Por: Conversación sobre historia. 31/05/2025
El silencio no detiene la ocupación y el genocidio de Gaza
Conversación sobre la historia
¿Quién dice que no puede pasar aquí? 50 años de lucha de clases desde arriba nos han dado a Trump
[Se reproduce a continuación el discurso pronunciado por el historiador radical norteamericano Harvey J. Kaye en la Universidad Autónoma de Barcelona el pasado día 31 de marzo de 2025. Sus palabras sintonizan bien con las movilizaciones de cientos de miles -a veces millones- de personas que se manifiestan a lo largo y ancho de EEUU contra el trumpismo. SP]
Harvey J. Kaye*
Tras las elecciones estadounidenses de 2016, escribí un artículo titulado “¿Quién dice que no puede pasar aquí?”. Comenzaba con estas palabras: “La candidatura de Donald Trump, y ahora su presidencia, han resucitado un discurso público que no se escuchaba en este país desde la Gran Depresión: un discurso lleno de ansiedad sobre la posible victoria de un régimen autoritario de tintes fascistas sobre la democracia liberal en Estados Unidos. Es un temor que el popular escritor Sinclair Lewis convirtió en una novela bestseller de 1935 titulada It Can’t Happen Here — aunque, según lo narró el propio Lewis, claro que podía pasar en los Estados Unidos.
Sin embargo, no pasó… Al menos no pasó entonces, ni pasó tampoco en 2017. Pero está pasando ahora. ¿Por qué? Las respuestas son variadas. Periodistas, editorialistas y demasiados académicos –muchos de los cuales son en realidad demócratas liberales y progresistas– afirman que esto se debió, o bien al fracaso del Partido Demócrata a la hora de comunicar eficazmente qué estaba sucediendo con la economía, o bien al racismo, sexismo y los bajos niveles culturales de la clase trabajadora. Ignoran que la creación de la “crisis de la democracia” comenzó hace cinco décadas, en los 1970s.
Lo que los estadounidenses nunca escuchan en los medios de comunicación convencionales es alguna referencia a las campañas de guerra de clases que durante 50 años han llevado a cabo las élites corporativas, los conservadores y los neoliberales contra los logros democráticos de lo que podríamos llamar la Larga Era de Roosevelt, que se extiende desde la década de 1930 hasta la de 1960. Los estadounidenses nunca oyen hablar de cómo esas fuerzas subordinaron el bien público a la codicia privada; atacaron los derechos duramente conquistados por los trabajadores, las mujeres y las personas racializadas; enriquecieron a los ricos a expensas de todos los demás; vaciaron las industrias e infraestructuras del país; provocaron una recesión devastadora y una recuperación lánguida; y llevaron al medio ambiente al borde del colapso.

Así que planteo dos preguntas. Primero, ¿por qué no ocurrió en la década de 1930? Y segunda, ¿por qué está ocurriendo ahora en 2025? Las respuestas cortas son: primero, no ocurrió entonces porque en 1932 los votantes estadounidenses eligieron al demócrata Franklin Delano Roosevelt como presidente y, con ello, iniciaron las décadas más progresistas de la historia de Estados Unidos (la Larga Era de Roosevelt). Segundo: está ocurriendo ahora porque, a principios de la década de 1970, las élites corporativas, los conservadores y los neoliberales dieron comienzo a lo que se convirtió en una guerra de clases desde arriba que ha durado 50 años, dirigida contra los logros democráticos de esa Larga Era (es decir, una guerra de clases contra los derechos arduamente conquistados por la clase trabajadora en toda su diversidad estadounidense…).
Todo lo cual plantea una tercera pregunta crítica: ¿Qué debería enseñarnos, a los demócratas y otros estadounidenses antifascistas, la respuesta a la primera pregunta sobre cómo hacer frente a la respuesta de la segunda pregunta?
Podemos empezar por aquí: popularmente conocido como “FDR”, Roosevelt era, en esencia, un aristócrata estadounidense. A pesar de ello, rechazó la sociedad de la Edad Dorada (Gilded Age) con su concentración cada vez mayor de riqueza y poder y sus crecientes desigualdades extremas entre ricos y pobres. Lo hizo porque ese orden estaba negando a la gran mayoría de los estadounidenses la promesa revolucionaria de la nación: “el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”, así como les negaba un gobierno democrático del “We the People”.
FDR había entrado en política en 1910 como un reformista progresista. Sin embargo, durante los siguientes 20 años, se convirtió no solo en un liberal en el sentido estadounidense sino en un socialdemócrata y, hasta cierto punto, en un radical (¡aunque nunca utilizó ninguno de esos términos para describirse a sí mismo!).
