Por: Bernardo Gutiérrez. 27/10/2024
El presidente brasileño ha estabilizado la economía, controla el Congreso y goza de popularidad, pero el bolsonarismo resiste
El viernes 30 de junio, día en el que Jair Bolsonaro fue inhabilitado políticamente por ocho años, las redes sociales se llenaron de memes conmemorativos. La palabra sextou, que hace referencia al espíritu de fin de semana de la sexta-feira (viernes en portugués), flotaba sobre imágenes festivas o de montajes con un Bolsonaro humillado.
La condena del Tribunal Superior Electoral (TSE) contra el expresidente parecía la consecuencia lógica del clima de restauración democrática que sucedió a los ataques golpistas del 8 de enero. Paradójicamente, aquella jornada fatídica para la democracia brasileña ha facilitado la contundencia de los tres poderes. Lula destituyó a altos cargos del ejército y de los servicios de inteligencia. A mediados de septiembre, el Supremo Tribunal Federal (STF) condenó a 17 años de cárcel al primer acusado del 8 de enero, confirmando la línea dura de la justicia contra los actos golpistas. Por su parte, el Congreso aprobó el procesamiento criminal de Jair Bolsonaro, militares afines y ex ministros.
La impunidad de la que gozó Jair Bolsonaro mientras gobernó el país se terminó. Además, su popularidad está mermada por múltiples casos de corrupción, especialmente el escándalo de apropiación de las joyas regaladas por jeques saudíes. Bolsonaro, que apenas se vio afectado por los procesos contra su gestión de la pandemia, ha acusado el golpe por de haber sustraído joyas pertenecientes al Estado brasileño. El rodillo judicial acorrala a su familia, incluida a su mujer Michelle. Y ha empujado a Mauro Cid, el teniente coronel que estaba a su servicio, a firmar un acuerdo de colaboración con la Policía Federal (PF) a cambio de reducción de pena. Las declaraciones de Cid involucran directamente a Bolsonaro en la redacción de un documento de golpe de Estado, algo que complica aún más el futuro del ex mandatario.
Desandar el bolsonarismo
En febrero, el periódico Folha de S. Paulo concluía que el primer mes del gobierno Lula había sido más de izquierda que el de su primer mandato en 2003. Tras una heterodoxa toma de posesión, Lula apostó por cuadros históricos del Partido dos Trabalhadores (PT) para los cargos más relevantes de su gobierno y de empresas públicas. Por otro lado, la Operación Liberación para retirar a los garimpeiros (buscadores de oro ilegales) de las reservas indígenas Yanomami hizo subir las expectativas de las izquierdas. Sin embargo, Lula, que tiene fuerzas conservadoras dentro de su gobierno, ha apostado por una real politik sin grandes medidas progresistas para tranquilizar a los poderes fácticos y a la oposición, algo que frustra a su base electoral.
Lula ha conseguido controlar el Congreso. Pero ha pagado un precio
Lula está priorizando restaurar programas sociales eliminados o disminuidos por Bolsonaro. El gobierno ha relanzado Minha Casa Minha Vida (construcción de viviendas sociales), el histórico Bolsa Familia que sacó a millones de brasileños de la miseria, el programa Mais Médicos (contratación de médicos en regiones remotas) o la Ley Paulo Gustavo vetada por Bolsonaro (apoyo a la cultura), entre otras cosas. Para ir desarmando el legado bolsonarista, Lula firmó un decreto que tumba la flexibilización del uso de armas y adoptó diversas medidas de apoyo a la conservación ambiental, la educación superior y la investigación científica. La retomada del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología aparca el negacionismo de la era Bolsonaro. El lanzamiento del Programa de la Aceleración del Crecimiento (PAC 2), una de las señas de identidad de los anteriores gobiernos del PT, criticado por su carácter desarrollista, abunda en el pragmatismo de un ejecutivo encorsetado por un Congreso y un Senado conservadores.
