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Leninismo hoy, fascismo mañana

por RedaccionA mayo 31, 2025
mayo 31, 2025
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Por: Evgeni Zamiatin. 31/05/2025

«¡Liberar a la Humanidad del yugo bienhechor del Estado! Es extraordinario hasta qué punto los instintos criminales anidan en el hombre. Lo digo claramente: criminales. La libertad y el crimen van tan íntimamente liados, si usted prefiere, como el movimiento de un avión y su velocidad. Si la velocidad del avión es nula, permanece inmóvil, y si la libertad del hombre es nula, no comete crímenes. Está claro. El único medio de librar al hombre del crimen es librarlo de la libertad.»

La existencia de sectas inmovilistas más o menos virtuales que se reclaman de Lenin no sería hoy más que un asunto menor relacionado con las neurosis que acechan a los individuos inmersos en las condiciones modernas del capitalismo. Sin embargo, por culpa de la crisis actual que empobrece a las clases medias y arrincona a las masas asalariadas que se habían aburguesado, se ponen de nuevo en circulación todo tipo de ideologías redentoras, entre ellas, el viejo leninismo burgués. A pesar de la táctica entrista de los nuevos reclutas, tanto los antiguos catecismos desempolvados como los de elaboración más reciente, parasitan con dificultad la lucha por las ideas que sostienen los rebeldes actuales contra los ideólogos de la clase dominante. El tiempo no perdona y el desenmascaramiento final del leninismo -que podríamos datar históricamente en Mayo del 68- habría llevado a los creyentes que sobrevivieron a la hecatombe de la moda vanguardista hacia una supervivencia esquizoide. Como ya estudió Gabel, el precio a pagar por su fe es una conciencia escindida, una especie de doble personalidad. Por un lado la realidad desmiente el dogma hasta en el menor detalle, y por el otro, la interpretación militante ha de retorcerla, encorsetarla y manipularla hasta el delirio para amoldarla al dogma y fabricar un relato maniqueo sin contradicciones. Como si de una Biblia se tratase, en dicho relato están todas las respuestas. El cuento leninista suprime la angustia que en el creyente engendran los desengaños de la práctica, algo que constituye una poderosa arma para escapar a la realidad. El resultado sería patético para el resto de los seres vivos si los debates abundaran en el seno de un proletariado combativo, por desgracia extinguido durante los años ochenta del siglo pasado. Dado el estado actual de la conciencia de clase, o lo que es lo mismo, dada la inversión espectacular de la realidad, donde «lo verdadero es sólo un momento de lo falso», la presencia de sectarios leninistas en los limitados medios contestatarios no contribuye sino a la confusión reinante. El papel objetivo de las sectas consiste en falsificar la historia, ocultar la realidad, desviar la atención de los verdaderos problemas, sabotear la reflexión sobre las causas del triunfo capitalista, bloquear la formulación de tácticas de lucha adecuadas, impedir en fin el rearme teórico de los oprimidos. Los leninistas fosilizados de hoy ya no son (porque no pueden) la vanguardia de la contrarrevolución de hace cuarenta y cinco años o de hace noventa, pero su función sigue siendo la misma: trabajar para la dominación como agentes disolventes y provocadores.

