Por: Julio Moguel. Aristegui Noticias. 21/09/2017
El caudaloso éxodo que se generó de las calles céntricas hacia el sur de la Ciudad de México, por la Calzada de Tlalpan, parecía la huida a pie de aquellos miles de miles que pueden verse en cualquiera de esos videos –hoy muy a la mano, por los favores del Internet– en los que una numerosa población de un país en guerra se aleja o huye de algún bombardeo. Entre esos miles de miles, quien esto escribe caminaba a paso regular para ver si era posible llegar al departamento que renta en Coyoacán para saber si su familia había salido con bien de lo que aquí no era un bombardeo sino un tremendo terremoto. El sismo había llegado con puntualidad a las 13.14 horas del 19 de septiembre, con registro de 7.1 grados en escala de Richter, de menor magnitud que aquél del 85, pero de una mayor intensidad (suele confundirse la magnitud de un sismo con su intensidad).
“Un baño de multitud”, diría Charles Baudelaire para clasificar ese sumergirse entre tantos transeúntes sin que nadie sepa quién es quién pero que en el anonimato resultante encuentran un sentido y una lógica distinta de la vida. En este caso el de la reducción de todo lo que encuadra una existencia, con sus sentires, afanes y proyectos, a casi un único objetivo: llegar “a casa” lo más pronto posible para saber si no ha pasado nada; si no hay tragedias personales de por medio; si a quienes se ama en el círculo de vida más cercano se encuentran a salvo ante los estragos de la impresionante sacudida. Porque los celulares no funcionan o funcionan mal, y no se sabe o no se puede saber por dicha vía cuál es o cuál puede ser la situación que prevalece en el lugar en que se habita o en la escuela de los hijos.
El éxodo de la Calzada de Tlalpan fue uno de los cientos de movilizaciones similares que se dieron en toda la ciudad. Y en una buena parte de ellas, mientras se apresuraban los pasos, fueron apareciendo rastros del desastre: edificios colapsados al cien, otros a medias, y otros con rasgaduras o muestras de alguno de esos daños en apariencia menores que suelen no importar para el registro estadístico del asunto.
Pero hablar de este específico “baño de multitud” tiene una connotación un poco distante a la que enamoraba tanto a Baudelaire o a De Quincey: el Yo inmerso en el anonimato de los comunes movilizados –quien esto escribe– no era el observador habilitado que en el privilegio de su “no ser visto por nadie” puede armar con la pluma alguna historia de interés sobre el paso de “esa persona que pasa”; o adivinar o construir, por los gestos o por la forma de comportarse o simplemente por la manera de andar de “él”, de “ella” o de “ellos”, alguna determinada tipología o caracterización de quienes conforman el ejército de nuestra masificada modernidad. Lejos, entonces –muy lejos–, del Poe de “El hombre de la multitud”, o de los personajes anónimos o genéricos de “Las multitudes” de Baudelaire.
Este “baño de multitud” –el de la Calzada de Tlalpan hacia el sur de la ciudad– se debate más bien dentro de una multitudinaria asamblea en la que en el caminar apretujado se escuchaban e intercambiaban todo tipo de historias sobre la los avatares y las desgracias del sismo y sobre lo que “habría que hacer”. Pero no en el tono o en el encuadre de lo genérico o de lo macro-dimensional de la tragedia, sino en el de aquellas historias personales que pude escuchar –telegráficamente escuchadas, se entiende– que, después de algunas tres horas de caminar en esa ruta hacia el sur, por muy diversas y polifónicas que hayan sido, mostraban una única voluntad y un sentido preciso.
II
El discurso que se formó por esas voces multiplicadas en la ruta de la Calzada de Tlalpan recogió los díceres y el sentir de gente extraordinariamente diversa, considerando el sexo, la edad y sus niveles de ingreso (calculados a ojo y al vuelo). Dando en su resultado un cuadro perfecto de lo que hoy por hoy es la urbe en la que vivimos: el de una ciudad desagregada en sus esencias, huérfana de poderes públicos con solvencia que, en el mismo tenor que en el calamitoso sismo de 1985, mostró (muestra) en el marco del desastre sus fallas gobernantes y las dobleces o las carencias de su apuntalamiento estratégico.
¿Qué decir, por ejemplo, de esos edificios recién inaugurados –vimos algunos en la Calzada de Tlalpan, uno aún con las banderitas promocionales de venta– que quedaron dañados sin remedio? ¿Y qué de esa alianza a galope entre gobiernos (el central y el de algunos delegacionales) y el capital financiero especulativo que crece y se multiplica desde hace rato en el boom del gran negocio inmobiliario? Se construyen edificios al por mayor y al vapor sin que existan reglamentaciones precisas en torno a las circunstancias zonales de habitabilidad, y no hay límite alguno a la apropiación privada de la enorme plusvalía que genera el desarrollo mismo de la Ciudad. Con efectos escandalosos en lo que se refiere a los procesos globales de gentrificación.