Durante mucho tiempo estuvo preocupado por lo que pudieran hacerle los gobiernos conservadores a Estados Unidos… A la sombra de la peor catástrofe económica y social en la historia del país, temía sinceramente que esto condujera a algún tipo de autoritarismo. Pero Roosevelt conocía la historia estadounidense y reconoció cómo generaciones anteriores habían hecho frente y habían superado crisis nacionales cruciales –en la Revolución Americana de la década de 1770 y la Guerra Civil de la década de 1860– de una forma que transformó radicalmente el país. Con esa historia en mente, escribió en 1930: “No albergo duda alguna de que ya es la hora de que nuestro país se vuelva bastante radical durante al menos una generación”.

En su campaña de 1932 contra el presidente en funciones, el republicano conservador Herbert Hoover, FDR proyectó un New Deal que incluía una impresionante gama de políticas e iniciativas diseñadas no solo para combatir la Depresión, sino también para empoderar al pueblo trabajador con seguridad económica y libertad. Como diría: “Los hombres necesitados no son hombres libres”. De hecho, propuso de forma audaz una Declaración de Derechos Económicos para redimir y renovar la promesa de la Declaración de Independencia. En su opinión la única manera de asegurar y sostener verdaderamente la vida democrática estadounidense es mejorarla progresivamente.
Y eso fue exactamente lo que él y una nueva generación de estadounidenses hicieron. No se limitaron a rechazar el autoritarismo. Mejoraron de forma extraordinaria el estado económico y físico de la nación y, al mismo tiempo, ensancharon radicalmente la libertad, la igualdad y la democracia estadounidenses. Es más, alentados por el propio FDR, los trabajadores no solo participaron en las operaciones del New Deal, sino que se organizaron, se manifestaron, realizaron huelgas y, de hecho, empujaron a FDR a ir más allá de lo que él mismo podía haber planeado: juntos pusieron en marcha transformaciones revolucionarias en el gobierno y la vida pública de Estados Unidos.
Considérese lo siguiente: sometieron al capital a la regulación pública y aumentaron los impuestos a los ricos; otorgaron por ley al gobierno el poder para atender las necesidades de los trabajadores y los pobres (lo que incluía avanzar hacia una democracia industrial); se organizaron y, por millones, se afiliaron a sindicatos, campañas de consumidores y organizaciones por los derechos civiles para luchar por sus derechos y hacer avanzar el “nosotros” en “We the People”; establecieron un sistema de Seguridad Social; construyeron escuelas, bibliotecas, oficinas de correos, parques y áreas de juego en todo el país; ampliaron enormemente la infraestructura pública nacional con nuevas carreteras, puentes, túneles y presas (que proporcionaron energía eléctrica a casi un millón de granjas); repararon y mejoraron el paisaje y el medio ambiente; y cultivaron con energía las artes dando una nueva forma a la cultura popular.

Todo ello enojó seriamente a los capitalistas y llevó a los hombres más ricos de Estados Unidos a organizar la Liberty League y gastar grandes sumas de dinero tratando de retratar a FDR como un comunista para evitar su reelección en 1936. Fracasaron rotundamente a la hora de conseguir apoyo popular. Pero Roosevelt no ignoró sus esfuerzos. En una famosa declaración sostuvo: “Bienvenido sea su odio”. De hecho, al aceptar la nominación de su partido para un segundo mandato, pronunció el discurso más radical en la historia presidencial estadounidense. Hablando ante una multitud de 100,000 personas en un estadio y millones más que le escuchaban a través de la radio nacional, dijo: “Estos monarcas económicos se quejan de que buscamos derrocar las instituciones de Norteamérica. De lo que se quejan realmente es de que buscamos quitarles el poder. Nuestra lealtad a las instituciones estadounidenses nos exige derrocar este tipo de poder”.
Me apasiona absolutamente este discurso –y a la clase trabajadora estadounidense le apasionaba FDR–. Un obrero textil del sur habló en nombre de la mayoría de su clase cuando escribió a Roosevelt diciendo: “(Usted es) el primer hombre en la Casa Blanca que entiende que mi jefe es un hijo de puta”. Aun así, FDR se tomó en serio la amenaza antidemocrática. En un discurso retransmitido por radio en 1938 advirtió: “Hasta el día de hoy, el fascismo y el comunismo –y el republicanismo conservador de la vieja escuela– no son amenazas para la continuidad de nuestro sistema de gobierno. Pero me atrevo a hacer la siguiente afirmación que plantea un desafío: si la democracia estadounidense deja de avanzar como una fuerza viva, buscando día y noche mejorar la suerte de nuestros ciudadanos por medios pacíficos, entonces el fascismo y el comunismo, ayudados, quizás inconscientemente, por el republicanismo conservador de la vieja escuela, echarán fuertes raíces en nuestra tierra…”.