Dada la descomposición actual de la ideología, quizás conviniese hablar de leninismos, pero lejos de perdernos en los matices que separan las distintas sectas intentaremos agrupar las características afines, que son las que mejor las definen, a saber, la negación rotunda de que en la guerra civil española del 36 hubiera una revolución obrera, la afirmación igual de rotunda de la existencia de un proletariado en constante avance y la creencia en un futuro advenimiento del partido dirigente, guía de los trabajadores en la marcha hacia la revolución. Lo primero les viene, bien de los análisis derrotistas y capituladores de la revista belga «Bilan», bien de los informes de los agentes del Komintern y de la demagogia triunfalista del Partido Comunista español. Si en un caso era cuestión de una guerra imperialista, en el otro, se trataba de una guerra de la independencia; en ambos, el proletariado debía dejarse machacar. En el universo leninista Lenin es la Virgen María; la clase obrera de la que hablan es como la cristiandad, portadora de una misión histórica que debe cumplir guiada por una casta sacerdotal y cuasimilitar, el partido del proletariado. Un chiíta del leninismo, es decir, un bordiguista, se lamentaba en la web: «¿Si nos quitan la clase obrera, qué nos queda?» En efecto, para los leninistas la clase obrera tiene una función ritual, terapéutica si se quiere, psicológica. Es un ente ideal, una abstracción, en nombre de la cual ha de tomarse el poder. No es que no exista, es que nunca ha existido. Inventada por Lenin a partir del modelo ruso de 1917, una clase obrera minoritaria en un país feudal de población eminentemente campesina, asequible a una dirección exterior compuesta por intelectuales organizados como partido jacobino, no es precisamente algo que veamos todos los días. Pertenece a un pasado caduco. Es un ideal utópico, antihistórico. Sin bromas, la secta trotsquista posadista creyó haberla encontrado entre los extraterrestres de una galaxia lejana desde donde enviaban a La Tierra platillos volantes con mensajes socialistas. Los mensajes de los ovnis debieron cundir porque el proletariado leninista aparece en toda sopa planetaria; según la prensa de partido su epifanía puede suceder en cualquier acontecimiento, por ejemplo, en la pasada guerra de Irak, en las movilizaciones de estudiantes franceses, en la constitución de una «izquierda» sindical, en los conflictos laborales…

El economista Sismondi fue el primero en aplicar la palabra “proletariado” a la clase obrera nacida en la revolución industrial. Los teóricos anarquistas señalaron su capacidad política, su importancia como instrumento principal en la transformación radical de la sociedad, y en fin, su papel crucial en la lucha por la liberación del yugo del trabajo asalariado. Sin embargo, Bakunin confería más protagonismo revolucionario a los trabajadores “extremadamente pobres”, a los jóvenes desclasados y a los parias rurales, que al proletariado cuadrado en corporaciones socialdemócratas. Malatesta puntualizaba que no era “necesario por esto hacer del proletariado un fetiche solo porque es pobre, ni alentar en él la creencia de que es de una esencia superior.” André Prudhommeaux atacaba “el mito del proletariado”, es decir, la fe en el comportamiento mesiánico de una clase elegida, la forma religiosa que adoptaba el deseo de libertad fraternal e igualitaria en manos de unos autodesignados intermediarios, como así se consideraban los partidos de credo leninista. Berneri, que lamentaba “el culto al obrero”, oponía el proletariado real al proletariado filosófico, imagen espectacular invocada por los usurpadores mesocráticos: “una enorme fuerza que se desconoce; que cuida de forma poco inteligente su propio instrumento de trabajo; que difícilmente se bate por motivos ideales o por objetivos no inmediatos; sobre el que pesan infinidad de prejuicios, groseras ignorancias e ilusiones pueriles.” La exaltación ditirámbica de las masas habría de abandonarse. Las lisonjas dirigidas a la multitud oscurecían la conciencia en lugar de esclarecerla: “El obrero típico del marxismo, del socialismo y del vanguardismo anarcoide es un personaje mítico. Pertenece a la metafísica del romanticismo socialista, no a la historia.” Para colmo, el velo metafísico iba asociado a la idea de progreso industrial y a la ignorancia del campesinado.

