Por Güris J. Fry. ECO’s Rock. 15 de junio de 2019
Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999)
Película coral, cruenta e imparable, que construida a través de una naturaleza y una fuerza hondamente sugerente, recorre el nebuloso camino de la redención y la enmienda como búsqueda del perdón y la veracidad –con todas sus potentes causales y consecuencias. Pesquisa brutal de monstruos pretéritos y cicatrizados que han dejado nuestras huellas en el camino; estampas que indirectamente se han cruzado en el trasiego de otras almas sirviendo al claroscuro paso de su fe, su destino y su precariedad. El tercer largometraje de P. T. Anderson resulta una ostentosa pero magistral prueba de una narrativa íntimamente conexa entre obscuras historias y ensimismados personajes, entre tiempos cautivos y estrepitantes espacios, entre manías y esperas, disimulos y certezas.
Basada en la presunción de la casualidad, donde cada acto cometido está de alguna u otra forma ligado con el de los demás, Magnolia es una retablo del cuadro total; marco en cuyos márgenes se entrega un espacio a cada ser para habitarse en una sola imagen junto a sus inquietudes, temores, sentimientos y alteraciones; amplitud cuasi circular donde se funden los destinos con todo tipo de sucesos, desde el más trivial hasta el más imprescindible. Con nueve historias –nueves vidas– que sin llegar a conocerse del todo se concentran en una pequeña región de los Estados Unidos –San Francisco– para afectarse de sobremanera sin saberlo del todo, Paul Thomas Anderson muestra un músculo y un control cinematográfico que no se logra ver cotidianamente. Desde el prologo que sirve como anestesia a la consecuente disertación, los momentos que se tejen a cada paso se convierten en cadenas que no sólo apresan a todos nuestros caracteres sino a nosotros como espectadores en un mundo que nos escupe con garbo el dolor y el odio que somos capaces de guardar: la envidia, el recelo, la conveniencia, el rencor… la simulación. Magnolia, pues, resulta ser una telaraña de tribulaciones que orgullosamente se presenta en forma de los pétalos de una flor brindando esperanza. Una bella mentira que se aferra a tus signos vitales para hacerte sentir cada gramo de experiencia de lo que implica estar vivo en esta tierra.
Con un trabajo actoral de alta gama, los elementos técnicos en los que se apoya Anderson se fusionan con total apego a la historia, la fotografía de Robert Elswit documenta los hechos y colorea cada una de estas vidas otorgándoles su propia atmósfera y campo emocional. El montaje de Dylan Tichenor deja respirar las acciones y suma dramatismo a cada momento, capital o no. La música envuelve y entreteje todo, ya sea la selección de canciones escogidas o la partitura de Jon Brion. El funcionamiento, pues, de todos estos elementos es interno y no allanan lo conseguido escena tras escena, secuencia tras secuencia. El paso de las acciones es limpio y otorga carácter e interés a cada paso de un entramado, que si bien por su propia concepción es complejo y laberíntico, se entiende a la perfección en sus aspectos narrativos y emocionales.
La Magnolia de Anderson es una obra disidente a la cultura de ensoñaciones norteamericanas, un remanso donde el infortunio cae a raudales sobre nuestras cabezas e ilusiones –no hay espacio donde estar a salvo. La vida misma es una prisión; una agonía y un lento martirio que evoca momentos y espacios aún desconocidos. Entre sus hojas nuestras circunstancias están hiladas, nuestro destino pactado. Entre sus ánimos hay una fuerza inherente e invisible que nos acuchilla con un punzón de supervivencia para su divertimento, para aguantar más de lo justo. Para que cuando lo decida, esta nos lleve hasta lo mas alto y nos deje caer o bien aplastarnos en el camino. Y esto, no como recompensa o como castigo, sino porque, simple y llanamente, así debe suceder. Porque es así como pasan todas las cosas, ¿o no?
Magnolia de Paul Thomas Anderson
Calificación: 3.5 de 5 (Muy Buena).
Fuente:
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Fotografía: cartelesmix.es