Congreso hostil
A finales de mayo, el gobierno Lula estuvo a punto de recibir un golpe letal: una Medida Provisional cocinada en el Congreso restaba atribuciones al Ministerio de Medio Ambiente y el Cambio Climático y retiraba la potestad de declarar tierras indígenas al recién creado Ministerio de los Pueblos Indígenas. La medida contenía una auténtica bomba de relojería, bordeando la ilegalidad, para desmantelar el poder político del gobierno. A Lula no le quedó más remedio que negociar con el presidente de la mesa del Congreso, el conservador Arthur Lira, artífice del jaque al ejecutivo. El chantaje era explícito: Lira exigía más presupuesto público para los diputados (en la línea del tan criticado “presupuesto secreto” de la era Bolsonaro) y más cargos políticos para el centrão (la oportunista bancada de diputados conservadores que se alía al mejor.
Desde entonces, el presidente ha trabajado para abrir espacio a fuerzas del entorno de Arthur Lira. En enero, Lula ya había incorporado a su gobierno a partidos centristas (como el Movimento Democrático Brasileiro (MDB) o el Partido Social Democrático (PSD) e incluso derechistas, como União Brasil, partido del ex juez Sérgio Moro que trabajó para su ingreso en la cárcel. En los últimos meses, Lula ha entregado ministerios a Republicanos (vinculado a la iglesia evangélica) y el Partido Progresista (PP, fuerza política de Arthur Lira), para ganarse sus votos.
El resultado: un año después de la apretada derrota electoral de Jair Bolsonaro, Lula controla el Congreso. Tras meses de tensa negociación, el presidente ha conseguido que los diputados de 24 de los 27 estados de Brasil apoyen las medidas de su gobierno, pero ha pagado un precio.
Lula tiene por delante el complejo desafío de poner en marcha políticas de izquierda mientras cierra acuerdos con las fuerzas conservadoras
No obstante, a pesar de las alianzas tejidas por Lula, el equilibrio político de Brasil no está garantizado. La inédita complicidad del Supremo Tribunal Federal (STF) con las políticas públicas del gobierno tampoco es suficiente. El legislativo ha lanzado una verdadera guerra contra los poderes ejecutivo y judicial.
La aprobación en el Senado del Marco Temporal, que decreta ilegales las tierras indígenas que no estuvieran ocupadas antes de la promulgación de la Constitución de 1988, es el mayor ejemplo de una revuelta del legislativo de resultado imprevisible. El Senado aprobó el Marco Temporal justo un día después que el STF declarase la ley inconstitucional, toda una señal de fuerza. El mismísimo Lula tuvo que vetar con posterioridad el texto, que está siendo reescrito en el Congreso y ya es un gran dolor de cabeza para el gobierno.
Aprobación de Lula y polarización
En medio del naufragio de la familia Bolsonaro, la figura de Lula mantiene una popularidad alta. El control de la inflación (en torno al 5%) y de la economía (se espera que el crecimiento del PIB se sitúe en torno al 3% al final de año) brinda un inesperado balón de oxígeno para Lula.
El 54% de los brasileños aprueba la gestión del presidente, frente a un 42% que la suspende, según la encuesta de Quaest de octubre, y el 25% de los electores que votaron a Bolsonaro en el segundo turno de 2022 aprueba la gestión de Lula. Las encuestas arrojan también algunas sorpresas negativas. Los viajes de Lula al exterior, una de las banderas de un gobierno que presume de haber vuelto al mundo, parecen estar siendo contraproducentes. El 55% de los brasileños opina que Lula viaja demasiado y el 60%, que los viajes no traen buenos resultados.
Además, la guerra de Gaza ha salido al auxilio de la familia Bolsonaro. La extrema derecha brasileña, relacionando a Lula y a la izquierda con el ataque de Hamás, ha resucitado una guerra cultural contra las supuestas fuerzas del mal que presuntamente amenazan Occidente. Un año después de la derrota de Jair Bolsonaro, la polarización política permanece muy viva en Brasil. La última encuesta Datafolha revela que el 29% de los entrevistados se declara petista convicto, mientras que un 25% de identifica con la línea dura del bolsonarismo. Lula tiene por delante el complejo desafío de poner en marcha políticas de izquierda mientras cierra acuerdos con las fuerzas conservadoras de las que depende su gobierno.
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Fotografía: Open democracy.
Luiz Inácio Lula da Silva mantiene una importante popularidad, pero su acercamiento al centro puede complicar sus ambiociones | Andressa Anholete/Bloomberg via Getty Images