Como para el leninismo hubo historia, pero después de la toma del Palacio de Invierno ya no la hay, desde la Revolución Rusa parece que no hayan habido ni derrotas ni victorias significativas, a lo sumo algún traspiés dentro de una línea evolutiva invariable que conduce a una clase obrera impoluta, esperando a los curas de la iglesia leninista, sus líderes, miembros por derecho del legítimo «partido». Porque el verdadero sujeto histórico para los leninistas no es la clase sino el partido. El partido es el criterio absoluto de la verdad, que no existe por sí misma sino dentro de él, en las sagradas escrituras correctamente interpretadas. Dentro del partido, la salvación; fuera, la condenación eterna. Ese vanguardismo alucinado es el rasgo más antiproletario del leninismo puesto que la idea de partido único mesiánico es ajena a Marx; proviene de la burguesía masona y carbonaria. Marx llamaba partido al conjunto de fuerzas que luchaban por la autoorganización de la clase obrera, no a una organización autoritaria, iluminada, exclusiva y jerarquizada. Es revelador que los leninistas vean hoy los intereses económicos particulares como intereses de clase, cuando ya no lo son, y que, en los veinte, cuando lo eran, los trataban como asuntos sindicales, «tradeunionistas». La diferencia radica en que entonces el proletariado luchaba a su modo, con sus propias armas, los soviets. Eso es lo que transformaba la reivindicación parcial en exigencia de clase. Pero los leninistas desprecian las formas realmente proletarias de organización y de lucha: las asambleas, los comités elegidos y revocables, las coordinadoras, los sindicatos únicos, los consejos… Y las desprecian porque en tanto que formas de poder obrero ignoran los partidos y disuelven al Estado, incluido al Estado «proletario». Por eso han ocultado tanto como los medios de comunicación la existencia del Movimiento de los Consejos en Hungría, como la del Movimiento Asambleario de los setenta en España y la Solidarnosc polaca de los ochenta, porque son enemigos de una clase obrera real que no se parece en nada a la suya y odian por razones evidentes sus formas organizativas autónomas específicas. Al contrario de Marx, para los leninistas el ser no determina la conciencia, por lo que hay que inculcarla mediante el apostolado de los líderes. Los obreros no pueden alcanzar, según Lenin, más que una conciencia sindicalera y deben plegarse al papel de simples ejecutantes; los sindicatos que los encuadran y controlan son por lo tanto la correa de transmisión del partido. Eso no es óbice para que los leninistas alaben las asambleas, los sindicatos libertarios y los consejos si ello les permite ejercer alguna influencia y reclutar adeptos. Durante su aparición llegaron a apoyarlas pero tan pronto como se sintieron fuertes las traicionaron, tal como, salvando las diferencias, hizo Lenin con los Soviets.

La revista «Living Marxism», animada por Paul Mattick, lanzaba la consigna de que «la lucha contra el fascismo comienza por la lucha contra el bolchevismo». En la década de los cincuenta el capitalismo de los ejecutivos evolucionaba hacia los modos totalitarios del capitalismo de Estado soviético. Hoy, cuando el capitalismo impera en Rusia y China, y el mundo es arrastrado hacia la dominación fascista por la vía tecnológica, la ideología leninista en su forma original, tipo “Horizonte Socialista”, o en versión nacionalista, estilo vasco a catalán, es residual, polvorienta y museográfica. Los leninistas no estudian el capitalismo porque éste no es su enemigo, y por supuesto no quiere luchar contra él. Simplemente hacen como el ajo, se repiten. La labor principal de sus sectas consiste en competir unas con otras señalando «un punto particular que las distingue del movimiento de la clase» (Marx). La batalla teórica contra ellos es pues un combate menor, algo así como dar puntapiés a los muertos vivientes, pero en tanto que armazón primario de nuevos proyectos de la contrarrevolución como el hardt-negrismo, el podemismo y demás neopopulismos, no conviene descuidarla, y con este objetivo recordamos algunas banalidades de base acerca del leninismo que cualquiera podrá encontrar en las obras de Rosa Luxemburgo, Karl Korsch, los marxistas consejistas (Pannekoek, Gorter, Rülhe) o los anarquistas (Rocker, Volin, Archinoff, Maximov, Beckman). El leninismo 2.0, en su forma friki o a través de Laclau, Zizek, Badiou, Monedero, Mélenchon, Tsipras, etc. -como antes a través del estalinismo, su forma extremada- efectúa un retorno completo al pensamiento y a los modos de la burguesía en la fase globalizadora totalitaria, manifiesto en su defensa del parlamentarismo, de los compromisos políticos con el poder, del capitalismo y del espectáculo. Sostiene ideológicamente y se erige en portavoz de las fracciones débiles, perdedoras, durante la globalización capitalista, a las que califica de “ciudadanía”: la burocracia político administrativa, los funcionarios, el aparato sindicalista, las clases medias y los asalariados integrados, todas ellas interesadas en un capitalismo intervenido por el Estado. Aunque se le pueda llenar la boca de proletariado en tiempo de elecciones, siempre defendió intereses contrarios a él.

