Por: Roque Farrán. LOBO SUELTO. 24/08/2020
En un dibujito que está viendo mi hija, unos extraterrestres se ponen a leer los pensamientos de los habitantes de una ciudad y en un momento se aturden porque, dicen, “los seres humanos viven demasiado preocupados de lo que piensen los otros”. Eso mismo dice Mark Fisher de la ideología: “La ideología no tiene que ver con nuestras creencias espontáneas, sino con lo que creemos que el Otro cree. Esta creencia todavía está determinada, en gran medida, por el contenido de los medios mainstream.” Estoy de acuerdo en que el principal Aparato Ideológico lo constituyen hoy los medios hegemónicos, pero no son los únicos; hay que entender la naturaleza del medio mismo y del ser hablante que a través de ello(s) se (in)forma. Todas las manipulaciones en democracia se fundamentan en el medio simbólico en el cual vivimos: el lenguaje y la creencia en lo que el Otro cree. No le vamos a echar la culpa tampoco a la democracia, en ella simplemente se radicaliza la lógica de la suposición inherente al ser hablante (“la ideología es eterna”, decía Althusser). No importa ya si se cree en Dios o en otros valores trascendentes que hagan sus veces de representantes, ese Otro puede ser simplemente “la gente” o “los mercados” o “el mundo”: lo esencial es que el sujeto puede muy bien no creer en eso que “se dice” pero otros sí lo creerán y en consecuencia actúa como sí, etc. El sujeto puede haberse formado incluso en las últimas teorías críticas (ecofeminismo, posthumanismo, etc.) y aun así, en momentos verdaderamente críticos, la suposición de la creencia del Otro (de la que no están exentas las fakes, operetas, chismes y demás maledicencias) prevalece. La ideología es para los hablantes, en suma, lo que el agua para los peces: un medio esencial que puede estar muy sucio, incluso contaminado, y aunque insistamos en vacunarnos lo más sensato sería cambiar el agua, cada tanto. La ideología, como el agua, es consubstancial a los seres humanos, el asunto es poder entender algo de su composición, circulación y purificación para que no nos lleve la corriente.
En medio de esta vorágine desinformativa, o guerra comunicacional, uno de los recursos esenciales que ha sido arrasado –junto a bosques, ríos y manantiales– es la capacidad de atención y juicio. Si una periodista toma dióxido de cloro en vivo y en directo, promocionando su ingesta para combatir el COVID-19, y a los pocos días fallece un niño a quienes sus padres le suministraron el mismo líquido tóxico, eso tendría que tener consecuencias materiales. No podemos burlarnos simplemente de la idiotez o la canallada mediática. Si no podemos hacer un juicio certero sobre causas y efectos concretos, si no asumimos la responsabilidad por lo que decimos en la escena pública, no podemos hablar de convivencia democrática, ni siquiera de una mínima convivencia social. Algo que refleja claramente este panorama desolador es que se suele plantear el problema en dos niveles que se escinden: el afecto triste y la impotencia que genera la situación, por un lado, y la difícil tipificación de la responsabilidad, por el otro. Creo que es parte de la sofística actual de los saberes, con sus correlatos de disciplinas y especializaciones que parecieran dividir y diluir las prácticas materiales ad infinitum, por una complejidad creciente de lenguajes o jergas inabordables: el lenguaje jurídico, la lógica periodística, la moral y sus códigos de ética, lo social, etc. Pero la responsabilidad por la propia práctica es inexcusable. En el caso del periodismo, sin atribuir intenciones malignas o ideológicas personales, simplemente informar con conocimiento de causa, máxime en una situación de emergencia y sobre algo tan delicado. Resulta obvio. Luego, en cada caso, en cada práctica también tomar posición y no desentenderse del asunto, como acá mismo, aunque sea a través de un insignificante texto que moviliza conceptos nodales de la tradición filosófica. Y eso, pensar caso por caso, va ligado a una posible subversión de los afectos tristes (el odio, el resentimiento, la envidia) y la impotencia generalizada.
Habría que plantear además que el odio no es solo un discurso, sino una posición existencial, material, ontológica fundada en la imposibilidad de gozar por sí mismo de cualquier bien o saber, imposibilidad que alcanza a clases, fracciones de clase e individuos muy diversos, vinculados entre sí por el desprecio o el resentimiento. Hay que entender que la afectividad no se reduce a discursos ni es meramente psicológica, sino que se expresa en una ontología rigurosa basada en lo que aumenta o disminuye la potencia de obrar: alegría o tristeza, sobre la irreductible perseverancia en el ser. Por otra parte, la libertad de pensar o expresar no es espontánea ni obvia, requiere un trabajo de sí. Los hombres y mujeres se creen libres porque ignoran las causas que lxs determinan a hacer estupideces. Creo que las falsas dicotomías entre libertarios y subordinados, críticos y militantes, antagonistas de entre casa y atentos a las nuevas derechas mundiales, nos impiden pensar una tópica social compleja donde entendamos cómo nos encontramos anudados unos a otros a través de diversas prácticas: médicas, políticas, educativas, económicas, informativas, etc. Cómo nos afectamos mutuamente. Lo que digo es: hay una razón de todo lo que nos pasa, ser determinista no es ser fatalista, porque esa razón es un nudo material complejo, un nudo que nos implica inexorablemente, nudo del cual somos parte y al cual a su vez hacemos. Entender el nudo, aceptar el nudo, hacer el nudo que somos nos salva del fatalismo deprimente y de la locura del libre albedrío. Cada quien desde la eficacia específica de su práctica.
Con el tiempo y la práctica me he dado cuenta que hay algo irreductible que hace al núcleo duro de toda ideología, obstaculizando cualquier composición política verdadera: hay personas que no pueden pensar por sí mismas, no pueden producir enunciados en nombre propio. Eso lxs resiente, lxs vuelve tristes e impotentes. No importa cuál sea la ideología en cuestión, si se acuerda o disiente con ellxs, no importa tampoco la educación formal o la cultura, el problema es más básico: son personas que nunca atravesaron los dictum paternos o familiares, que no les encontraron la falla o inconsistencia a las primeras enseñanzas recibidas y, por ende, sobre ese esquema de subjetivación incuestionado montaron e interpretaron todo lo que recibieron posteriormente. Incluso si hubo quienes se revelaron o resintieron contra las figuras paternas, maternas o educativas, por no encarnar suficientemente esos esquemas ideales primarios (vehiculizados en los dictum). No todo se resuelve con psicoanálisis o con una nueva filosofía, por supuesto, pero de alguna forma tenemos que entender que la dureza y obstinación ideológicas a las que nos enfrentamos, habitualmente, responden a una imposibilidad de devenir sujetos de aquellos individuos sujetados y hablados sin saber. Lamentablemente los hay de todos los signos ideológicos. Por eso tendríamos que habilitar instancias de formación ético-políticas donde se habiliten otros desplazamientos subjetivos, donde la angustia y la incertidumbre no sean obturadas con los significantes de siempre y se puedan abrir nuevas formas de subjetivación. Todxs tendríamos que incluirnos en ese proceso de formación conjunta y continua, porque seguimos siendo hablados por Otros, en mayor o menor medida, y poder tomar la palabra en nombre propio es siempre un acontecimiento singular ligado al uso cuidado de los significantes heredados.
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Fotografía: LOBO SUELTO.