Por: Éric Sadin. 02/01/2022
En ‘La silicolonización del mundo: La irresistible expansión del liberalismo digital’ (Caja Negra), Éric Sadin revela cómo las grandes masas de datos orquestadas por los algoritmos de Silicon Valley moldean tanto la economía global como la cultura y formas de vida actuales.
En marzo del 2000, en el momento mismo en que estallaba la burbuja bursátil en Nueva York, tuvo lugar la cumbre europea de Lisboa bajo una suerte de euforia provocada por el advenimiento del nuevo milenio. El comunicado final declaraba, en un ataque de optimismo enfático raramente visto en política, que «la Unión Europea se encuentra ante un formidable trastrocamiento inducido por la mundialización y los desafíos inherentes a una nueva economía basada en el conocimiento. Se ha fijado un nuevo objetivo estratégico para la década por venir: convertirnos en la economía del conocimiento más competitiva y más dinámica del mundo, capaz de un crecimiento económico duradero acompañado de una mejora cualitativa y cuantitativa del empleo y una mayor cohesión social». El texto da testimonio, primero, de la voluntad manifestada por las instituciones europeas de aferrarse a un movimiento que por entonces ya era poderoso en los Estados Unidos. En segundo lugar, da testimonio, retrospectivamente, no solo del fracaso en haber consumado aquella ambición, la de convertirse en la «economía más competitiva y dinámica del mundo», sino de haber logrado el resultado contrario: Europa conoció durante esa década un retroceso o estancamiento económico respecto de los demás continentes.
Si a fines de los años noventa nadie había entendido el sentido de la «e-economía», nadie entendía tampoco lo que significaba, en los albores del nuevo siglo, «la economía del conocimiento», a veces denominada indistintamente «economía del saber» o «capitalismo cognitivo». Estos términos indefinidos pretendían indicar, probablemente, que la economía en construcción estaría basada en la alta competitividad de las personas, que podrían entonces contribuir a un crecimiento de la riqueza de las empresas y al despliegue de los individuos gracias a su saber y a su aporte creativo. Esta suerte de dogma directamente inspirado en la ideología gerencial «New Age» californiana había asociado, desde mediados de los años ochenta, y con gran apoyo de varios tratados teóricos, la capacidad imaginativa –o sea, en otros términos, «ultrarreactiva»– del personal con la estructura horizontal de las organizaciones: «La empresa, de ahora en adelante, debe distribuirse, descentralizarse, ser colaborativa y adaptativa». En los hechos, ciertamente se trataba del advenimiento de una economía del conocimiento, pero no la que se había imaginado.
La recolección masiva de datos hizo emerger la «economía del conocimiento», o más bien la de los comportamientos
En septiembre de 2001, los atentados que impactaron a la primera potencia económica y militar del planeta trajeron aparejada la presión por más seguridad, y esto llevó a los servicios de inteligencia a interceptar la mayor cantidad posible de flujos de comunicación a escala global, que fueron tratados por sistemas encargados de detectar todo perfil amenazante. Este objetivo tuvo la ambición de ser una forma de captura integral que quedó plasmada en el proyecto Total Information Awareness. La sed de destrucción generó la locura de querer recolectar la casi totalidad de los datos de carácter personal que circulaban en las redes o que estaban almacenados en discos duros. Esta tentativa se hizo posible en gran parte por el acceso, gustara o no, a los servidores de los operadores y a las plataformas privadas que conservaban masas considerables de informaciones relativas a los usuarios.
Tal dimensión fue particularmente emblemática en Google, que, a su pesar y sin que respondiera a su objetivo inicial, fue el actor principal de esta recolección colosal de datos. Su modelo económico se impuso por sí mismo gracias a la calidad de los algoritmos de indexación que lo habían hecho popular tan rápidamente. El objetivo ya no era aquí la convergencia que pretendía «meter todo en los cables», sino que se buscaba más específicamente interceptar, sin descanso, las búsquedas en navegadores a fin de trazar una cartografía detallada y evolutiva de las prácticas a través de las direcciones IP. Google no dejaría de intensificar y perfeccionar esta práctica, a tal punto que llegaría a pregonar su finalidad, «Don’t be evil», aun si no se sabía exactamente a quién se dirigía la conminación, probablemente a la empresa misma, en una forma de negación inconsciente que desmentía en negativo la indignidad de la tentativa.
El modelo que se desarrolló y que se impuso rápidamente como norma consistió, en los inicios del siglo XXI, en capturar masivamente la atención de los internautas. Este principio trajo aparejado un monitoreo más detallado de los usos. La incertidumbre que caracterizaba el final de la década de 1990 ya no estaba vigente. La interpretación industrial de las conductas se convirtió en el pivote principal de la economía digital. Este axioma constituyó la columna vertebral del «cuarto Silicon Valley», que no se basaba ya en la convergencia o la sistematización del comercio online, sino en la recolección masiva de los rastros que los individuos dejaban, en general sin conciencia de ello, en vistas a constituir gigantescas bases de datos de carácter personal dotadas de alto valor comercial. En efecto, esta recolección hizo emerger la «economía del conocimiento», o más bien la de los comportamientos.
