Por: Giorgio Agamben. 05/05/2023
I. Tipo
En sus Notas a los cuadros parisinos de Baudelaire, escritas en francés en los últimos años de su exilio en París, Benjamin evoca una «pesadilla» familiar para cualquiera que haya podido experimentar la multitud en una ciudad moderna: «Ver los distintos rasgos que, en principio, parecen garantizar la unicidad, la individualidad estricta de un personaje, revelarse como los elementos constitutivos de un nuevo tipo, que establecería una subdivisión nueva. El individuo presentado así en su multiplicación como siempre idéntico sugiere la angustia que experimenta el citadino de ya no poder, a pesar de la puesta en marcha de las más excéntricas singularidades, romper el círculo mágico del tipo».
Si consideramos exacta la descripción de Benjamin, y si aceptamos el diagnóstico según el cual el hombre moderno habría entrado definitivamente en el «círculo mágico del tipo», no podemos evitar la consecuencia: aquí hay una mutación esencial, que concierne al principio de individuación de la especie humana. La individuación, que procede del género al individuo, queda, por así decirlo, suspendida en el aire, y los seres que antaño constituían a los individuos de la especie homo sapiens flotan ahora en el seno de una zona indistinta, ni universal ni singular, que es el territorio propio del tipo. Lejos de reducirse a una simple generalidad o de sufrir una falta de determinación, el tipo se presenta como un ser perfectamente determinado que, de golpe, conforme al análisis de Benjamin, se indetermina y se convierte en el principio de una serie, gracias a los mismos rasgos que deberían identificarlo.
A decir verdad, esta transformación nos es tan familiar que ya ni siquiera logramos reconocerla. Hace mucho tiempo que la publicidad, la pornografía, la televisión, nos han acostumbrado a esos mutantes que hesitan sin fin entre individuo y clase, y se desvanecen en un humo serial hasta en sus idiotismos más característicos. La muchacha que nos sonríe bebiendo una cerveza, aquella que mueve maliciosamente sus caderas mientras corre por la playa, pertenecen a un pueblo cuyos miembros, al igual que los ángeles de la teología medieval (donde cada uno constituye una especie, individualmente), escapan a la distinción entre el único y la réplica; y la fascinación que ejercen sobre nosotros se debe, en gran medida, a esa capacidad (propiamente «angélica») de convertirse en tipos gracias a aquello que parecía pertenecerles de forma exclusiva, de clonarse y confundirse —siempre, completamente— en un nuevo ejemplar único. El carácter exclusivo convertido en principio de reproducción en serie: esta es la definición del tipo (que muestra su proximidad con la mercancía). De hecho, el conocimiento de ese procedimiento es inmemorial: está en la base de los expedientes más antiguos de donde la mujer obtiene su poder de seducción: el maquillaje y la moda. Uno y otro encierran la inefable unicidad del cuerpo individual para transformar sus rasgos singulares en principio serial (para Baudelaire, el maquillaje «crea una unidad abstracta en el grano y el color de la piel, una unidad, como la que produce la vestimenta, que aproxima inmediatamente al ser humano a la estatua, es decir, a un ser divino y superior»). A través de esos medios, la humanidad busca remediar aquello que constituye tal vez su angustia más arcaica: el miedo que suscita la irreparable unicidad del viviente.
II. Persona
Existe desde siempre una esfera en el seno de la cual se mueven criaturas intermediarias entre el género y el individuo: el teatro. Y esos seres híbridos son los personajes. Resultan del encuentro entre un individuo de carne y hueso —el actor— y el papel que el autor ha escrito. Que ese encuentro implique para el actor una mutación extraordinaria se origina del ceremonial al que debe someterse para poder asumir su papel. Normalmente se reviste de una máscara (persona) que señala su pasaje a una vida superior, sustraída de las vicisitudes de la existencia individual. El contraste es todavía mayor en ciertas tradiciones que imponen al actor, antes de que entre en escena, el liberarse por completo de su personalidad: en el teatro de Bali, que sedujo tanto a Artaud, ese estado de trance se conoce bajo el nombre de lupa.
Los estoicos, esos constructores de la ética occidental, irónicamente modelaron sobre el actor su paradigma moral. No fue un azar. Para ellos, la actitud ejemplar es la del actor que, sin identificarse con su papel, acepta cumplirlo fielmente hasta el final. El individuo comienza a separarse de su máscara, que deja a un lado para convertirse en persona.
De ese encuentro puede surgir algo que difiere del personaje, y que convoca un tipo diferente de ética. En la commedia dell’arte, por ejemplo, la máscara ya no es el vehículo de una esfera superior en la cual penetra el actor, sino que convoca a este último, así como al canovaccio, a una tercera dimensión a través de la cual se opera una contaminación entre la vida real y la escena teatral. Arlequín, Polichinela, Pantalón, Beltrame no son sub-personajes, sino un experimentum vitae donde la destrucción de la identidad del actor y la destrucción del papel se unen. De esa forma, es la relación misma entre texto y ejecución, entre lo virtual y lo real, lo que se pone en duda. Entre uno y otro se insinúa una tercera opción, mezcla de la potencia y del acto, que escapa a las clasificaciones de la ética tradicional.
