Por: Remedios Zafra. 18/02/2022
(…) distingue con todo cuidado entre los animales reales (que se agitan
como locos o que acaban de romper el jarrón) y los que sólo tienen su
sitio en lo imaginario1
. Foucault (citando a Borges)
Sentado en el asiento de atrás, un niño mueve los dedos pulgar e índice de su mano
derecha sobre el cristal de la ventanilla del coche. Intenta ampliar la imagen de una vaca
que pasta en el campo de afuera. Lo hace como si el cristal fuera su pantalla y la imagen
real asible y manipulable, como si el mundo real estuviera allí representado y tocarlo le
permitiera lograr un primer plano del animal. Desde que nuestro mundo viene cada vez
más mediado por pantallas y los animales reales e imaginarios confluyen, allí donde un
marco encuadra una escena móvil, late con fuerza la duda.
La mayoría de dispositivos conectados funcionan hoy como marcos cotidianos de
fantasía, marcos normalizados que solapan el mundo digital y el mundo de las cosas y
los cuerpos que se tocan, huelen y susurran más allá de los ojos y las yemas de los
dedos. El “marco” casi siempre es visible pero tan habitual que tendemos a obviarlo,
fundiendo lo presentado y lo representado, confundiendo dónde empieza lo simbólico y
dónde lo imaginario, dónde termina o donde se funde con lo real.
La pantalla en red no es sólo uno de las más singulares artefactos de época, sino
uno de los más fascinantes espacios de interacción de la verdad y la mentira, allí
donde la veracidad de las cosas requiere un mayor esfuerzo de contextualización y
creación simbólica colectiva, un pacto de confianza entre quienes se comunican para
creer, o no, lo que están viendo.
Sin embargo, hay en todo esto algo que no es novedoso. Nunca lo que los humanos
hemos creído ha tenido por qué coincidir con la verdad. No hay un vínculo necesario
entre la verdad y lo que creemos. Conozco a personas que frente a una enfermedad
prefieren rezar antes que escuchar una voz científica o médica cualificada. En el fondo
ambos códigos (religioso y médico) les parecen confusos, pero dicen que al menos uno
les reconforta. Y pienso en ello porque considero que en no pocas situaciones, cuando
las alternativas que explican nuestro mundo nos resultan igualmente
incomprensibles o difusas, muchas personas optan por lo emocional como un
lenguaje más asequible y horizontal, tanto para quien evita el esfuerzo que supone
la verdad, como para quien se siente frustrado, desencantado o se sabe falto de
libertad.
Incluso conscientes de estas formas de autoengaño, “querer creer” suaviza o aleja la
dificultad de una existencia verdaderamente asumida. Para la gente (especialmente
cuando se sufre o cuando se ignora) la complejidad cargada de aristas genera más
desasosiego que la mentira camuflada de cuento, de sentencia simplista pero
reconfortante
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Fotografía: Remedios zafra