La inteligibilidad continua y evolutiva de los comportamientos constituía el resorte principal de una economía basada en sugerencias personalizadas pero masivas
No es por casualidad que el advenimiento de las redes sociales online data de mediados de esta década, actualizando la herencia comunitaria de la contracultura y de los foros electrónicos. Son plataformas que supieron apoderarse de la disponibilidad de los usuarios de manera cada vez más constante, no conformándose solamente con analizar la naturaleza de sus «clics» sino también la de su expresividad. Este fenómeno corresponde a lo que por entonces se denominó «Web 2.0», es decir, la capacidad ofrecida a los individuos desde muy poco tiempo atrás no solo de tener acceso a informaciones variadas, sino también de poder etiquetar contenidos y postear textos e imágenes con facilidad. MySpace, Facebook, LinkedIn, Twitter, todos con base en Silicon Valley, bajo la excusa de favorecer los vínculos entre las personas, acumularon masas exponenciales de datos relativos a sus prácticas online, a sus modos de vida, sus opiniones y sus afinidades.
Esta es la razón por la cual la valoración en bolsa de Facebook alcanzó, a fines de los años 2000, niveles extremadamente altos que podían despertar el miedo al estallido de una nueva burbuja. Pero a diferencia de la secuencia previa, ahora se sobreentendía que la inteligibilidad continua y evolutiva de los comportamientos constituía el resorte principal de toda una economía basada en las sugerencias personalizadas pero masivas. Fue el primer momento, «cool» en apariencia, «social», y altamente predador de Silicon Valley. La retórica mcluhaniana de la «aldea global» era retomada por empresas privadas que ocultaban el único objetivo de constituir inmensas bases de datos sobre los comportamientos, ubicándolos en un punto de junción de ahora en adelante ineludible, y no solo de la economía digital, sino también de la economía en su conjunto.
Durante el mismo período, en 2005, IBM adoptó una decisión radical. La empresa vendió a la china Lenovo su rama de producción de computadoras para consagrarse únicamente a ofrecer servicios a entidades privadas o públicas. De ahí en adelante, la compañía no hizo sino concebir programas destinados a responder a la gestión de tareas y a garantizar una organización automatizada de los diversos sectores. Hay sistemas que recolectan y tratan datos internos o externos, permitiéndoles interpretar en tiempo real ciertas situaciones y por lo tanto actuar en realimentación, sea sugiriendo soluciones, sea mediante la toma de decisiones de modo autónomo. Es el principio que vemos en práctica en las arquitecturas de regulación energética denominadas «inteligentes» que se han implantado en ciertas metrópolis, que evalúan continuamente curvas de consumo y reservas disponibles y que, en función de las existencias, regulan por sí mismas el aprovisionamiento en ciertas zonas donde se hacen pedidos de stocks a territorios limítrofes. Gracias a la repentina sofisticación de la inteligencia artificial, que salía de un largo invierno, advino el momento de la administración robotizada de las cosas. Microsoft y otras empresas también se comprometieron en esta nueva actividad, inaugurando, hacia mediados de los 2000, la regulación algorítmica primero de algunos sectores profesionales para alcanzar luego diferentes campos de la sociedad en el transcurso de los años que siguieron.
La introducción del smartphone en 2007 instituyó una conexión espacio-temporal virtualmente ininterrumpida
Finalmente, uno de los acontecimientos decisivos de dicha secuencia fue la introducción del smartphone en 2007, que instituyó una conexión espacio-temporal virtualmente ininterrumpida. Sobre todo habilitó el uso de aplicaciones que no solo permitían acceder a sitios adaptados al tamaño de la pantalla y a la ergonomía específica del aparato, sino también aprovechar servicios personalizados y geolocalizados ajustados a diversas secuencias de lo cotidiano. Más tarde, cuando se escriba la historia de la humanidad, seguramente se observará que a partir de dicha innovación emergieron los primeros signos del acompañamiento algorítmico de la vida. Surgía el horizonte de una infinidad de «posibilidades aplicativas», dejando aparecer un nuevo «oeste» que Silicon Valley se apresuró por atravesar a grandes pasos.
La «economía de las aplicaciones» trajo consigo una profusión sin precedentes de empresas startup recién creadas cuyo impulso primero estaba basado menos en el manejo de la programación (aquel que Mark Zuckerberg, por ejemplo, había sabido capitalizar), que en el primado de la «buena idea» que, en teoría, ofrecía la ocasión a cualquiera de poder participar. Estimuló un vivaz entusiasmo empresarial a escala planetaria directamente inspirado en Silicon Valley. Sin embargo, esta «democratización» global tenía que pasar primero por el filtro de Apple (y más tarde por el de Google y su sistema Android) que, para su «negocio de aplicaciones» iTunes, seleccionaba las ofertas disponibles abriendo a los felices elegidos, a cambio de un porcentaje de cada operación tarifada, un mercado de centenares de millones de usuarios. Este principio impuso en el mundo entero una norma cultural y económica dictada por uno de los actores principales de Silicon Valley.
A fines de la primera década del siglo, y a la inversa de lo que ocurría en la precedente, quedaron definidos con claridad tres modelos industriales estructurantes: la constitución de bases de datos respecto de los comportamientos; la organización algorítmica de la vida colectiva; y la concepción de aplicaciones destinadas a los individuos. De cada uno de estos modelos se derivaban perspectivas virtualmente ilimitadas. Fue entonces cuando se operó un pasaje decisivo que probablemente no haya sido abordado todavía en su justa medida. Es el de la sustitución de una utopía digital de dimensión cultural y relacional por una utopía digital de dimensión estrictamente económica. La retórica de la emancipación a través de las redes había dado muestras de su estrechez de miras y de la inconsecuencia de sus presupuestos. En cambio, la duplicación digital del mundo había hecho emerger un horizonte de beneficios inagotables que, bajo un manto de buenas intenciones declaradas y que apuntaban a «mejorar la suerte de la humanidad», excitaba todas las codicias y deseos.
Este es un fragmento del libro ‘La silicolonización del mundo: La irresistible expansión del liberalismo digital’ (Caja Negra), por Éric Sadin.
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Fotografía: Ethic