Por: Joan Santacana Mestre. 23/06/2021
Joan Santacana escribe sobre el origen feudal de la institución del matrimonio y lo relativamente tardío del interés de la Iglesia católica en acoger sus ceremonias en los templos.
¡He visto una boda religiosa! La boda ha reunido a dos familias. El padre de la novia ha entregado la chica al joven y futuro marido; ella iba, como debía ir, de blanco, símbolo de pureza, llevaba el lirio de la virginidad, iba coronada con el símbolo de la fidelidad. El cura, ha presidido la ceremonia y el ritual ha terminado con un desfile. No les he contado nada nuevo; tampoco se trata de un acontecimiento frecuente en nuestros días, ya que corren malos tiempos para estas ceremonias. A nuestros hijos ya no suele entusiasmarles esta función; el cura ve disminuir sus ingresos por bodas y los vestidos de blanco empiezan a no generar el negocio que antes generaban. Pero el ritual sigue, y ¿quién sabe si no resucitará al calor de un cierto resurgimiento de neotradiciones religiosas?
Sin embargo, cuando se mira por el retrovisor, hacia atrás, se descubre que toda la ideología patriarcal que esconde este ritual es propiamente medieval. Llevamos casi novecientos años con todo esto.
En efecto, el concepto de matrimonio sufrió cambios importantes en la Edad Media; el Concilio de Letrán de 1215 puso las bases reguladoras mediante las cuales el papel de la Iglesia fue en aumento. La ceremonia del matrimonio, que hasta aquel momento se celebraba en las casas de los contrayentes y no en las iglesias, pasó a celebrarse en el templo, y a partir del siglo XIII el sacerdote pasó a tener un papel fundamental, al encargarse de dirigir la ceremonia y dar la bendición. Los monarcas reforzaron esta acción de la Iglesia con leyes que conferían al matrimonio canónico un valor legal. Este es el caso de Alfonso X el Sabio en Castilla, para poner tan solo un ejemplo. Todo ello no tenía otra función que la de otorgar a la familia un papel clave en la estructura y garantizar la pervivencia del feudalismo. La fidelidad de la esposa se convierte en la garantía que los hijos legítimos sean aquellos a los que se transfiere la propiedad de la tierra, el feudo y sus posesiones. La ceremonia del matrimonio, como la de la infeudación, pasan a ser actos públicos, protegidos por las leyes de los hombres y por la ley de Dios.
En el mundo feudal se otorgaba una gran importancia a la familia. Todo se hacía con relación a la familia, de tal modo que el valor de una persona se fijaba en función de la familia a la que pertenecía. Sin la familia, el individuo disminuía y se minimizaba. Además, se encomendaba a la familia el conservar para los hombres, más allá de la muerte, lo que estos habían ganado o habían recibido. El padre continuaba en los hijos, en los nietos, y así los bienes pasaban de generación en generación. Pero esta continuidad podía romperse con la infidelidad de la esposa. Por esta razón, en la estructura feudal, el adulterio se fue concibiendo como un crimen contra la familia, y era una de las razones por las cuales el matrimonio podía disolverse. Asimismo, también era la familia, singularmente el padre, quien decidía el matrimonio de sus hijos. Se trataba, en realidad, de un pacto entre familias, entre clanes, mediante el cual se hacía entrega de una mujer a un hombre, para que este ennobleciera o enriqueciera con ella a su familia y, sobre todo, para que asegurara su descendencia. La mujer, además, llevaba el ajuar con que su padre la proveía y los derechos que pudiera tener en relación con la familia que dejaba. El esposo, por su parte, garantizaba la seguridad económica de la esposa mediante la donación de unas arras que consistían en tierras, bienes o dinero. La ceremonia del matrimonio reflejaba en su ritual esos objetivos. El padre era quien dejaba a su hija en las manos del esposo; y el esposo entregaba —significadas en unas monedas— las arras a la esposa. Se visitaba la cámara nupcial, por otro lado, y, en ella, se deseaba y se pedía una copiosa descendencia. Así pues, la regulación de la sexualidad y el matrimonio en la sociedad medieval se explica en el seno de las relaciones feudovasalláticas, pero también por el hecho de que las nuevas corrientes de pensamiento burgués ya no podían ser reprimidas, e incluso la iconografía de la Virgen María, en ocasiones, no estaba exenta de un cierto erotismo contenido, como la sorprendente Virgen de Jean Fouquet.
Como conclusión de este periodo de la historia, hay algunas observaciones que es preciso realizar: en primer lugar, constatar que la mujer de las clases altas fue durante la Edad Media un instrumento de la política, utilizada para establecer alianzas, conseguir tratados o realizar negocios, siempre en beneficio de los hombres, bien fueran los padres, los hermanos, los maridos o bien los hijos. Esta era su primera función, aun cuando había otra no menos importante: la de dar continuidad al linaje. En los matrimonios entre familias nobles, lo más importante era crear lazos y tejer acuerdos entre clanes nobiliarios, a menudo enemistados. Las arras, entregadas por el marido o la dote de la novia constituían el símbolo de cuanto afirmamos. Toda la sexualidad de las mujeres quedaba muy condicionada por este tipo de relación.
Sin embargo, el matrimonio, entonces igual que ahora, no era un obstáculo para que nobles, monarcas y señores tuvieran relaciones sexuales con amantes, ya fueran nobles o plebeyas, casadas o solteras, moras o judías. Así vemos cómo el monarca Alfonso VI de Castilla y León tuvo una concubina —Zaida— musulmana, que le dio un hijo que llegó a ser considerado heredero al trono. Como contrapunto, la mujer era concebida como un ser insaciable sexualmente (toda la literatura misógina medieval las considera así) que, mediante el secreto, la nocturnidad, las pócimas y filtros, etcétera, atraía a los varones y los arrancaba de sus lechos para saciarse con ellos hasta dejarlos exhaustos. Para preservar a las mujeres del propio grupo noble de que cayeran en esta situación, aquellas que, por alguna razón, no podían ser casadas eran recluidas en conventos. En estos casos, como consuelo, la moral dominante consideraba que su estado virginal era un estadio superior al de las casadas. De esta forma, hoy tenemos una creciente bibliografía que nos demuestra cómo toda la tradición patriarcal y misógina de la Antigüedad, se fundió con las estructuras salidas del mundo feudal, siendo la represión de la sexualidad de la mujer, mediante la institución del celibato, del matrimonio y de la familia, el resultado del periodo, que alarga su sombra hasta el presente.
Después de casi un milenio de matrimonio medieval, los datos estadísticos actuales muestran que más de la mitad de la población comprendida entre 35 y 44 años prefiere una boda civil. Las estadísticas muestran que, de las 165 578 bodas celebradas en 2019 en toda España, 129 240 fueron civiles y tan solo 33 869 fueron católicas. El matrimonio católico apenas alcanza el 20 % del total, mientras que en 2001 superaba ampliamente el 70 %. Y ello sin contar las parejas que, simplemente, no acuden ni tan sólo al registro civil. Por lo tanto, es evidente que estamos ante un cambio profundo de las mentalidades, una transición a un mundo nuevo, diferente, que quizás olvide la Edad Media.
Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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Fotografía: El cuaderno digital