Por: Leandro Gamallo. Revista Anfibia. 12/01/2018
Para analizar los episodios del lunes 18 de diciembre es necesario recordar que la violencia colectiva es parte del repertorio de acciones de los sectores populares y clases medias desde 1989 en adelante. “No siempre luchamos como queremos; a veces luchamos como podemos”, escribe Leandro Gamallo en un texto en el que analiza las prácticas políticas, las represiones y omisiones de las fuerzas policiales y la masculinidad de los “tirapiedras”.
Desde el 18 de diciembre por la tarde, después de la violencia colectiva iniciada por miles de manifestantes contra las fuerzas de seguridad y diversos bienes públicos y privados, proliferaron los análisis e interpretaciones sobre esos episodios. Sin olvidar la represión despiadada del jueves 14, el núcleo central del debate giró en torno a los efectos de la violencia y aquí nos interesa discutir sus orígenes para luego ensayar algunas lecturas de sus consecuencias.
En Anfibia, Pablo Semán escribió que los desmanes han sido la fuente de una derrota que alimentó la represión estatal que, a su vez, ha funcionado como inhibidor de la protesta social. Esta hipótesis se complementa con una mirada particular de la violencia: aquella que sostiene que los hechos fueron urdidos por los servicios de inteligencia estatales, a los que se sumaron la descomposición y/o mezquindad de algunas organizaciones sociales y políticas que promovieron las agresiones arbitrariamente.
Sin embargo, esta imagen de la violencia colectiva se acerca más a caracterizar otros episodios -como los ataques aislados protagonizados por grupos autodenominados anarquistas en las movilizaciones por la aparición con vida de Santiago Maldonado o en las marchas de #Niunamenos- que a describir los enfrentamientos recientemente producidos por cientos (y hasta miles) de manifestantes.[1]¿Habrá alcanzado el control y la premeditación de los sujetos y los medios violentos para desarrollar los “incidentes”? ¿De dónde vino esta violencia colectiva? No pretendemos negar la presencia de agrupaciones cuya táctica explícita fue provocar a las fuerzas de seguridad y generar “quilombo”. Seguramente también participaron los tan mentados infiltrados que, a esta altura, nadie sabe para quién juegan. Pero es necesario agregar que estos hechos se enmarcan en un proceso de largo aliento de instalación de la violencia como un recurso más de la acción colectiva popular.
En un libro compilado por Di Meglio y Serulnikov[2] se presenta un excelente artículo sobre los saqueos de 1989 que recupera una extraordinaria declaración de Carlos Menem, sintomática de las transformaciones en la acción colectiva en la historia reciente de nuestro país. En febrero y marzo de ese año se había producido el Caracazo, un levantamiento popular que había incluido saqueos e incendios de numerosos locales y edificios públicos. En un contexto de inflación descontrolada, le preguntaron a Carlos Menem si creía que en Argentina podían darse acciones semejantes. El entonces candidato a presidente contestó lo siguiente: “Argentina no es Venezuela. Si hay un movimiento disciplinado que acata a sus dirigentes, ése es el nuestro”.[3]“Bienvenido al Siglo XXI”, le hubiera contestado el bueno de Hobsbawm.
Los saqueos de 1989 no sólo marcaron la emergencia de la “nueva cuestión social” en Argentina, sino también la aparición de una violencia colectiva de nuevo tipo: ya no la de las organizaciones armadas que la utilizaban estratégicamente para llegar al poder, sino la de los pobres y trabajadores que la ejercen de vez en cuando para hacer ver y oír sus reivindicaciones y/o malestares, ejecutar una represalia concreta, obtener algunos “beneficios” puntuales o simplemente para enfrentar a las fuerzas de seguridad. Desde entonces, los trabajadores argentinos han protagonizado “estallidos” como el de Santiago del Estero en 1993, puebladas como las de los ‘90 y saqueos como los de 2001. La violencia colectiva es parte del repertorio de acciones de contienda de los sectores populares e incluso medios (ahí están los linchamientos de Palermo, por ejemplo). Los trabajadores argentinos queman trenes cuando funcionan mal durante mucho tiempo, incendian la casa de un violador -y se enfrentan con los bomberos si van a apagar el fuego-, saquean un supermercado si ven que hay condiciones para hacerlo, atacan la comisaría del barrio si hay un crimen aberrante y desafían a la policía cada vez que pueden.
