiar a los maestros o cambiar de maestros.

por La Redacción agosto 30, 2017
agosto 30, 2017
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Por: Roberto González Villarreal, Lucía Rivera Ferreiro y Marcelino Guerra Mendoza. Cuerpo Académico Intervención y formación en gestión educativa (IFGE). Doctorado en Política de los Procesos Socioeducativos (DPPSE). UPN Ajusco. 

La reforma educativa es una flecha al corazón del magisterio. Lo ataca de frente, mortalmente, con todo lo que tiene. ¿Por qué?

Desde la iniciativa de cambios constitucionales, el problema de la calidad educativa se focalizó en el desempeño docente. Más tarde, los reformadores fueron más claros. No sobre el desempeño, sino sobre los maestros, sobre sus modos de contratación, sobre su organización colectiva. Esta es la novedad histórica de la reforma. Nunca antes el gobierno había hablado con tanta crudeza sobre los problemas del régimen corporativo del SNTE. Nunca antes su organización gremial había sido responsabilizada por la falta de calidad educativa.

En otras ocasiones se había señalado la formación, mejoramiento y/o profesionalización del magisterio como uno de los ejes principales de las reformas. Fue el caso del Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica y Normal (ANMEBN). Pero las estrategias derivaban en programas de licenciatura, posgrado, cursos, talleres y formación continua. Por eso se consideraban conquistas del magisterio, de los institucionales o de los democráticos; o de ambos. Las reformas, las prestaciones, los programas de formación y los beneficios formaban un mismo cuadro. Las reformas eran una obligación y una oportunidad de mejora laboral y profesional.

El problema de la calidad cambió todo eso. Desde el Compromiso Social por la Calidad de la Educación (CSCE) hasta la Alianza por la Calidad de la Educación (ACE), los programas gubernamentales dirigieron su atención al desempeño docente. En nuestro libro, Los poderes percutidos http://editorial.upnvirtual.edu.mx/index.php/libreria/9-publicaciones-upn/364-los-poderes-percutidos, establecimos las relaciones entre la ACE y la reforma educativa. Son de larga data, por eso los panistas se consideraron a sí mismos los artífices conceptuales de la reforma. En muchos sentidos lo son, pero no nada más ellos. Los del PRI y el PRD son sus apoyadores legislativos, o sus marrulleros parlamentarios, según sea el caso.

La reforma actual llevó la argumentación mucho más lejos, tal y como la habían planteado Mexicanos Primero y la Coalición Ciudadana por la Educación. (http://www.mexicanosprimero.org/images/stories/mp_recursos/mp_publicaciones_de_mexicanos_primero/AhoraEsCuando2012-2024MetasWEB.pdf).

En su perspectiva, el problema no quedaba en el desempeño docente, sino en las perversiones institucionales, laborales, pedagógicas y subjetivas que produjo la organización colectiva del magisterio. Y no del SNTE, de la CNTE, ni de los sindicatos independientes en particular, sino del magisterio en su conjunto.

Digámoslo claro: para los reformadores, el problema es este magisterio; los maestros y las maestras que se moldearon en un sistema educativo nacional corporativizado; un gremio con derechos y obligaciones que se creó y se desarrolló subordinado al Estado, y que a cambio consiguió beneficios, prestaciones, estabilidad, proyectos de vida y, en ocasiones, hasta proyectos alternativos y revolucionarios. Muy pocas, sin duda, pero ahí están para quien sepa verlas.

El magisterio se formó haciendo las tareas del Estado. Desde las misiones culturales hasta las escuelas rurales; desde las escuelas multigrado hasta las urbanas; desde la educación socialista hasta la educación nacional; hasta llegar a las reformas populistas y neoliberales. El magisterio fue un brazo del Estado, y del partido; o de los partidos, porque en la alternancia panista también cumplió su parte, sobre todo esa gran parte de maestras y maestros que siguieron al institucionalismo sindical, o para decirlo llanamente, a los charros.

La clave de ese modo de organización, de esa bisagra subjetiva e institucional que define al gremio, es la plaza. Una plaza docente no es solamente un puesto de trabajo; es muchas cosas más.

Primero, una garantía de estabilidad. Tener plaza de maestro era tener un trabajo seguro hasta la jubilación. Tener la vida asegurada, como se decía. Podría haber diferencias entre salarios, prestaciones, obligaciones, derechos y demás entre distintas secciones sindicales, sindicatos o grupos ideológicos; pero nadie, en su sano juicio, hubiera cuestionado este principio fundamental del magisterio. Una plaza = un trabajo de por vida.

Segundo, para muchas maestras, la plaza también representaba la garantía de movilidad social. Un empleo seguro, con prestaciones, era el mejor modo de salir de la miseria, de tener una vida independiente.

Tercero, la plaza sellaba el trayecto formativo del adolescente. De la escuela a la normal y de regreso a la escuela como maestro. Una vocación, una formación y un trabajo seguro, todo un paquete completo.

