Por: Adolfo Castañón. 15/12/2023
Por más de una razón, la reciente entrega de este galardón que lleva el nombre de Carlos Fuentes a la escritora, periodista y militante, Elena Poniatowska, no es un hecho que deba pasar inadvertido. La primera es la justicia del merecimiento. La segunda es la afinidad que une las obras y figuras de estos dos altos personajes de la cultura mexicana. La tercera es el hecho social de abrir las puertas de la percepción colectiva a un encuentro amistoso y de estima y admiración mutua que se prolongó a lo largo de décadas. La cuarta es que el Galardón perfila una idea de México y de la cultura mexicana como una de las monedas que permiten la circulación de los bienes imaginarios y culturales. La quinta tiene que ver con la oportunidad con que se da este reconocimiento. Alrededor del premio, se dibujan en la penumbra los premiados precedentes –Mario Vargas Llosa, Eduardo Lizalde, Margo Glantz–, pero también insinúan las siluetas de los amigos, maestros y compañeros de ambos: Alfonso Reyes, Octavio Paz, Fernando Benítez, Carlos Monsiváis, entre otros.
Elena Poniatowska es la autora de dos grandes cuerpos escritos, además de ser ella misma un personaje que ha transformado a la ciudad con sus pasos y entrevistas (¡hasta un vagón del metro lleva su nombre!) De un lado, sus novelas, crónicas y cuentos. Del otro, sus entrevistas. En ambos está presente la oralidad, y en ambos la historia y la política tienen un papel preponderante. Esos valores representan, por otro lado, el combustible que impulsa y da vuelo a las creaciones de la novelista y ensayista. Ambas escritoras son embajadoras de la luz y de la concordia, aunque ambas también busquen comprender lo oscuro.
A Elena Poniatowska se le debe ese relampagueante y telúrico poema coral que es la crónica La noche de Tlatelolco. Crónica multánime, para tomar prestada esa expresión a Carlos Monsiváis, como es polifónica la vertiginosa saga narrativa de Carlos Fuentes, compuesta por un caudal de obras que, como El Canto general de Pablo Neruda, aspiran a medir con sus letras bíblicas la historia no de un continente sino acaso sus alturas y abismos: Los días enmascarados (1954), La región más transparente (1958), La muerte de Artemio Cruz (1962), Aura (1962), Terra nostra (1975), Cristóbal Nonato (1987), El naranjo (1994), La silla del águila (2003).
Elena es la autora de una saga narrativa en la cual se va contando letra por letra la historia del siglo a través de figuras como Jesusa, Tina Modotti, Frida Kahlo, Lupe Marin, entre otros personajes. Es paralelamente la autora de una serie de entrevistas reunidas en los siete volúmenes de Todo México (1991-2002).
En 1958 Carlos Fuentes publicó su novela La región más transparente. Ese mismo año Elena Poniatowska publicaría en la revista Ábside (volumen XX, tomo I), dirigida por Alfonso Junco, tres poemas en la sección “Poetas que surgen”. Transcribo el tercero:
Cuando el día se levanta
siento que no es tan terrible
todo lo que nos pasa…
La vida se nos da de pronto
tan extensa
que podemos perdernos en ella
como niños en el bosque.
Hay tanta luz y tanto aire
en torno de nosotros
que no vale la pena,
en realidad, no vale la pena
sufrir tanto en la noche.
El sol brilla
y nos limpia y nos descubre.
En el fondo,
somos buenas personas,
hombres, casi,
de buena voluntad…
Y el gran perdón vuela en el aire
como una paloma universal
y complaciente.
Como si fuese un presagio, otro de los poetas que ahí aparecen es el periodista Vicente Leñero, nacido en 1933, y, en cierto modo, su semejante fraterno. Es cierto que Elena Poniatowska no volvería a escribir poemas. También es cierto que la poesía y los poetas no dejarían de atraerla a lo largo de su obra, en particular pienso en Octavio Paz, con quien lo ligó una sólida amistad, como consta por su libro Las palabras del árbol (1998).
Carlos Fuentes y Elena Poniatowska comparten, además de la vocación, un horizonte literario, político y moral. Eso no significa que estuviesen siempre de acuerdo, pero coincidían, con Alfonso Reyes y Octavio Paz, en que el cuidado del lenguaje y de las palabras tiene una dimensión ética.
En “Un recuerdo de Carlos Fuentes”, Elena habla del autor de los días de éste: “Don Rafael Fuentes me comentó: ‘Antes era yo el señor embajador, ahora soy el papá de Carlos Fuentes’. Aquí mismo quisiera dejar constancia de lo mucho que Fuentes amó a su padre” (La Jornada, 12 de noviembre de 2023). En el libro En esto creo, el novelista deja un noble testimonio de la alta estima y amistad que le profesaba a su padre. No resisto la tentación de transcribir esas páginas admirables para saludarlo a él, a su amiga y compañera y, sobre todo, para inclinarme ante la vasta fronda de esos árboles:
En cambio, mi padre, Rafael Fuentes Boettiger, dejó atrás la provincia de su infancia y juventud para atender una vocación que le animaba desde que, de niño, iba con mi abuelo a recibir el paquebote. Lector precoz, desde la infancia tendía a escenificar sus lecturas, apropiándose del papel de D’Artagnan en adaptaciones representadas en el vasto gimnasio del banco en Veracruz. A los trece años, como cadete de la preparatoria militarizada de Jalapa, partió a Veracruz en defensa del puerto invadido por los “marines” norteamericanos. No llegó muy lejos; la ocupación se consumó velozmente. Tampoco llegó lejos cuando a los diecinueve años decidió unirse a la compañía teatral de Fernando Soler y Sagra del Río, saliendo de Jalapa a escondidas. Mi abuelo lo esperaba en la estación de Córdoba y lo bajó del tren de una oreja.
