Por: Carolina Vásquez Araya. 15/02/2021
En Guatemala se aplica la estrategia del terror en el cuerpo de niñas, niños y adolescentes.
Guatemala transita por uno de los episodios más negros de su historia reciente. Desamparada e impotente ante el poder de las mafias, la población se paraliza ante la realidad de un Estado secuestrado por organizaciones criminales que operan en connivencia con las más altas autoridades y la condenan al miedo y a la sumisión. Los esfuerzos de estos grupos por apoderarse del último bastión de la justicia –la Corte de Constitucionalidad- lleva un siniestro mensaje: la democracia, que tanta sangre y dolor ha costado desde los tiempos de las dictaduras, está a punto de ser aplastada por un pacto entre políticos, élites empresariales y militares ignorantes, codiciosos, obtusos y sedientos de poder.
El escenario actual parece haber sido planificado en detalle para borrar hasta el último intento de oposición ciudadana y comienza a delinearse como un intento de acabar con cualquier resquicio de respeto por la Constitución y sus mandatos. La ciudadanía –ese conglomerado en donde supuestamente reside el poder- se encuentra sitiada y niñas, niños, adolescentes y mujeres parecen haber sido cuidadosamente escogidos como víctimas propiciatorias de esta escandalosa maniobra, diseñada para acallar toda rebelión, silenciar a las masas y obligarlas a aceptar lo inaceptable.
Los secuestros, desapariciones, violaciones y asesinatos de niñas, niños y adolescentes han alcanzado niveles de terror. Los mensajes de alerta se han convertido en un cuadro cotidiano y, por lo mismo, han dejado de provocar reacciones, creándose un ambiente de acostumbramiento a los peores actos de violencia contra el sector más inofensivo y vulnerable de la sociedad. Guatemala se presenta ante la comunidad internacional como un país de impunidad, como una nación en donde el crimen organizado impera y decide los destinos de la patria. Como un territorio carente de justicia, en donde la ley opera dependiendo del tamaño del soborno.
Esta vergüenza de nivel planetario no afecta el negocio de las mafias, pero constituye un lastre inmenso y una constante amenaza para el futuro del país, cuya población observa impotente cómo se van por el barranco sus escasas oportunidades de alcanzar un desarrollo que, hasta ahora, ha sido sistemáticamente saboteado por sus élites empresariales y los cuadros políticos más retrógrados y corruptos. Cualquier intento por revertir este estado de cosas -perfectamente consolidado para mantener los privilegios de estos sectores- requiere la intervención directa de la ciudadanía. Pero la gente tiene miedo y ese miedo representa el pase libre para los criminales en el poder.
A las niñas, niños y adolescentes les está secuestrando, violando y asesinando el sistema. Para estas vidas inocentes no existe justicia; su destino, depende de instituciones capturadas por individuos nefastos coludidos con los victimarios, cuya indiferencia e inoperancia parecen ser parte del pacto criminal. Las niñas y niños no se violan, no se tocan, no se asesinan. Quienes cometen estas atrocidades al amparo de una justicia apática y corrupta merecen castigos ejemplares y definitivos. Asimismo, quienes pretenden –con actitud paternalista y condescendiente- someter a niñas, niños, adolescentes y mujeres al encierro para no ser víctimas de estas acciones viles, se convierten en cómplices de los criminales. Pretender adjudicarles la culpa por los ataques siniestros que sufren en todos los espacios es una absoluta aberración. Las calles, escuelas, templos y hogares deben ser santuario de protección para lo más valioso de la sociedad y no rincones propicios para el abuso.
El encierro de niñas, niños y adolescentes no es la respuesta.
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Fotografia: Grupo Sexenio Comunicaciones