Es cierto: FDR y aquellos a quienes los estadounidenses llegarían a conocer como la “Generación Grandiosa” [Greatest Generation] dejaron mucho por hacer –especialmente en lo que respecta a la raza y el género–. Pero se habían preparado para derrotar al fascismo en el extranjero en la década de 1940 y aprendieron a reconstruir democráticamente la nación.
Es más, el auge democrático de la década de 1930 no cesó durante los años de guerra. Los estadounidenses continuaron organizándose y afiliándose a sindicatos, campañas de consumidores y organizaciones por los derechos civiles. Alentado por todo lo que habían logrado, Roosevelt llamó a los estadounidenses a imaginar una América y un mundo caracterizados por cuatro libertades fundamentales (las Four Freedoms): libertad de expresión, libertad de culto, libertad frente a la necesidad y libertad frente al miedo, que se convirtieron en el lema del esfuerzo bélico.

Y en su discurso sobre el Estado de la Unión de 1944, expresó las aspiraciones para la posguerra de sus conciudadanos proponiendo una Declaración de Derechos Económicos que incluyera: el derecho a un empleo con salario digno, a una vivienda confortable, a la atención médica, a una buena educación, al ocio y a la protección económica durante la enfermedad, la vejez y el desempleo. Estas propuestas fueron asumidas con entusiasmo por el movimiento obrero.
Pero Roosevelt no dio por sentado que fuese fácil conseguir todo esto. Pensando en los magnates empresariales, predijo la probabilidad de una feroz “reacción derechista”. Y procedió a advertir –con palabras que deberían resonar hoy con fuerza entre los estadounidenses–:
“si tal reacción llegara a desarrollarse, si la historia se repitiera y volviéramos a la llamada ‘normalidad’ de los años 20, entonces es seguro que aunque hayamos conquistado a nuestros enemigos en los campos de batalla en el extranjero, habremos cedido al espíritu del fascismo en casa”.
FDR ganó un cuarto mandato presidencial en noviembre de 1944, pero falleció en abril de 1945. Aun así, la Era de Roosevelt no llegó a su fin. Por mucho que los capitalistas, los republicanos y los demócratas del sur aprovecharan la Guerra Fría para obstaculizar el avance de la democracia y la socialdemocracia, una generación de estadounidenses (y sus hijos) no olvidarían lo que habían logrado. En la década de 1960, los estadounidenses fueron testigos de un nuevo auge democrático que desafió todos los aspectos de la vida nacional.

Impulsado por el activismo resurgente –e inspirado por el Nuevo Trato de FDR y su visión de las Cuatro Libertades y la Declaración de Derechos Económicos– el presidente Lyndon Johnson hizo un llamado a construir una “Gran Sociedad” y una “Guerra contra la Pobreza”. Un Congreso liberal, liderado por veteranos de la Generación Grandiosa, se movilizó para mejorar la vida democrática estadounidense. El Congreso aprobó leyes históricas sobre derechos civiles, derecho al voto y vivienda justa, así como una reforma importante a la ley de inmigración del país. También convirtió la atención médica en un derecho para los ancianos y los pobres, amplió significativamente las oportunidades educativas para niños y jóvenes, y promulgó leyes y creó agencias para limpiar y hacer más seguros el medio ambiente, los mercados locales y los lugares de trabajo (EPA, OSHA, CPSC).
Al mismo tiempo, la Corte Suprema fortaleció el principio constitucional de la separación entre la Iglesia y el Estado y se implicó en la liberación de las mujeres para que pudieran tener control sobre sus propios cuerpos. Además, muchos gobiernos estatales no solo construyeron nuevas escuelas y universidades, sino que también, en los estados del norte y del oeste, expandieron la democracia industrial al otorgar derechos de negociación colectiva a los trabajadores del sector público.
Por eso no ocurrió entonces… Pero veamos qué está ocurriendo ahora.