En la Rusia de 1905 no existía una burguesía capaz de lanzarse a la lucha contra el zarismo y la iglesia como futura clase dominante. Esa misión correspondió a los intelectuales rusos, que buscaron la racionalización de sus impulsos nacionalistas en el marxismo, hallando sus mejores aliados en el campo obrero. El marxismo ruso tomó un aspecto completamente diferente del ortodoxo, social-demócrata o menchevique, puesto que en Rusia el trabajo histórico a cumplir era el de una burguesía demasiado débil: la abolición del absolutismo y la construcción de un capitalismo nacional. La teoría de Marx, adaptada por Kautsky y Bernstein, identificaba la revolución con el desarrollo de las fuerzas productivas y del Estado democrático correspondiente, lo que favorecía una praxis reformista que aunque podía funcionar en una Alemania de capitalismo potente, no podía en una atrasada Rusia. Si bien Lenin aceptaba íntegramente el revisionismo social-demócrata, sabía que la tarea de los bolcheviques de derrocar al zarismo no podía llevarse a cabo sin una revolución, para la que se necesitaban mejores fuerzas que las que podían movilizar los liberales rusos o los socialkerenskistas. Una revolución burguesa sin burgueses, y aún en su contra. La revuelta obrera de 1905 dejó al régimen absoluto malherido y la revolución de febrero de 1917 acabó con él. Aunque fue una insurrección obrera y campesina no tenía programa revolucionario ni consignas particulares, por lo que los representantes de la burguesía ocuparon su lugar. La burguesía no supo estar a la altura, mientras el proletariado se instruía políticamente y tomaba conciencia de sus objetivos; en poco tiempo la revolución perdía su carácter burgués y adoptaba un aire decididamente proletario. En abril Lenin aún defendía un régimen burgués con presencia obrera pero viendo el avance de los Soviets cambió de orientación y lanzó la consigna de “todo el poder a los soviets”, e incluso llegó a teorizar sobre la extinción del Estado. Pero la idea de poder horizontal era ajena a Lenin, que había organizado un partido sobre el modelo militar burgués, vertical, centralizado, decidiendo siempre desde arriba, con la dirección y la base fuertemente separadas. Si estaba a favor de los soviets era para intrumentalizarlos y tomar el poder. Su principal función no fue el desarrollo de los soviets, que no tenían cabida en su sistema; fue la conversión del partido bolchevique en aparato burocrático estatal, o sea, la introducción del autoritarismo burgués en el ejercicio y la representación del poder. A los soviets, los verdaderos protagonistas de la revolución de octubre, en poco tiempo les fue escamoteado su poder por un Estado «proletario» que no supieron o no consiguieron destruir. Los bolcheviques combatieron en nombre de «la dictadura del proletariado» el control obrero y  la implantación de la revolución en los talleres y las fábricas, y, en general,  a cualquier manifestación soberana de la voluntad obrera en organismos de democracia directa. En 1920 habían acabado con la revolución proletaria y los soviets ya no eran más que organismos castrados, decorativos. Los últimos bastiones de la revolución, los marinos de Kronstadt y el ejército makhnovista fueron aniquilados más tarde.