Estas violencias son heterogéneas, tienen dinámicas particulares y se inscriben en conflictos que, la mayor parte del tiempo, transitan por canales pacíficos. Pero a veces la violencia se activa e involucra a una parte de los actores conflictivos, generalmente jóvenes y varones. La omnipresente relación entre masculinidad y violencia debe ser tenida en cuenta para comprender la actitud de los jóvenes “tirapiedras” de ayer y hoy: la satisfacción en enfrentarse con la policía que los humilla cotidianamente, la potente expresividad de las acciones, las emociones y reconocimientos experimentados en los ataques.
Se trata también de no forzar la disociación entre “jóvenes” y “militantes”, entre “trabajadores” y “activistas”. Auyero ya mostró (muchos otros también hemos tratado de hacerlo) cómo muchas veces la violencia colectiva se produce en la imbricación entre las prácticas populares, las tácticas de la política (más o menos) institucional y las acciones y/u omisiones de las fuerzas de seguridad. Cuando estas tres dimensiones operan (no siempre lo hacen) y se sobreestima alguna de ellas, inevitablemente se subestima el rol de otra y se realizan diagnósticos incompletos. Proponemos, en definitiva, recuperar la visión de la violencia como un recurso más de la acción colectiva contemporánea. No para etiquetar de violentos a los trabajadores, sino para comprender mejor las expresiones de disconformidad popular. Que estas acciones nos parezcan repudiables o improductivas no hará que dejen de repetirse.
Que se entienda: no estamos haciendo una apología de los destrozos, ni mucho menos. Un balance que identifique a la violencia colectiva como necesaria es erróneo desde todo punto de vista. Como han dicho muchos, los desmanes pueden provocar la radicalización de la represión estatal (convengamos, de todos modos, que nada puede justificar la cacería y el ensañamiento policial de estos días), aislar y deslegitimar el contenido de las luchas y desmovilizar al conjunto de la población. Pero las destrucciones, cuando están acompañadas de la movilización masiva, también pueden visibilizar más los reclamos, radicalizar y congregar a mayor cantidad de voluntades en las protestas e impactar mucho más intensamente en transformaciones institucionales. De lo que se trata es de evaluar su impacto político en cada situación puntual. En este punto discrepamos de las evaluaciones derrotistas de los acontecimientos recientes.
Luego del trabajo constante de los medios masivos de comunicación, que transmitieron en cadena sólo los enfrentamientos y omitieron tanto el contenido del reclamo como la acción de los cientos de miles de manifestantes pacíficos, las protestas no sólo no disminuyeron, sino que se intensificaron tanto de jueves 14 al lunes 18 de diciembre al mediodía, como de lunes al mediodía a los cacerolazos de la noche. Por otra parte, la movilización (incluidos los “incidentes”) tuvo indiscutible repercusión en la dinámica del conflicto por la sanción de la ley: obligó junto con la acción de los diputados opositores y la propia interna oficialista a la postergación de la sesión el día jueves (aquí la “tensión” de la calle tuvo un rol fundamental), forzó a que la CGT realizara un llamado a un paro nacional, hizo que se incluyera un “bono compensatorio” en las negociaciones y postergó las discusiones por la reforma laboral para 2018.[4]
Para terminar: coincidimos en que la oposición debe encontrar formas que superen los medios violentos. La acción directa, entendida como “formas de acción contenciosa que no se encuentran mediadas por la institucionalidad dominante”,[5] involucra un conjunto amplio de reclamos dentro de los cuales las destrucciones ocupan una parte minoritaria. Construir acciones colectivas que impacten en el funcionamiento de las instituciones y asuman una resistencia radical y pacífica a los avances conservadores (ejemplos sobran: cortes de rutas o calles, bloqueos, sentadas, etc.) puede ayudar a exponer la violencia del gobierno y aislar al sentido común represivo que circula en medios y en las calles. Pero operar sobre las formas con las que protestamos presupone un conocimiento acerca de las mismas. No está de más recordar que no siempre luchamos como queremos. A veces luchamos como podemos.
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Fotografía: Sebastián Angresano