Todo lo que hemos visto hasta aquí aterrorizó a los supremacistas blancos del sur, a los conservadores políticos y religiosos, y a los grandes empresarios. A principios de la década de 1970 comenzaron a movilizarse no solo para contrarrestar el auge democrático, sino también para revertir los logros democráticos de la Era de Roosevelt. Aunque la derrota en Vietnam, el embargo petrolero árabe y una recesión económica inquietaron a los estadounidenses, las encuestas mostraban que seguían comprometidos con los ideales socialdemócratas. De hecho, los trabajadores estaban llevando a cabo huelgas en una escala no vista desde finales de los años 40. Y sin embargo, no solo el Partido Demócrata no logró movilizarlos; los políticos demócratas más jóvenes y emergentes –que pronto serían conocidos como “neoliberales”– estaban abandonando la tradición de FDR y la coalición del New Deal con la idea de atraer a sectores de cuello blanco, mujeres y minorías. Mientras tanto, los ejecutivos corporativos –que ya se sentían asediados por las agencias federales y los sindicatos– estaban experimentando un “estrangulamiento de los beneficios” [profit squeeze] debido a la aparición de competencia extranjera (especialmente de Alemania y Japón).

Esto llevó a algunas figuras clave a llamar a sus compañeros de clase para que despertaran, se unieran y lanzaran lo que el politólogo marxista británico Ralph Miliband llamaría una “guerra de clases desde arriba”. Una guerra dirigida contra la regulación gubernamental, los impuestos, los sindicatos y lo que denominaban la “cultura de la protesta” [adversary culture] de los grupos ecologistas y de derechos del consumidor, los estudiantes universitarios, los medios de comunicación y los intelectuales académicos. Pronto las organizaciones empresariales como la National Association of Manufacturers, la Cámara de Comercio de EE. UU., Business Roundtable y la Comisión Trilateral (cuyos miembros incluían a los futuros presidentes, el republicano George H. W. Bush y el demócrata Jimmy Carter) emprendieron grandes campañas de publicidad, de relaciones públicas y de lobbying exigiendo la desregulación económica, así como la reducción de impuestos y del tamaño del gobierno, todo en nombre de la “libre empresa”.
En paralelo, trataron no solo destruir el movimiento obrero por medios legales e ilegales (empleando para ello a consultores y abogados especializados en destruir sindicatos), sino que además invirtieron en centros de estudios proempresariales, financiaron intelectuales públicos conservadores y respaldaron económicamente a políticos proempresariales de los dos grandes partidos. Los reaccionarios superricos financiaron esfuerzos para movilizar a los trabajadores blancos con campañas de “ley y orden”, y para movilizar a los evangelistas cristianos en torno a temas considerados como “guerras culturales” como el aborto.
Por si no fuera suficiente, los capos empresariales comenzaron a trasladar sus operaciones económicas al sur del país y al extranjero para evitar regulaciones estatales, impuestos y salarios sindicales. Las comunidades sufrieron, se rompieron los sindicatos, y los salarios y las prestaciones fueron congeladas, reducidas o sencillamente eliminadas. Para intentar sobrevivir, los trabajadores –que obviamente no tenían voto sobre sus salarios– empezaron a votar cada vez más a políticos conservadores que prometían reducirles los impuestos. Los sindicatos y los grupos ecologistas y por los derechos del consumidor buscaron defender y ampliar los logros democráticos, pero el presidente demócrata Jimmy Carter pidió “austeridad” y reclamó liberar a las empresas de restricciones, dándole la espalda a aquellos movimientos mediante el recorte de programas gubernamentales, bajadas de impuestos y desregulaciones al capital. Y con ello, preparando, en efecto, el camino para la presidencia republicana de Ronald Reagan y la era del neoliberalismo.

La historia de las décadas siguientes es la de una continua guerra de clases desde arriba y la historia del avance del neoliberalismo. Por supuesto, era algo esperable por parte del capital y de los republicanos conservadores. Pero lo que había comenzado Carter, Bill Clinton, el siguiente presidente demócrata, lo continuó agresivamente. También él traicionó al movimiento obrero al presionar al Congreso para aprobar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), que devastó aún más la manufactura estadounidense en los estados del norte. Y eso fue solo el comienzo. Desreguló la industria de las comunicaciones, promulgó una ley de encarcelamiento masivo, acabó con “la asistencia social tal como la conocíamos” la ayuda a familias con hijos dependientes, que había comenzado con FDR), y desreguló aún más la banca.
Cuando el siguiente presidente demócrata, Barack Obama, ganó la Casa Blanca en 2008, no solo no luchó por la Employee Free Choice Act que habría facilitado enormemente la organización sindical. También evitó enjuiciar a los banqueros de Wall Street por los posibles crímenes que condujeron a la Gran Recesión de 2008-2009; e impulsó una ley de salud, Affordable Care Act, que otorgó enormes concesiones y beneficios a las industrias farmacéutica y de seguros. Incluso intentó sacar adelante un proyecto de ley para crear una Asociación Transpacífica de Libre Comercio.
