Por: Luis Armando González. 16/11/2023
En la madrugada del 16 de noviembre de 1989 –hace ya 34 años— sucedió una tragedia nacional, la cual, lamentablemente, no ha sido dimensionada en sus verdaderas proporciones morales y culturales. En la oscuridad de aquella madrugada, la soldadesca –siguiendo órdenes superiores, pero haciendo gala de sentimientos de odio bien afianzados en la personalidad de los participantes— acribilló a tiros a ocho personas indefensas: seis jesuitas (Amando López, Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno y Joaquín López) y dos mujeres humildes, Elba Ramos y su hija Celina Maricet.
Ese múltiple asesinato puso de manifiesto hasta dónde se puede llegar –en ese caso, la aniquilación violenta— cuando se considera a otros humanos “enemigos”, “terroristas” o “escoria”. O sea, cuando se priva a alguien de su dignidad humana, que es el fundamento de cualquier derecho. Por supuesto que los jesuitas asesinados no eran eso que sus asesinos y sus cómplices –algunos de los cuales todavía siguen repitiendo infundios de aquellos tiempos— decían de ellos, pero creerlo y proclamarlo les permitió justificar la atrocidad que se había cometido. ¿Cómo eran los jesuitas asesinados en 1989? ¿A qué se dedicaban? ¿Cuáles eran sus ocupaciones y preocupaciones?
Responder a esas y otras preguntas requeriría un espacio extenso, pero, en síntesis –y desde mi propia experiencia como alumno de algunos de ellos y colaborador de Ellacuría desde 1986 hasta 1989—, puedo decir que su ocupación y preocupación principal era la gente de El Salvador, su pobreza, las exclusiones y violencia que la afectaban, su futuro… Lo que había en ellos era un compromiso ético-moral con la sociedad salvadoreña, especialmente con aquellos miembros suyos más vulnerables; es decir, con quienes estaban situados en la base de la pirámide social, soportando abusos de todo tipo.
Cinco de los jesuitas asesinados eran académicos de primer nivel (Montes, Ellacuría, Martín Baró, Amando y Juan Ramón); y lo que hicieron fue usar sus talentos y capacidades teóricas e investigativas para comprender y explicar las dinámicas históricas, políticas, económicas, sociales y culturales que en El Salvador generaban desigualdades, miseria y violencia. La Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” fue la institución que les sirvió de plataforma para cultivar un conocimiento crítico, riguroso e informado sobre la realidad nacional y sus problemáticas más acuciantes. Fueron creadores-animadores de una cultura intelectual en la que el compromiso ético-moral se amalgamaba con la razón científica y filosófica, enriqueciendo el debate público y fomentando una conciencia colectiva rebelde y no sumisa.
Su asesinato fue, además de un crimen de lesa humanidad, un ataque frontal a la razón y al conocimiento, porque al poner fin a sus vidas se quería también terminar con su inteligencia. Es vergonzoso, además de irreparable, lo sucedido en la madrugada del 16 de noviembre de 1989; lo es mucho más que un hecho tan cruel desde un punto de vista humano y tan escandaloso desde un punto vista moral y cultural se haya convertido en algo irrelevante para el conjunto de la sociedad. Caer en la cuenta de esa indiferencia me hace sentir abochornado de ser miembro de una sociedad indolente e incapaz de honrar la memoria de quienes se jugaron la vida por ella.
Ahora abundan los que hablan con sorna de la guerra civil o que, haciendo gala de una ignorancia espeluznante, la usan para lanzar pestes sobre ese denso periodo histórico. La guerra civil salvadoreña fue algo serio y doloroso; el asesinato de los jesuitas de la UCA –lo mismo que el de miles de personas no combatientes desde 1980 hasta 1991— no se entiende sin esa guerra civil y la lógica amigo-enemigo que la caracterizó.
Pero la guerra civil sólo puede entenderse –nos guste o no—a partir de las exclusiones políticas y económicas, y de los marcos ideológicos y de las relaciones internacionales, que se fraguaron en la segunda mitad del siglo XX. Precisamente, los jesuitas de la UCA dedicaron buena parte de sus energías intelectuales al análisis de las exclusiones aludidas, las ideologías en juego y el contexto internacional, así como a la dinámica específica de la guerra, no sólo con el propósito de conocer mejor lo que sucedía, sino en búsqueda de las mejores soluciones para la sociedad salvadoreña.
Estamos en una época en la cual el conocimiento crítico e informado está de capa caída. Una época en la que proliferan, sin réplica, los simplismos patéticos sobre la historia reciente de El Salvador. Y es que si algo hicieron los jesuitas asesinados fue replicar, con autoridad moral e intelectual, a las fantasías de los poderosos de su tiempo, a esos que decían que este era al “país de la sonrisa” y que cantaban “paz, trabajo y amor en El Salvador”. Porque los ilusionistas siempre han existido en la política salvadoreña; pero, en algún momento del siglo XX, se gestó un quehacer intelectual –con poetas, ensayistas, cuentistas, novelistas, teatreros, músicos, filósofos y científicos sociales— que se encargó de contraponer la realidad a las ilusiones. Quizás lo nuevo en estos días –y nuevo no significa bueno— sea el ahogamiento (forzado o cómplice) de ese quehacer, lo cual deja un terreno fértil para que las malas yerbas de los disparates y las ficciones de siempre proliferen sin ningún tipo de reparo.
En este 16 de noviembre, la nostalgia me invade y extraño a los jesuitas de la UCA. Extraño su garra intelectual y su entereza moral. Veo a mi alrededor a presumibles líderes, ignorantes y malas personas, y no tengo dudas acerca de a quiénes elegir, como referentes personales: Ellacuría, Montes, Amando, Juan Ramón y Martín Baró. Jamás podría admirar, y mucho menos ser seguidor, de alguien que esté en el extremo opuesto de lo que estos intelectuales hicieron por El Salvador. Eso sería un motivo de vergüenza con el que no podría vivir.
San Salvador, 16 de noviembre de 2023
Fotografía: arpas.org