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¿Y si jugamos con Barbies menos gringas?

por RedaccionA agosto 17, 2023
agosto 17, 2023
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Por: ORIANA ZAPATA OCHOA. 17/08/2023

Después de muchas opiniones rondando en redes sociales, quiero compartir mi mirada de Barbie, la película que vi dos veces, desde un lugar más personal, lleno de recuerdos, expectativas y preguntas sobre mi condición de mujer que habita en América del Sur. También propongo un juego colectivo, como si estuviéramos todas en un cuarto rodeadas de muñecas, peluches, cocinitas, carritos en miniatura destrozados o recién desempacados, zapatos y ropa vieja que nuestras mamás, tías, hermanas o primas mayores ya no usan más. 

No todas tuvimos Barbies, así que esta no es una columna para todas las niñas del mundo, y el conjunto al que me refiero se autoidentificará, tal vez, de inmediato. Estamos en ese cuarto, y asumimos lo evidente: hay que jugar. A eso nos sentimos convocadas cuando imaginamos un cuarto así, entonces hagámoslo.

¿A qué jugábamos cuando éramos niñas? ¿Qué juguetes teníamos? ¿Cómo se llamaban? Todo eso pensé cuando vi que Barbie, interpretada (magistralmente) por Margot Robbie, no doblaba las piernas para entrar a su carro de juguete y tampoco tomaba jugo de verdad, aunque tenía todo para que lo fuera: empaques de jugo y vasos largos. Jugamos, sí, pero no jugamos todas a lo mismo, y no jugamos todas igual. 

Lo que hace muy bien Greta Gerwig, la directora de esta película, es jugar con Barbies a sus casi 40 años y nos invita a nosotras a jugar también. Entonces, ahí es cuando empiezo a recordar que yo no tuve más de una Barbie porque eran carísimas y que mi muñeca era yo resolviendo creativamente su socialización en medio de la escasez. Pero esto no es una queja, es un halago a mi creatividad: los peluches enormes tenían que hacerle la venia a mi muñeca cada vez que la veían, y todos, sin excepción, se peleaban por ser invitados a su casa en las matas de mi abuelita, porque por supuesto que tenía una mansión –no como la de la televisión– sino mejor, porque vivir en la parte más alta de una mata de mi abuelita era tremendo regalo de la vida, claro que sí. 

Y, entonces, pensé mientras veía Barbie que si hoy me encontrara a mi muñeca en la vida real, ella tendría muchísimas preguntas por hacerme sobre lo que jugábamos en ese entonces, que fue mi mundo prometido para ella, es decir, para mí. Me la imagino preguntándome: “¿Dónde está tu casa?”, “¿existe la felicidad en esa casa?”, “¿tienes peluches enormes que te abrazan cuando llegas muy cansada?”, “¿dónde están las otras amigas-Barbies?”.

Le contaría a mi muñeca que tengo días de mierda en los cuales me siento morir en nombre del trabajo y de un jefe escribiendo a las 9 de la noche de un jueves y a las 8 de la mañana de un domingo. También le diría que he conocido algunas partes del mundo porque aunque ella podía viajar a donde quisiera, no puedo hacerlo igual yo, aunque lo intento. Le diría que no todo es tan fácil, y que a veces juego con otras Barbies igual de cansadas que yo a que nos morimos y no resucitamos, aunque al día siguiente a casi todas nos suena la alarma a las 6 de la mañana. 

“…yo quise ir a otra dimensión e invitarlas a nuestro mundo infantil, ese que buscamos sanar o al que acudimos para recordar lo que fue –o creímos que era– la felicidad”

Lo que sucedió con Barbie es que fue un producto de mercadeo tan exitoso, que se salió de las manos de Mattel y quedó en manos de nuestra imaginación. Tal y como Greta lo predijo en su película. Tal vez fueron pocas las niñas que lograron tener todo lo que Mattel se inventaba para la Barbie, así como hoy es imposible consumir al nivel de lo que dictamina el mercado, y aún así, el foco de nuestra vida digna no radica en qué tanto consumimos, sino en qué tan posible y llevadera es la vida que tenemos, qué tan libre de violencias es, qué tantas oportunidades tenemos a pesar de nuestro género y cómo podemos sobrevivir a la exclusión.