Al tiempo que destruían los soviets, aplastaban a las demás organizaciones revolucionarias rusas y liquidaban a su oposición interna, los emisarios bolcheviques desembarcaban en Alemania -donde el consejismo había despertado en las masas obreras y los consejos estaban a punto de convertirse en órganos efectivos de poder proletario- para asestar a la revolución una puñalada por la espalda. Por todas partes desacreditaron la consigna de Consejos Obreros y propugnaron la vuelta a los sindicatos corruptos y al apoyo al partido socialdemócrata. La revolución consejista alemana cayó bajo el peso de la calumnia, la intriga y el aislamiento provocado por los bolcheviques. Sobre sus cenizas pudo reconstituirse, con la bendición de Lenin, la vieja socialdemocracia y el Estado alemán de posguerra. Lenin no dejó de combatir a los defensores del sistema de consejos cubriéndoles de improperios en el folleto preferido de todos sus seguidores, «El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo.» Ahí se quitó la máscara. Abrumando con falsedades a los comunistas de izquierda y a los Consejos, Lenin defendía su seudosocialismo panruso, que llevado a la práctica por Stalin se revelaría un nuevo tipo de fascismo. Ni de lejos concebía que la liberación de los oprimidos sólo pudiera efectuarse mediante la destrucción del poder, del terror, del miedo, de la amenaza, de la constricción. Todo aquél que desee entronizar un orden burgués encontrará las mejores condiciones de hacerlo en la separación absoluta entre masas y dirigentes, vanguardia y clase, partido y sindicatos. Lenin quería una revolución burguesa en Rusia y había formado un partido perfectamente adaptado a la tarea, pero la revolución rusa adquirió carácter obrero y estropeó sus planes. Lenin tuvo que vencer con los soviets para después vencer contra ellos. El comunismo más la electrificación cedió el paso a la NEP y a los planes quinquenales de Stalin, dando lugar a una nueva forma de capitalismo donde una nueva clase, la burocracia, desempeñaba el papel de la burguesía. Era el capitalismo de Estado. En Europa, las masas obreras fueron frenadas, desanimadas y empujadas a la derrota hasta desmoralizarse y perder la confianza en sí mismas, camino que condujo a la sumisión y al nazismo. Hitler llegó fácilmente al poder porque los dirigentes socialdemócratas y estalinistas habían corrompido tanto al proletariado alemán que éste no reparó en entregarse sin queja. «Fascismo pardo, fascismo rojo» fue el título de un memorable folleto donde Otto Rülhe denunciaba que el fascismo estalinista de ayer era simplemente el leninismo de anteayer. En él nos hemos inspirado para titular nuestro artículo.

Los paralelismos con la situación española de 1970-78 son obvios. Por un lado, el partido comunista oficial, estalinista, defendía una alianza con los sectores de la clase dominante que forzara una conversión democrática del régimen franquista. Su fuerza provenía principalmente de la manipulación de movimiento obrero, al que pretendía encuadrar dentro del aparato sindical fascista. Todos los procedimientos leninistas para impedir la autoorganización obrera fueron utilizados fielmente por el PCE. Los partidos izquierdistas, nacidos principalmente de la explosión del FLP, de escisiones del PCE y del Frente Obrero de ETA, no actuaron de otro modo. Todos atacaban al PCE por no ser suficientemente leninista y no perseguir, como Lenin, una revolución burguesa en nombre de la clase obrera. Le disputaban la dirección de Comisiones Obreras, trabajo inútil porque en 1970 Comisiones ya no era ningún movimiento social, sino la organización de los estalinistas y simpatizantes en las fábricas. Para conquistar posiciones hicieron concesiones a las genuinas formas obreras de lucha, las asambleas, pero nunca las fomentaron. Tras los sucesos de Vitoria del 3 de marzo de 1976 las diferencias con el PCE se desvanecieron y le siguieron en su política de compromisos. Se presentaron a elecciones, cosechando el más rotundo de los fracasos. Desaparecieron dejando un rastro de pequeñas sectas, pero su suicidio político fue también el del PCE, que a partir de 1980 se transformó en un partido testimonial, de ideología variable, sostenido sólo por algunos fragmentos proletarizados de la mediana y pequeña burguesía.

Unas cuantas verdades podemos aprender de la crítica clásica del leninismo en la que nos hemos basado. Que los fundamentos de la acción que incline la balanza social del lado contrario al capitalismo no se encontrarán con los métodos de organización del tipo sindicatos oficiales, frentes electorales o partidos, ni tampoco en los parlamentos o en las instituciones estatales, ni en las fundaciones y los centros comprometidos con cualquier aspecto de la dominación. Que las masas oprimidas se hallan aisladas y dispersas, sin amigos. Que los activistas sociales han de poner por encima de todo la capacidad de asociación, el fortalecimiento de la voluntad de acción y el desarrollo de la conciencia crítica, incluso por encima de los intereses inmediatos. Que las masas han de escoger entre tener miedo o darlo.

Miquel Amorós

Actualización de un viejo artículo de 2007 de muy oportuna lectura

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ

Fotografía: Portal oaca

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