Mientras ocurría todo esto, los tremendamente bien financiados guerreros de la clase alta impulsaron sus agendas a nivel estatal. En estado tras estado, han actuado para anular o eludir el derecho de la mujer a decidir, promulgando leyes destinadas a hacer que el acceso al aborto sea casi imposible. En estado tras estado, los republicanos han tratado de suprimir el voto de personas de color, de los pobres y de los estudiantes mediante la implementación de leyes de identificación de votantes. Y, tras años de intentos, finalmente lograron que una Corte Suprema conservadora desmantelara la Ley de Derecho al Voto de 1965. En estado tras estado, empresarios y ricos conservadores han aplastado a los sindicatos y han suprimido con eficacia la voz de los trabajadores mediante la promulgación de las llamadas leyes de “derecho al trabajo” (e incluso, como en Wisconsin en 2011, revocando los derechos de negociación colectiva de los empleados públicos).

Hemos conocido movimientos desde abajo, como el Wisconsin Rising, el Occupy, The Fight for $15, el Moral Monday Movement, las campañas contra el fracking y para bloquear los oleoductos, el Black Lives Matter o las huelgas estatales de maestros. Pero estos movimientos no lograron obtener el apoyo activo del Partido Demócrata. En 2015, una importante encuesta de opinión mostró que la mayoría de los estadounidenses querían un cambio radical. Sí, un cambio radical. Pero el Partido Demócrata, tanto en 2016 como en 2020, encontró formas de negar la nominación a su candidato más progresista, Bernie Sanders. Sinceramente, creo que Bernie podría haber vencido a Donald Trump en ambas ocasiones.
Los resultados electorales de esos años demostraron que la clase trabajadora no solo estaba enojada, sino verdaderamente harta del Partido Demócrata. Por eso está ocurriendo ahora.
Las encuestas muestran continuamente que los trabajadores quieren lo que FDR propuso en 1944… Pero ninguno de los dos partidos responde a sus aspiraciones. Mientras el Partido Republicano ha sabido apelar y movilizar la ansiedad y la ira de la clase, los Demócratas se han dirigido a las preocupaciones de los profesionales de cuello blanco y de las clases medias-altas, y se han arrodillado ante las demandas de sus donantes ricos.
Ya hemos soportado cincuenta años de autoritarismo creciente, y bien podríamos ahora sufrir un régimen de corte fascista porque los Demócratas –el antiguo partido de FDR y de la clase trabajadora– han olvidado sus palabras de 1938: “Hasta el día de hoy, el fascismo y el comunismo –y el republicanismo conservador de la vieja escuela– no son amenazas para la continuidad de nuestro sistema de gobierno. Pero me atrevo a hacer la siguiente afirmación que plantea un desafío: si la democracia estadounidense deja de avanzar como una fuerza viva, buscando día y noche mejorar la suerte de nuestros ciudadanos por medios pacíficos, entonces el fascismo y el comunismo, ayudados, quizás inconscientemente, por el republicanismo conservador de la vieja escuela, echarán fuertes raíces en nuestra tierra…”.
Entonces… ¿Qué debería enseñarnos, a los demócratas y otros estadounidenses antifascistas, la respuesta a la primera pregunta (por qué no ocurrió en los años 30) sobre cómo hacer frente a la respuesta de la segunda pregunta (por qué está ocurriendo ahora)? Debería enseñarnos que la única manera de enfrentar una crisis nacional de esta envergadura, y la única manera de salvar la democracia de Estados Unidos, es hacer lo que hicieron las generaciones anteriores de estadounidenses: actuar para mejorar radicalmente la libertad, la igualdad y la democracia estadounidenses.
Gracias…
[Fotografía de Ana Sánchez]
*Harvey J. Kaye Veterano historiador y sociólogo americano. Es el Ben & Joyce Rosenberg Professor of Democracy and Justice Studies en la Universidad de Wisconsin. Conocido en el mundo hispanohablante por sus obras sobre la historiografía marxista británica (“Los historiadores marxistas británicos. Un análisis introductorio”, 1984 y “La educación del deseo. Los marxistas y la escritura de la historia”, 1992), es también autor de multitud de artículos y libros, entre ellos “Thomas Paine and the Promise of America” (2005), “The Fight For The Four Freedoms: What Made FDR And The Greatest Generation Truly Great” (2014) o “Take Hold of Our History: Make America Radical Again” (2019).
Fuente: Sin Permiso, 9 de mayo de 2025
Traducción: Julio Martínez-Cava
Portada: Protesta contra Donald Trump en 2017, durante su primer mandato como presidente (foto: Michael Nigro/Pacific Press/LightRocket)
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Fotografía: Conversación sobre historia