Joven abogado y maestro en la facultad de derecho de la universidad veracruzana, a los veinticinco años, mi padre ingresó al Servicio exterior mexicano como abogado de la Comisión de reclamaciones México-Norteamericana, creada para atender las quejas de ciudadanos de los Estados Unidos afectados por los actos de guerra en la frontera norte. Conoció a mi madre en uno de esos viejos y añorosos tranvías amarillos que entonces surcaban la ciudad de México, se casaron y salieron al primer puesto diplomático en Panamá, donde yo nací nueve meses después, el 11 de noviembre de 1928.
Formamos una familia feliz. A los ojos de Tolstoi, pues, no una familia demasiado interesante. Pero ¿quién quiere ser interesante al precio de ser infeliz? Mi hermana Berta nació en México en 1932 y pasamos la infancia en las embajadas de México en Washington, Santiago de Chile y Buenos Aires. Seguramente nos unió la vida andariega y mutante de la diplomacia –“gitanos con frac”, decía mi padre– pero, sobre todo, el ambiente de mutuo respeto y constante cariño de nuestra vida en común. Alfonso Reyes dejó testimonio de mi padre: “Era un hombre esencial, sin espuma”. Ese hombre sin espuma llegó un día a la embajada de México en Río de Janeiro y encontró al máximo escritor mexicano contestando oficios, descifrando cables y archivando recortes. “Yo me ocupo de la oficina, don Alfonso”, le dijo mi padre. “Usted dedíquese a escribir.” Con otro gran embajador, Francisco Castillo Nájera, enviado del gobierno cardenista en Washington, mi padre afinó su extraordinaria disciplina de trabajo y atención al detalle, cualidades que lo distinguieron durante sus años al frente del Protocolo en la Secretaría de relaciones exteriores y luego embajadas en Panamá, La Haya, Roma y Lisboa. Dejar la diplomacia, jubilado, lo mató. Buscaba, retirado en México, su chofer, sus informes, su agenda diplomática diaria. Sin todo ello, se fue apagando, desconcertado, con una conmovedora mirada de ausencia y nostalgia.
Le debo mi información literaria básica. Su impulso, su tácito homenaje a la promesa incumplida del hermano muerto, me movieron desde niño. Era un hombre de humor, de ternura y puntualidad: buen ejemplo, buena muestra.1
En su bien armada “Laudatio” a Elena Poniatowska el historiador y ensayista Javier Garciadiego, al contrastar sus cualidades con las de Carlos Fuentes, cuyo nombre lleva el galardón auspiciado por la Secretaría de Cultura del Gobierno de México y la Universidad Nacional Autónoma de México, destaca el paralelo de que ambos autores son como los muralistas de la literatura mexicana.2 Aunque habría que matizarlo, el paralelo es acertado. El otro punto que resalta es el de la figura de Elena Poniatowska como una entrevistadora excepcional. Lo es, sin duda. Su figura como periodista inquisitiva y mujer de diálogo intelectual sólo cabría compararla con la de Jean Daniel en Francia, Oriana Fallaci en Italia, Juan Cruz en España y, entre nosotros, Cristina Pacheco.
Volviendo a la afortunada comparación que hace Javier de Fuentes y Poniatowska como muralistas, pensaría que justamente las novelas de Elena forman parte de ese panoscopio literario que, junto con sus entrevistas, ha tratado de armar con la historia reciente de México, sin olvidarse a sí misma de paso en esas recapitulaciones. Carlos Fuentes sería, desde mi parecer, un virtuoso del muralismo que lo mismo puede llevarnos de la mano con La región más transparente al estilo de un mural de Diego Rivera, que darse el lujo expresionista como en La muerte de Artemio Cruz o en Terra nostra, digno de un José Clemente Orozco, o en Cristóbal nonato, una explosión comparable a David Alfaro Siqueiros… Pero Elena es también capaz de recreaciones épicas como las de su libro sobre Tina Modotti o el libro sobre los ferrocarrileros, obra ésta última que la pone en diálogo abierto con Fernando del Paso, cuya desaparición hace cinco años se recuerda ahora. A Javier Garciadiego, lo subrayo, no le ha sido ajena la lectura de Plutarco, cuyas enseñanzas no parece haber desaprovechado.
A Elena Poniatowska se debe una de las entrevistas más acuciosas que se han hecho a Carlos Fuentes, la incluida en ¡Ay vida, no me mereces!, titulada “¡Si tuviera cuatro vidas, cuatro vidas serían para ti!” (Joaquín Mortiz, octubre de 1985). Releyendo ahora esa entrevista a la luz del galardón, tengo la sensación de que el proyecto literario de Elena Poniatowska se alza como un espejo no enterrado del proyecto novelístico de Carlos Fuentes, como si a la comedia mexicana de éste se opusieran la estrella de siete puntas de Todo México y, desde luego, sus novelas.
1 En esto creo, México, Seix Barral, Biblioteca Breve, 2002, p. 77-78.
2 Javier Garciadiego, “Carlos Fuentes y Elena Poniatowska”, discurso leído durante la entrega del premio, publicado en Crónica, 13 de noviembre de 2023 (https://www.cronica.com.mx/cultura/carlos-fuentes-elena-poniatowska.html)
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Fotografía: La santa critica