¿Por qué Miguel Ángel Mancera decreta el “estado de desastre” dos días después de la tragedia? ¿No había en el gobierno ojos pare ver ni oídos para oír desde las primeras horas del suceso? ¿Qué estadística precisa era “necesaria” para activar el Fondo de Desastres de [la] Ciudad de México (consistente en la utilización de 3 mil millones de pesos para enfrentar la contigencia)? Mientras tanto la solidaridad y la entrega de la denominada “sociedad civil” no tuvo necesidad de datos de registro para lanzarse a la calle a salvar vidas y a, de hecho, visto en perspectiva, para volver a salvar a su Ciudad.
III
El sismo tuvo-tiene otros efectos en el marco del desastre. Uno de ellos y a la vista: empequeñeció en unas cuantas horas la Constitución Política de la Ciudad de México. “Gran logro” del esfuerzo gobernante y de la participación de “todos”, se dijo en el informe de gobierno del jefe político de la capital. Carta Magna en la que se integraron conceptos y derechos decisivos y de gran calado en la perspectiva de la transformación global que desde hace algunos años exigía la Ciudad. Pero con limitaciones enormes que, ahora el sismo nos revela, no ayudarán a forjar los sólidos cimientos que requiere la tan publicitada y prometida Gran Transformación.
Un déficit en particular queda evidenciado por el sacudimiento telúrico de la mencionada mega-intensidad: el “derecho a la ciudad” –espina dorsal de lo que se prometía en la norma constitucional– quedó reducido a una retórica en la que los buenos deseos se combinan con formulaciones genéricas tautológicas y sin sentido.
Dice en el numeral 1 de su artículo 12: “La Ciudad de México garantiza el derecho a la ciudad que consiste en el uso y el usufructo pleno y equitativo de la ciudad, fundado en principios de justicia social, democracia, participación, igualdad, sustentabilidad, de respeto a la diversidad cultural, a la naturaleza y al medio ambiente”.
Dice en el numeral 2 del mismo artículo: “El derecho a la ciudad es un derecho colectivo que garantiza el ejercicio pleno de los derechos humanos, la función social de la ciudad, su gestión democrática y asegura la justicia territorial, la inclusión social y la distribución equitativa de bienes públicos con la participación de la ciudadanía.” ¿Queda claro?
Pero en sus sentidos sustantivos, el “derecho a la ciudad” queda prácticamente rechazado o anulado porque no se estableció limitación alguna a la apropiación privada de la plusvalía generada por el desarrollo “natural” de la ciudad, y los señalamientos –esos sí precisos– del “no se permitirán” mayores desarrollos especulativos en el campo de la construcción de inmuebles o de que se “pondrá un hasta aquí” al crecimiento irregular y desbocado de la mancha urbana quedaron redactados en el rango de un “manifiesto político de campaña” más que en el de un preciso ordenamiento constitucional.
IV
En los éxodos multiplicados como el de la Calzada de Tlalpan había flujos trenzados de transeúntes que se dirigían presurosos hacia el sur, pero también estaban aquellos que en un tris se quedaron allí para volverse gobierno: civiles que orientaban el tráfico, demandaban lugares en automóviles particulares para madres con sus hijos pequeños o para personas de la tercera edad, daban información a quienes la requerían, ofrecían botellitas de agua para los caminantes fatigados, y daban el tono de un ordenamiento mínimo para el desarrollo de la movilización.
Ese gobierno se desdobló y se multiplicó durante todo el día y toda la noche para concentrarse en los lugares más críticos del desastre, en maniobras que, como las de los topos de 1985, han salvado vidas y curado heridas de aquellos que lograron o que aún están logrando “salir”.
Las cadenas humanas de rescate y de apoyo que en “el día después” pudieron verse en tal o cual lugar de escombros o de ruinas y la movilización general para contar con agua, instrumentos de rescate, comida o medicinas se hicieron cargo de lo suyo sin mayor protagonismo ni ostentación.
¿Surgirá de esta nueva emergencia ciudadana algún cambio social o político de significación? Fue esta la fuerza que a partir de 1985 cambió por muchos años positivamente a nuestro país. Hoy es nuestra esperanza movilizada: Ojalá.
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Fotografía: aristeguinoticias