Sí, en Barbie hay feminismo –blanco y blanqueado–; hay patriarcado; hay un esfuerzo –a veces extremo y otras veces fluido– por el humor; hay una intención por volver a vender la muñeca a nuevas y viejas generaciones; hay un desborde de cis-heterosexualidad y le falta una pizca del mundo trans y no binario. Pero bueno, eso es lo evidente, y yo quise ir a otra dimensión e invitarlas a nuestro mundo infantil, ese que buscamos sanar o al que acudimos para recordar lo que fue –o creímos que era– la felicidad.

Y si yo fuera Greta, además de feminismo, hubiera metido peluches y muñecas chiviadas de Barbie, habría resuelto tener ropa hecha por mi mamá, no por Mattel y preferiría hacer pijamadas con mis amigas con la excusa de compartirnos todo lo que la otra no tiene: piscina, carro, casa, cohetes para ir a la luna, caballos, perros y casa en el campo. Todo imaginario, seguramente, pero al final, todo nuestro. Sería otra película, claro. Una película en la que Barbie no me salvaba a mí de nada, porque lo que yo necesitaba desde niña era sobre todo, amigas con las cuales poder jugar y sentirme menos sola, aunque no contara con los productos originales de Barbie como su casa, su ropa y su país de los sueños. Las razones por las cuales necesitaba amigas para jugar en ese entonces, resultan siendo parecidas a las razones por las cuales las necesito ahora: porque planeamos nuestras fiestas juntas, porque no puedo jugar a ser todas las barbies yo sola, porque juntas resolvemos problemas, lloramos, nos reímos y jugamos a pesar de los pesares o gracias a ellos.

También Barbie me hizo pensar en la generación de niños con la que crecimos. Me impactó mucho el papel de Ken y, tal vez, es algo que el feminismo comunitario hubiera resuelto distinto si Greta conociera nuestros sures y esa fuera una de sus preguntas existenciales dentro del feminismo que promueve en su película. Pero como Greta es Greta, y yo soy la dueña del cuarto en el que estamos jugando, entiendo desde un lugar distinto a Ken, porque deberíamos tomarnos en serio al personaje que logra convertirse en uno de los antagonistas y de paso, cambia radicalmente nuestra casa de muñecas. 

Ken no es un personaje trascendental para mí en la película, pero creo que entender su lugar marca la diferencia entre Greta y yo. Nadie quería jugar con Ken porque nunca estuvo invitado a nuestras sesiones de juego. De hecho, no sabíamos muy bien qué hacía Ken. Greta tampoco supo. Los Ken tampoco lo saben. Al feminismo, del que es hija Greta tampoco se le ocurre mucho. Y eso, sin duda, no solo es una pregunta feminista, sino existencial y filosófica. ¿Qué sentirá un muñeco tirado y solitario que no sabe para qué existe y que no tiene alguien compasivo que sepa jugar con él? Elegir el camino de la violencia no es algo inteligente que hiciera el Ken de mi cuarto. Posiblemente, lo único que resuelva todo este lío es que por fin exista alguien que se tome en serio jugar con Ken. La historia cambiaría si quien juega con Ken, y que ojalá fuera un niño, entendiera que Ken necesita un poco de respeto y algo más de trabajo en entender qué quiere y cómo se sueña a sí mismo el mundo en el que vive.

Después de ver Barbie me sigo preguntando qué habrá pasado con esa niña que fui, aquella que confiaba tanto en que podría seguir jugando autónomamente, a pesar del mundo que se le venía encima. Jamás pensé que fuera tan necesario situar contextual e históricamente a mi muñeca, es decir, a mí misma. Ahora que lo entiendo mejor, me doy cuenta de que a pesar de lo importante que es para mí contar con el acceso a recursos materiales y simbólicos en medio de la escasez para sobrevivir a este mundo, lo vital es tener a mi alrededor amigas que saben que esta no es una competencia por el consumo de objetos materiales (ropa, carros, casas) o construcciones simbólicas (títulos, reconocimientos públicos o privados). En cambio sí se trata de una posibilidad de sentirnos queridas, aceptadas y reconocidas desde la seguridad y la confianza a pesar o gracias a que somos mujeres, teniendo en cuenta que lo que nos define no son nuestros genitales, nuestras posesiones o nuestra capacidad infinita de consumo.

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Fotografía: Mutante. Matilde Salinas (@matildetil)

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