Cuarto, la plaza establecía la solidaridad intergeneracional, o según se vea, el patrimonio familiar durante generaciones; heredar la plaza de padres a hijos, era un derecho.

Quinto, la plaza era el reconocimiento administrativo de una relación sindical. El monopolio de la gestión laboral del sindicato creaba a la vez un maestro, un miembro del sindicato, un trabajador del estado y un miembro del partido.

Sexto, la plaza era también una seña de identidad. Un identificador, un documento y un operador sindical y pedagógico.

Séptimo, la plaza era un reconocimiento individual de un derecho colectivo, gestionado por el sindicato, y una obligación personal para con el Estado y con el representante.

La plaza era individual, pero se conseguía en una lucha colectiva, se administraba y se mantenía por la gestión de la representación sindical. Era un compromiso individual conseguido, tramitado y mantenido por la representación colectiva; y aquí no importa mucho el tipo de sindicato, sino el modo de gestionar los derechos y obligaciones laborales de los docentes.

Por eso, en términos reales, más allá de formas de trabajo, de modos de interrelación, de retóricas o contextos regionales, en esta cuestión no había grandes diferencias entre la gestión institucional y la gestión democrática de los trabajadores docentes. La plaza la gestionaba el sindicato, era de por vida, establecía derechos y obligaciones para los maestros en una contratación colectiva.

La plaza docente, en suma, sellaba la identidad del sujeto, establecía derechos, obligaciones, modos de relación, formas de solidaridad, oportunidades y compromiso sindical y político.

Pues bien, todo eso acabó con la reforma. En realidad, firmó su sentencia de muerte, pues las tendencias venían de lejos. Por ejemplo, desde hace más de veinte años se canceló el otorgamiento de plazas a los normalistas recién egresados. Más o menos desde el mismo tiempo proliferaron los interinatos, luego los contratos por horas, por meses, por tiempo determinado. Del mismo modo, se redujeron las horas-clase de secundaria y vino la fragmentación de plazas, de tiempos y horarios. El resultado: normalistas desempleados, con trabajos eventuales, precarios y agotadores; también maestros improvisados, con trabajos eventuales, misérrimos y peligrosos, como el de los becarios del CONAFE, por ejemplo.

Los ataques a las plazas, a la contratación estable y con plenos derechos de normalistas venían de lejos. La reforma no los inventó. Sin embargo, eran exclusivos de las nuevas generaciones, NO se les aplicaba AL MAGISTERIO EN SERVICIO. No se tocaba a quienes tenían años de trabajo, años de experiencia. Ese colectivo se consideraba seguro, sin riesgos, aunque advertían los ataques. Así concibieron la ACE, pero no alcanzaron a ver lo que significaba estratégicamente, pues las evaluaciones de ese entonces no eran obligatorias, ni comprometían la estabilidad en el empleo, mucho menos atentaban contra la plaza docente. Solo el magisterio de Morelos lo supo ver y actuó en consecuencia; pero lo dejaron solo.  

Ya lo dijimos: la novedad histórica de la reforma educativa es el modo de problematizar. Lo que impide la calidad educativa es el modo de organización colectiva del magisterio, sus derechos, obligaciones, prestaciones y garantías de plazas sólidas, han dicho sus autores e impulsores.

Se puede discutir lo que se quiera al respecto, lo más evidente es que focalizar en el maestro la responsabilidad de la calidad educativa está en contradicción con todos los estudios internacionales. Eso se sabe. Eso se ha criticado. Sin embargo, desde la perspectiva de los reformadores, es el problema principal, aunque reconozcan que no sea el único. El principal porque todas las reformas anteriores fracasaron, y la causa, repetimos, en su perspectiva, fue  no ponerle atención a la penetración sindical en las instancias educativas, al proteccionismo, al trasiego de plazas, a la corrupción.

En pocas palabras: para los reformadores, con la base magisterial formada, educada y desarrollada en el sindicalismo corporativo, no hay condiciones para ninguna reforma educativa. El problema no es el magisterio en general, sino el magisterio formado en las normales, el que se encuentra organizado en un sindicato; es la maestra con derechos, con estabilidad laboral, con prestaciones, con experiencia y antigüedad. Este magisterio es el problema. Por tanto, hay que cambiarlo.

¿Cómo? Atacando la clave de la organización gremial: la plaza docente, es decir, la estabilidad laboral, los derechos y prestaciones, su formación, su práctica, su identidad, su reconocimiento social.

La evaluación docente es el mecanismo de destrucción de la base subjetiva e institucional del magisterio; y, al mismo tiempo, el pivote de reconfiguración de las y los nuevos maestros.