Nada ilustra mejor esta contaminación entre teatro y realidad que la manera en que los actores crean su firma, que une el nombre real y el de la máscara. Niccolò Barbieri, alias Beltrame; Domenico Biancolelli, alias Arlequín; Mario Cecchini, alias Fritellino —no sabemos con claridad si el nombre de la máscara es simplemente el nombre de artista del actor (basta con pensar en el absurdo de expresiones como «Talma, alias Edipo», o «Eleonora Duse, alias Nora»)—.
No es sorprendente que el teatro moderno haya sentido la necesidad de alejarse de los actores de la commedia dell’arte (pero conservando su lección). Sus cuerpos eran el lugar de una inquietante profecía que sólo habría de cumplirse dos siglos más tarde.
III. Divo
¿Qué ocurre con el cine, que nace en una época donde la evolución del principio de individuación hacia el tipo ya se encontraba en un estado avanzado? La analogía con el teatro no debe inducirnos al error. A pesar de la aparente contigüidad entre escenario y set, el cine no es la puesta en escena de un actor que presta su cuerpo a un personaje parlante, sino únicamente diferentes grados de tensión a lo largo de una escala cuya cima es un ser paradójico que sólo existe en el cine: el divo, la star. El término italiano y estadounidense (que apelan a la esfera divina o celeste) no son fortuitos, porque las relaciones del divo con sus personajes hacen pensar sobre todo en las que mantiene un dios (o un semidiós) con los mitos donde figura, y no tanto a las de un actor con sus papeles. Son estos últimos los que fueron inventados para encarnar sus gestos, y no a la inversa, como en el teatro. La star vive una existencia mítica que no es la del individuo psicosomático que lleva su mismo nombre, ni la de las películas donde aparece. Aún más paradójico es su estatuto desde el punto de vista del principio de individuación: «Gary Cooper» o «Marlene Dietrich» no son individuos, sino algo que la teoría de conjuntos describiría como clases que contienen un solo elemento (un singleton) o pertenecientes a sí mismas (a = a). Con el ángel, el individuo se convierte en especie; con el divo, el tipo como tal se hace individuo, se convierte en el tipo o en el ejemplar de sí mismo.
Ilustración de Romana Romanyshyn y Andriy Lesiv, tomada del libro El amante de Lady Chatterley.
Y así como en el cine no hay actores en el sentido estricto, tampoco hay personajes (o al menos èthè análogos a los de la tradición teatral), como lo demuestra la imposibilidad de operar una distinción real entre el «personaje» cinematográfico y el actor. Mientras que Edipo y Hamlet existen independientemente de los individuos que en cada representación actúan, Ellen Berent en Leave Her to Heaven o Gregory Arkadin en Confidential Report, no pueden separarse de Gene Tierney o de Orson Welles (basta, para probarlo sin objeción posible, una observación banal: un remake no es sólo otra versión del mismo texto, sino otra película). En otros términos, la conciencia individual y el personaje son capturados juntos y deportados a una región donde la vida singular y la vida colectiva se confunden. El tipo realizaba en su cuerpo las abstracciones de la mercancía y de su reproducción; de la misma forma, el divo constituye una realización paródica del «ser genérico» marxista, en el cual la praxis individual coincide inmediatamente con su género.
Quizá estas consideraciones contribuirán a comprender por qué el cine interesa tanto a los herederos de una cultura occidental para la cual el teatro y la filosofía tienen una gran importancia. Porque lo que aquí está en juego, como antes en el teatro griego, toca sin duda al centro crucial de nuestra tradición metafísica —a la consistencia ontológica de la existencia humana, a su modo de ser, es decir, a la manera en que un cuerpo singular asume la potencia genérica del lenguaje—. Esta es la razón por la cual la teología cristiana, cuando trata de formular filosóficamente el problema de la ontología trinitaria, sólo puede plantearlo recurriendo a una terminología teatral, y concebirlo como una articulación entre substancia y persona (prosôpon, máscara).
Por tanto, no es extraño que la fase extrema de esta historia de mutaciones de modos de ser haya podido conducirnos más allá de la esfera estética, y que la existencia del divo haya sido, y quizá siga siendo, la aspiración colectiva más fuerte de nuestro tiempo.
El fin del cine representa la última aventura metafísica del Dasein. En la penumbra del post-cine, del que ya vemos su cercanía, la cuasi-existencia humana, ya despojada de toda hipóstasis metafísica y privada de todo modelo teológico, deberá buscar en otra parte su consistencia genérica propia, sin duda más allá de la persona ético-teatral, pero también de la serialidad mercantil del tipo y del ser unigenérico de la star divina.
Traducción de Ernesto Kavi
LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: ExpokNews