Por: Flavia Tomaello. 14/05/2022
Voz fuerte en los debates sobre la vida hiperdigitalizada, la pensadora española Remedios Zafra cuestiona cómo el yo se ha convertido en mercancía
“La primera vez que de niñas fuimos mi hermana y yo a la ciudad, ella se quedó mirando un mendigo derrotado en la calle, y yo me quedé mirando cómo miraba mi hermana”. Así comienza el libro Frágiles (Anagrama), de la española Remedios Zafra, una mujer arrolladora con sus ideas. Filósofa que cree que desde entonces ha quedado mirando a los demás, apunta en los detalles a partir de sus ojos profundamente negros, dignos de una bailaora de vito, canto popular de Andalucía, la tierra grande de donde viene.
Nació en Zuheros, un pequeño pueblo de Córdoba, uno de esos sitios donde se aprende a entrenar la contemplación. Aprendió allí a ser una gran perturbadora. Una idea contradictoria con su imagen naif, antónimo de Amélie Nothomb, salvo por el cariño compartido por el luto. Zafra, con su corte garzón pálido y sello granate que estampa cada palabra que emerge de sus labios, enciende alarmas sobre la vanidad, a la que ve como el gran motor de las redes y de la que se valen las industrias digitales para transformar al yo en el producto.
Su trayecto académico y profesional es abrumador. Doctora y licenciada en Arte, licenciada en antropología social y cultural, con estudios de doctorado en filosofía política y master internacional en creatividad, ha sido profesora de la Universidad de Sevilla y es científica titular en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España (CSIC). Se ha convertido en revolucionaria del pensamiento filosófico en habla hispana. Ha emergido con algunos conceptos que, según aseguran, marcarán el mundo que se viene. Una de sus tesis es que vivimos vidas-trabajo donde se contamina lo público y lo privado, el ocio y el negocio, donde nos autoexplotamos para sentir cierta satisfacción sádica por el deber cumplido. “Las expectativas precarias de los que estudiaron, de los que pensaban que haciendo las cosas como les decían iban a conseguir al menos un trabajo digno y sin embargo se ven totalmente desorientados –dice en una charla exclusiva con LA NACION revista–. Perder esa ciudadanía, que es tropezar en contextos de temporalidad y precariedad, creo que es algo que socialmente no nos podemos permitir”.
-El binomio vida y trabajo atraviesa tu último libro. ¿Nuestra fragilidad está definida por él?
-Creo que pasamos por una fase liminal donde hemos dejado de ser lo que éramos, pero no somos aún algo diferente. A muchos niveles la pandemia nos ha cambiado, pero la tecnología, concretamente internet, venía haciéndolo desde hace tiempo. La posibilidad de que el trabajo viniera en nuestros dispositivos y que estos siempre estuvieran con nosotros, y conectados, ha hecho que el trabajo siempre esté también con nosotros. La vida en nuestra habitación lleva cambiando desde hace años, naturalizando que los tiempos en casa son tiempos también de trabajo, para muchos incluso los más valiosos para el trabajo, pues en ellos se dispone de mayor concentración; es decir, en ellos podemos recuperar algo muy en crisis en la cultura-red: la atención. En ese sentido, pienso que estamos tanteando fórmulas, aprendiendo a reorganizar nuestros tiempos, tomando conciencia de las dificultades y de las nuevas exigencias, pero hay determinadas fuerzas que instrumentalizan este escenario a favor de una rentabilización de los trabajadores, beneficiándose de la autoexplotación propia de estas formas de vidas-trabajo.
-Como una nueva era de la plusvalía…
-Entre las muchas cosas que han pasado, una de ellas es la del experimento hiperproductivo en el que hemos comprobado que el teletrabajo era viable en muchos contextos. Sin embargo, la pandemia está siendo utilizada para sacar partido de este cambio sin mejorar las condiciones laborales y vitales de las personas, incluso para bajar el umbral de los servicios sociales, normalizando que la merma que ha aparecido en muchos de ellos es lo que debemos tener. No faltarán argumentos que hablen de mayor eficacia y productividad ante los que cabe estar alerta. Universalizamos equilibrios complejos. Por ejemplo: Bélgica va a cuatro días laborables. ¿Eso es bueno o no? ¿Lo es para todas las geografías? ¿Qué otras implicancias que no logramos ver anidan en esa reducción o ampliación, de acuerdo a dónde te pares?DEL ABUELO Y LA MAESTRA A LA BÚSQUEDA EN GOOGLE Y EN YOUTUBE
-Entonces, ¿qué supone trabajar? ¿Y qué, vivir?