A los maestros en servicio, a los que tenían años de experiencia y antigüedad, del SNTE o de la CNTE, de un plumazo se le obliga a cambiar su régimen de contratación. En los hechos se suspende la plaza, entran en una situación pantanosa, hasta que sean notificados e ingresen a la maquinaria infinita de la evaluación. Su estabilidad se perdió, viven permanentemente en la inseguridad, con los años ganados tras cada idoneidad alcanzada. Cuando no, los ciclos de incertidumbre se vuelven más cortos. Siguen en el trabajo, pero nada es seguro ya; y si son de secundaria o media superior, trabajan por horas en materias distintas. A partir de la reforma, la inseguridad es inmanente a la docencia.

La plaza se perdió. No el trabajo, pero si la plaza. Y con ella, la organización gremial, pues nadie podrá defender al maestro no-idóneo, es su responsabilidad haber fallado en el examen, solo de él o de ella, de nadie más.  Las relaciones intersubjetivas se quiebran consecuentemente. En un régimen individualizado de contratación y evaluación permanente, no hay espacio para la solidaridad. Menos aún cuando los resultados de la evaluación son prácticamente inapelables, oscuros e impenetrables.

¿Qué sigue? Las múltiples diferencias intraescolares entre quienes fueron notificados y quienes no; entre idóneos y no idóneos; entre normalistas y no normalistas; entre “hijos de la reforma” y sindicalistas de viejo cuño. ¿Qué causa esto? Una dificultad cada vez mayor de acciones colectivas, entre tanta competencia y tanta discordia producidas.

La reforma genera sus propios procesos auto-organizativos, sus propios ensamblajes y afirmaciones. Si la evaluación institucionaliza la inseguridad, también genera desconfianzas intersubjetivas, dificulta la organización del común, produce otras estratificaciones al interior de la escuela, entre maestros, con directivos, padres de familia, estudiantes y ciudadanos.

Una sensación de pérdida de la plaza docente, del trabajo estable, de los derechos, de las prestaciones, de beneficios, de solidaridades, acompaña constantemente a las y los maestros. Son efectos buscados por la reforma, de ninguna manera son defectos, como creen los críticos que llaman a negociar y hacer mejores evaluaciones, son los propósitos de la reforma.

¿Para qué? Ya lo hemos dicho: para cambiar al magisterio. La prueba son los miles de maestros y maestras que, individualmente, se acogieron a los programas jubilatorios; pero también, subjetiva y profesionalmente, para que quienes queden o ingresen por vez primera a la docencia, cambien su identidad, sus condiciones laborales, su formación, entre tantas otras cosas.

Al inicio de la reforma, voceros oficiales señalaron que renovar el magisterio completamente llevaría algunos años; Alba Martínez Olivé, exfuncionaria de la SEP, lo planteó sin ambages: seguir como antes, era como “echar vino nuevo en odres viejos” (http://pasillosdelpoder.com/vercolumna.php?id=4638). Si: cambiar a los maestros o cambiar de maestros, esa es la cuestión. Así de simple, así de terrible.

El nuevo magisterio, el que busca la reforma, está conformado por profesionales que se contratan individualmente, en condiciones de inseguridad permanente, responsables de si mismos, con dificultades para emprender acciones colectivas, alejados de la organización gremial, acostumbrados a la flexibilidad, a la precariedad y la docilidad. Totalmente distintos a los maestros subordinados por el gremio y la representación sindical, pero con derechos y obligaciones, seguros y con esperanzas de movilidad social. Los nuevos maestros serán distintos.  Profesionales acostumbrados a la individualidad, a la responsabilidad, a la inseguridad. Nuevas sujeciones, nuevas formas de subordinación, ahora subjetivas, impersonales, abstractas y permanentes.

En esto consiste la terrible racionalidad de la reforma. No sólo destruye al viejo magisterio, se propone conformar otro. Sin los derechos, sin la identidad, sin las experiencias de antaño: el necesario para el capitalismo de estos días, con mercados laborales flexibles, individualistas, precarios e inseguros. No son errores de la reforma, son sus propósitos verdaderos, lo diremos una y otra vez.

Por eso, la reforma educativa parece iniciar como reforma laboral y administrativa, porque requiere cambiar la base subjetiva del SEN. Terrorífico, pero coherente. Y eso es lo que tenemos que entender para no tener esperanza alguna en la modificación buena onda de la reforma, sino en su abrogación definitiva.

Pero cuidado, la primera reacción frente a la pérdida es la reivindicación del pasado. La primera reacción parece ser conservadora, embelleciendo lo perdido, añorando los tiempos felices ¡del charrismo!

Lo cierto es que no hay mucho que reivindicar en un pasado de subordinación política, laboral y cognitiva al SNTE, al PRIANRD y al Estado. Nada que añorar, mucho por cuestionar. Recordemos también esto: las reformas son destrucciones, pero también oportunidades de creación e invención. No solo hay que lamentarse por lo que perdimos pero en realidad nunca tuvimos; sino que es la ocasión para desembarazarnos de un pasado ruinoso y emprender nuevas formas de solidaridad, de imaginación y de auto-organización, ajenas a la representación y a la sujeción del sindicato,  abiertas a nuevos y creativos modos de acción colectiva.

Seguiremos sobre el tema. 

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