Por: Arturo Rodríguez García. Proceso. 13/09/2017
Los desastres naturales siempre dejan al descubierto los espacios trágicos de la pobreza. Las historias de los pobres son parecidas en su dolor y en su desamparo, viejas carencias llevaderas a fuerza de costumbre que, el día del desastre, se suman todas para el irremediable lamento colectivo.
También son parecidas las historias esperanzadoras entre aquellos que no tienen nada, pero que en la tragedia juntan sus nadas y crean algo: su supervivencia. Vecindarios solidarios, hombres y mujeres que se hacen cargo de mitigar los dolores ajenos, el poco pan dividido entre muchos. Unos dicen que es el amor cristiano, otros exaltan el ser mexicano (cualquier cosa que eso signifique), yo siempre he creído que es una consciencia social, una identidad de clase que, por vivir el desastre en lo propio comprende mejor lo extraño.
Pero quizás la mayor tragedia del pueblo sea la calaña de gobernantes que sin distingo partidista suelen ver exaltadas sus miserias, no materiales –que ya lo dice el axioma del ideólogo de Atlacomulco: “político pobre, pobre político”—, sino humanas.
Los espectáculos políticos de estos días son rulfianos, evocan aquel relato “El día del derrumbe”, sin la grandilocuencia, sin la demagogia y el dominio de palabra de sus personajes, pero llevan al mismo absurdo.
Desde las primeras horas del sismo enorme del 7 de septiembre, el presidente Enrique Peña Nieto intentó… –¿quién sabe que intentó?— y para ello dice que no sintió el sismo, pero que una vez sintió uno que nadie más sintió allá en Los Pinos.
Desliz momentáneo tan frecuente que suma al registro anecdótico ya tan abultado, pero que no superará el dislate racista con que quiso demostrar que, en una zona indígena de Chiapas afectada por el sismo, también hay güeras. Insignificancia, se dirá. Pero lo cierto es que en ese distingo hay una resonancia racista: pensar una región por el color de piel de sus habitantes, le parece extraordinario al mandatario como para tener algo que demostrar. A los que deje plantados les dirá que le echen ganas.
Ver video ” Graba, para que me crean que si hay gueras aquí
Roberto Gil, quiso bromear con el asunto del pase automático de procurador a fiscal general, que justo el jueves 8 descalificó a Raúl Cervantes como prospecto. Mientras el número de víctimas iba en dramático aumento, el senador panista intentaba justificar su humor.
Las cámaras de diputados y senadores, ponen a disposición del público números de cuenta, incapaces de renunciar a sus dietas, canonjías y privilegios, se asumen vehículo de los recursos bien intencionados de otros para la gratuidad del lustre. Ante las críticas reviran: donar un día de dieta para que los damnificados no la pasen tan mal.
Política y farándula, dos mundos tan próximos pero que nunca como este sexenio se asociaron por vía nupcial. Angélica Rivera, la primera dama, posa con amplia sonrisa en repartos de ayuda, mientras que Anahí, la primera dama de Chiapas, toda desplante de frivolidad, lamenta su lamentable aspecto y rechaza hacer lo que según ella la gente quiere: verla cantar.
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Rosario Robles, la encargada de repartir despensas entre damnificados –este sexenio, es su papel en cada desastre natural— escribió en sus redes sociales “Itsmo” de Tehuantepec, el lugar a donde está destinada. La tragedia exalta la miseria educativa a la que se añade con el mismo error Aurelio Nuño, el secretario de Educación (ejemplo él mismo de la mala calidad educativa).
Fue Nuño a Juchitán para anunciar que reconstruirá una escuela en siete meses y para anunciarlo convocó a conferencia de prensa. Pero son 500 escuelas dañadas en Oaxaca y mil en Chiapas, sobre las que no sabe qué harán ni cuánto tiempo durarán los arreglos.
Y así, la lista de sus miserias crece a diario. De los desastres los pueblos se levantan. Pero es la clase política la gran tragedia de México que a pesar del tiempo no se logra superar.
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Fotografía: proceso