-A priori, cada contexto necesita abordar su escenario laboral desde su peculiaridad, en tanto todos los trabajos no tienen las mismas condiciones ni requerimiento. En muchos países, el predominio del trabajo inmaterial y de una creciente clase cultural y creativa cuya tara está mediada por tecnología es proclive a las vidas-trabajo con altas dosis de ansiedad y autoexplotación y esta medida es una respuesta clara. A mi modo de ver, el futuro de muchas personas se orienta a ese tipo de trabajo y a una reducción de la jornada laboral. Pero también desde un prisma más global urge que “la vida” tenga un lugar central en la vida y esto sí puede extenderse a la mayoría de la humanidad hoy enganchada a tareas de autogestión, que no se ven claramente como trabajo, pero que son formas camufladas de dedicación a las industrias digitales a cambio de visibilidad, afecto o reconocimiento, intentando tapar economías y trabajos precarios.
-En pandemia escuchamos algunos dichos en torno a olvidarnos de aquello de “si querés, podés”, para retransformar esa idea en más autoconocimiento para entender qué puedo y que no realmente. ¿Qué opinas de esa visión?
-Esta idea es un mantra capitalista que pone el foco en el poder del individuo (si quieres, puedes), pero es mentira y genera frustración. La mayoría de cosas que queremos necesitan un suelo social para poder construirse. Ese espejismo al que alude esa frase solo funciona en el consumo y si tienes dinero. El autoconocimiento es algo que se ha visto torpedeado durante mucho tiempo por la forma en que tendemos a llenar nuestros tiempos de actividades, tareas y contactos, huyendo del pensamiento. En tanto son prácticas que nos exigen conciencia y casi siempre comienzan con incomodidad y cierta perturbación. No es lo mismo maquillarse frente a un espejo que desmaquillarse frente a otra persona o simplemente escribiendo. Esa oportunidad del autoconocimiento implica no ya la pose que caracteriza el presente interfaceado por máquinas, sino quitar la máscara, borrar los filtros para encontrarnos con capas más profundas y con seguridad más vulnerables. La pandemia ha favorecido que muchas personas de pronto se hayan vuelto más reflexivas. Se ha leído como nunca, se ha escrito como nunca. Obligados a la intimidad, muchos han recuperado ese tiempo necesario para lo que llamas autoconocimiento.
-También la pandemia nos reencontró con aspectos de la vida que teníamos olvidados, como el tiempo con la familia, con nosotros mismos, con entender mejor lo que queremos… Pero el mundo consumista nos enfrenta a la vieja dicotomía de trabajo para vivir o vivo para trabajar. ¿Qué nos puede aportar la filosofía para acceder al equilibrio?
-Ciertamente, muchas personas han podido recuperar tiempos para la intimidad consigo mismos y con sus familias. Ese recuperar tiempo que nace de un frenar genera siempre un desvío que puede operar como interruptor del pensamiento. Y ahí está la filosofía. Me refiero a la filosofía entendida como práctica reflexiva sobre lo que supone ser humanos y vivir en este mundo, una práctica que precisa pensar lento y pensar profundo. Cuando pensamos y nos hacemos preguntas, somos capaces de identificar que hay cosas que sentimos que nos pasan solo a nosotros, pero de pronto las vemos repetidas en los demás. Ocurre cuando compartimos con otros una intimidad que nos resulta opresiva (como esas sensaciones con las vidas fagocitadas por el trabajo) y descubrimos que es algo que se reitera. Ocurre que cuando algo es compartido no puede venir de nuestro carácter (“me preocupo demasiado”, “me organizo mal”…) sino que alude más a un problema estructural, es decir a una fuerza externa no interna que caracteriza nuestra época y que en gran medida está favorecida y alentada por un tecnocapitalismo hiperproductivo y competitivo al que le viene muy bien rentabilizar esta sensación de autoexplotación para que la máquina no pare. Fíjate que, como parte de dicha estructura, hoy contamos con todo tipo de ansiolíticos y pastillas que actúan con la eficacia de un botón en nuestra pantalla, ayudan a frenar lo que perturba sin dejar de ser productivos. Pensar sobre este contexto y sobre las maneras implícitas en las que nuestros trabajos contribuyen a repetir estas inercias o a transformarlas es algo a lo que nos ayuda la filosofía y la reflexión.
-Percibo una teoría de aldealización, donde la globalidad nos entrelazó supuestamente con el mundo, pero en verdad creó nuevas aldeas que no responden a lo geográfico. ¿Cómo se tienden relaciones en este paradigma de hiperconectividad?
-Es muy curiosa la forma en que construimos colectividad en este escenario. Pienso que en los últimos tiempos han predominado lecturas muy críticas sobre el boicoteo de colectividad política desde el predominio de un tipo de vínculos más livianos en la red que llevan a estar unidos más en la “comparecencia” que en la “pertenencia”. En principio, esto no es del todo negativo en tanto pueda alejarnos de vínculos más dogmáticos.
