Por: Luis Armando González. San Salvador. 10/10/2024
A lo largo de mi vida, como estudiante y docente, me las he visto con planteamientos de la más variada naturaleza. Dejando de lado los más serios, que me han dejado enseñanzas imborrables, están los que no puedo menos que considerar detestables –como los argumentos que Adolf Hitler plasmó en Mi lucha o los argumentos que vociferaban los coroneles y generales latinoamericanos en los años setenta y ochenta acerca de la Doctrina de la seguridad nacional—. También están los que, a falta de una expresión más dura, no dudo en calificar de miserables. A esta categoría pertenece ese esperpento doctrinario llamado “anarcocapitalismo”.
Para comenzar, debería denominarse “anarcomercantilismo”, “anarcoliberalismo”, “anarcoestractivismo” o anarcotransferencismo”, pues su propuesta sustancial apunta a la transferencia de los bienes y servicios públicos a manos privadas, que dará lugar (están dando lugar) a un reforzamiento de los grupos predominantes de poder económico o al nacimiento de una nueva élite económica. Algunos de sus “teóricos” –como Michael Huemer en El problema de la autoridad política (Bilbao, Deusto, 2019)— se adornan con un ejercicio de erudición con el que, tras recorrer las tesis de autores como Thomas Hobbes y Mijail Bakunin— concluyen con lo recién apuntado: que el Estado debe desaparecer, convirtiendo sus actividades y servicios en algo privado, es decir, en algo a ser ejecutado o asumido por agentes privados.
Ahora bien, el Estado (la autoridad política, les gusta decir) debe esfumarse no como pretendía Bakunin, desbaratándolo desde fuera, sino desde dentro, o sea, utilizando los recursos legales y coercitivos estatales –es decir, la autoridad política— para hacerlo desaparecer. En otras palabras, los anarcocapitalistas proponen –en realidad, ya lo hacen ahí donde controlan gobiernos— usar al Estado para difuminarlo. ¿Cómo? Valiéndose de la autoridad política –los recursos coercitivos y legales que tienen a su disposición— para trasladar el patrimonio público a manos privadas.
Nada más alejado de lo propuesto por Bakunin en su Catecismo revolucionario, en el cual lo que se propone es la abolición del Estado en beneficio de la sociedad, no de familias o corporaciones privadas de tipo capitalista. En la visión del anarquista ruso, los derechos y el bienestar de las personas, abolido el Estado, no desaparecían, sino todo lo contrario. Lo dice así: “Derechos individuales:
El derecho de todo hombre y toda mujer, desde el nacimiento hasta la mayoría de edad, a todos los gastos de entrenamiento, ropa, alimentos, viviendas, cuidados, consejos (escuelas públicas, educación primera, secundaria y superior, artística, industrial y científica), todo a expensas de la sociedad”.
Por otro lado, cuando se habla de patrimonio público no hay que pasar a la ligera sobre el tema, pues se trata de un rubro que, dependiendo de cada nación, puede ser una mina de oro de pequeña, mediana o gran envergadura. Pero eso sí, siempre se hay algo que extraer. Por ejemplo, los bienes inmuebles que pertenecen al Estado.
A ellos cabe sumar los bienes inmuebles que, como sucede en distintas ciudades, fueron abandonados por sus propietarios y que, en consecuencia, pueden ser trasladados al Estado, para luego ser trasladados –en un doble movimiento—a manos privadas. En situaciones extremas, la autoridad política puede dictar que el territorio nacional es propiedad del Estado y que cualquier propiedad particular puede ser expropiada; en un segundo movimiento, las propiedades expropiadas pueden ser trasladadas a otras manos privadas.
¿Para qué este traslado de bienes inmuebles, públicos o no, a manos privadas? Uno razón es la ostentación de riqueza. Otra razón es su uso para obtener dinero en efectivo, por ejemplo, mediante la venta a terceros o mediante el alquiler. Pero el asunto tiene otras implicaciones, que atañen a los servicios –salud, educación, vivienda, protección social— que dejaría de ofrecer el Estado una vez que se disuelva. Pues bien, estos servicios serán ofrecidos por las empresas privadas creadas con el patrimonio público que les ha sido transferido.
¿A quiénes serán ofrecidos los servicios que han sido privatizados? Obvio: a quiénes puedan pagarlos. Los que no puedan pagar esos servicios tendrán que arreglárselas “privadamente” para lidiar con sus carencias. Y es que, así como se trasladan bienes públicos a personas o entidades privadas –a las que se les abre la puerta para que se lucren ofreciendo servicios que antes daban los Estados— también se traslada al ámbito privado de los ciudadanos la responsabilidad de acceder o no a esos servicios. Para el caso, una vez disuelta instancia estatal responsable de la educación (o la salud), los servicios educativos serán vendidos a quienes puedan pagar por ellos. Y, eso sí, la responsabilidad de dar (comprar) educación para hijos e hijas se trasladará a las familias, y será problema de ellas si no pueden cumplir con esa responsabilidad. Se adorne esto con el lenguaje que se adorne, las consecuencias en cuanto a desigualdades y exclusiones educativas serán terribles.
¿Termina con lo anterior lo difuminación de los Estados propuesta e impulsada por los anarcocapitalistas? En lo absoluto, y por lo siguiente: los Estados no sólo poseen (o pueden poseer) bienes inmuebles (que pueden ser transferidos a manos privadas), sino también poseen masas monetarias en efectivo (salarios del sector público, préstamos, alquiler de edificios públicos, ingresos por prestación de servicios, etc.) que pueden ser transferidos a manos privadas.
A esto se añade la posibilidad de acceder, usando la autoridad política, a dinero en efectivo (de las pensiones o las cooperativas de ahorro, por ejemplo) para realizar el mismo proceso de transferencia privatizadora. Estos flujos de dinero –a los que se pueden añadir los relacionados con narcotráfico, contrabando de mercancías, tráfico de armas y vehículos, y prostitución— dan vida a una economía subterránea de millones de dólares no reflejados en Presupuestos o cuentas nacionales.
Mientras este extractivismo y trasiego de bienes públicos a manos privadas sucede (ahí en donde ya sucede), la pobreza, las exclusiones y el abandono de amplios grupos sociales se agudiza, con el agravante no sólo de que ahora se les dice a éstos que son responsables de su situación, sino que en esos grupos sociales sobran los que celebran a quienes realizan los trasiegos arriba señalados, desarticulan el aparato legal e institucional y anulan sin contemplación derechos económicos y sociales en los que se resguarda la dignidad humana.
No me cabe duda de que el anarcocapitalismo es algo verdaderamente miserable. Miserable porque sus adalides despojan a la sociedad de su patrimonio. Algunos de estos adalides –como Javier Milei— me hacen sentir vergüenza de la condición humana. Su mirada desquiciada, su dogmatismo anarcocapitalista, su bravuconería e ignorancia me enervan y me hacen preguntarme hasta cuándo el pueblo argentino lo seguirá tolerando. Definitivamente, por ética y por estética, éste político se me hace radicalmente insoportable.
Fotografía: https://www.portaloaca.com/opinion/el-anarcocapitalismo-no-existe/