Por: Mario Torres López. Michoacán 3.0. 30/09/2017
El dicho popular dice que lo que no nos destruye nos fortalece. Ilustrado con lo sucedido durante el mes de septiembre en nuestro país, parece que esto se confirma plenamente, salvo el deshonroso papel de los políticos que dicen representarnos. Es claro que ante el dolor –propio o ajeno- aflora la solidaridad como un bien social. Pero… siempre habrá un pero en la desgracia… en la narrativa oficial sobre el acontecer social sigue manteniéndose un nacionalismo cimentado sobre los valores patrios, sin importar que a la patria , en su base popular, se la está cargando la chingada mientras la clase política se enriquece y dicta leyes a favor de los poderosos capitalistas que se llevan, año tras año, el 90 por ciento de la riqueza nacional.
Por eso, asumiendo que exista una pedagogía del desastre, el sentido de realidad de los políticos mexicanos hay que buscarlo en lo que callan, porque su imaginario institucional no se corresponde con la corrupción que les pudre la honorabilidad.
Corrupción se llama el suelo firme en que se mueven; ahí edifican ciudades aparentemente opulentas que contrastan con las zonas de miseria que, paradógicamente, les produce más riqueza acumulada; ahí promueven la construcción de autopistas cuya argamasa es su propia mierda para no invertir en materiales de calidad; en esa tierra, -la corrupción- que apesta a poderosos carroñeros se proyectan futuros políticos a costa del dolor ajeno y, a ojos vistos, se promueven para saquear la riqueza nacional mientras que una gran parte de la población que les obsequia su voto se muere de hambre.
Parece que nuestra memoria apenas nos da para simular por qué cada cien años el pueblo se levantó en armas y, ahora, cada 19 de septiembre, emergerá el espíritu de solidaridad tan incomprendido para la clase política.
Para la mayoría de la población es natural que los desastres nos enseñen a convivir en el dolor y a compartir esperanzas solidarias para un futuro mejor. Para los políticos estos momentos de desastre se convierten en la circunstancia propicia para demostrar que con las armas públicas de la corrupción, y, pasado el momento del desastre, es posible mantener el control de las instituciones de gobierno, sembrando dádivas de indiferencia ante cualquier perspectiva de futuro.
Sabemos que una despensa no mitiga la hambruna histórica de un pueblo, pero en manos de un político, ésta misma representa la mejor opción para vivir del erario público sin importar lo que suceda a su alrededor.
¿Cómo transformar la cultura pedagógica del desastre y de la corrupción en una real educación para la democracia, en donde se ejerza a plenitud nuestra ciudadanía? Debemos comprender que la ciudadanía es mucho más que el individuo elector, ligado a plataformas partidistas o grupos de interés que rebasan la inmediatez de sus propias expectativas de vida. ¿En qué punto podrían reencontrarse la ética política con la ética social? En la credibilidad democrática y en la transformación de las relaciones de poder para la toma de decisiones basadas en el bien colectivo, o a partir del reconocimiento del respeto y la diversidad.
Cuando los valores patrios son parte de los valores familiares y de la comunidad, no tenemos por qué creer que éstos son los mismos que evocan los políticos; ellos están educados para transar en nombre de la nación; sus prácticas están parcadas por la corrupción y la deshonra. El desastre que vivimos hoy nos ha enseñado que no son imprescindibles y que son ellos los que deben aprender a convivir sanamete con la sociedad que los mantiene. Si no tienen la convicción de servir al pueblo, son ellos los que no sirven.
Es tiempo de que empecemos a construir un nuevo sentido de ciudadanía y de vida democrática, y para esto la visión tecnocrática de nuestros gobernantes y expertos en la administración educativa no es la mejor opción.
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Fotografía: michoacantrespuntocero