-Como los de las redes…
-Así es, la realidad conectada en la que vivimos hipervisibiliza estos vínculos a modo de contactos siempre cuantificados, mostrando grandes números que se unen en torno a personas o ideas, de forma viral y a menudo casi incendiaria, primando visiones muy polarizadas favorecidas por lecturas epidérmicas y emocionales de lo que vemos, sin el espesor necesario para abordarlas, sin el tiempo necesario para entenderlas. Este predominio me parece peligroso porque no favorece la empatía necesaria para comprender al otro, sino que se construye sobre impresiones e ideas preconcebidas y con facilidad las refuerza polarizando.
-Tu libro aborda la configuración del nuevo espacio de trabajo: una mezcla de lo íntimo con lo público. ¿Se siente beneficioso o es una trampa tecnológica?
-Creo que es un claro escenario de trabajo futuro. Un espacio público-privado, que estamos aprendiendo a gestionar y que creo que está cargado de potencias para la emancipación de las personas, siempre y cuando ellas puedan formar parte de la negociación de tiempos y de la gestión de esos espacios.
-¿Creés que estamos yendo a un modelo híbrido? ¿Sabemos a dónde?
-Sospecharía de quienes puedan decirnos claramente a dónde vamos, porque incluso valorando el poder anticipatorio que se deriva de la cultura algorítmica, cabe ponerle resistencia crítica y ética a un mundo sentenciado. Tenemos que ser capaces de construir individual y colectivamente ese nuevo escenario público-privado mediado por tecnología. Es cierto que hay fuerzas económicas que empujan hacia determinados modelos que asustan y que nos proyectan como multitud de individuos en sus casas conectadas, conformados como “masas leídas por máquinas”, mientras solo los más privilegiados podrán ser leídos por personas. Pero ser conscientes de esas inercias es un primer paso para enfrentarlas desde la resistencia del gesto íntimo, pero también desde la infiltración crítica y ética allí donde necesitamos mejorar mundo.
-Por último, me gustaría contar con tu análisis respecto de la hiperconectividad de los niños y adolescentes. La OMS acaba de incluir en su listado de adicciones a los videojuegos. Los padres nos enfrentamos al debate de encontrar un equilibrio que no deje a los menores fuera de su comunidad, pero que tampoco los enferme. ¿Cómo lidiamos con una adicción extraña que sería algo así como permitir a un alcohólico un vaso al día? ¿Qué hay de positivo en el vínculo que trazaron los niños y jóvenes con la tecnología? Porque estimo que no todo es alarmante…
-Creo que en tu pregunta hay parte de respuesta, hemos de considerar la adicción. Resulta inquietante saber que muchos de los hijos de los líderes digitales de Silicon Valley van a colegios donde se prohíbe el uso de tecnología. Que no la quieran para sus hijos pero que vean como potenciales clientes a los hijos de los demás clama a gritos que esto es un negocio. Que por mucho que lo llamemos juego o que creamos que estamos en una plaza pública cuando estamos en una red social o videojuego, son espacios creados por empresas que buscan sacar partido (mucho) económico de nuestro uso. Si no es directamente dinero, sí será tiempo. El tiempo es una moneda que las empresas canjean fácilmente con publicidad y con acopio de datos que contribuyen a controlar a las personas. Un mundo donde este poder está sobreponiéndose al político. El ciudadano transita en un mundo en peligro. Y claro que los adolescentes lo están. De hecho llama la atención que justamente los hijos de las familias más pobres (que antes eran los no conectados) son ahora los que más tiempo pasan frente a videojuegos y tecnología. Se delega en ellos como si fueran una niñera de la que muchos se fían más que de la calle o del tiempo libre… Es un asunto importante que urge y que pasa, entre otras cosas, por una mayor implicación de las organizaciones públicas y sociales en estas empresas y la inclusión de códigos éticos que no pongan por delante el enriquecimiento. Las personas, su salud, su seguridad y favorecer condiciones para que cada niño y cada adulto pueda construirse de manera emancipadora es algo que debiera movilizarnos.
-El mayor problema, según tu visión, es cómo delegamos nuestro tiempo en los dispositivos.
-Así es. Con esta lectura no critico a los videojuegos per sé, sino a la forma en que hoy muchos adolescentes se abandonen digitalmente en ellos. Es un problema plural, de desajuste entre lo que la educación proporciona y lo que la sociedad ofrece, de confusión y desconocimiento por parte de las familias y de aprovechamiento empresarial para rentabilizar adicciones. Afrontar estos problemas es posible, aprender a gestionar tiempos tiene que ser posible, mejorar imaginarios en videojuegos y en mundos virtuales por venir tiene que ser posible. Son retos que debieran motivarnos en nuestra implicación como padres, educadores, investigadoras, programadores y políticos. La parte positiva es que es modificable.
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Fotografía: La nacion