Por: Luis Armando González. 14/10/2021
“Si hay algo digno de adoración es nuestro Sol, de 4,520 millones de años de edad, el dador de luz y el dador de vida”.
Peter Atkins
“Hay una tendencia universal en todos los hombres que consiste en concebir todos los seres a semejanza nuestra, y en transferir a cada objeto esas cualidades con las que estamos más familiarizados… Y en virtud de esa propensión natural, si no es esta corregida por la experiencia y la reflexión, adscribimos malicia o buena voluntad a cada cosa que nos daña o que nos agrada”.
David Hume
1.Introducción
Tengo en mi mesa de trabajo el estupendo libro de José Sarukhán, Las musas de Darwin, en la hermosa edición preparada por el FCE para celebrar el bicentenario del nacimiento de Charles Darwin (12 de febrero de 1809), así como el sesquicentenario de la publicación de El origen de las especies por medio de la selección natural (24 de noviembre de 1859). Una de las dedicatorias que hace Sarukhán expresa bien la visión de la ciencia que quieren transmitir en estas reflexiones, es decir, de la ciencia como un quehacer que, sostenido por la lógica y las evidencias empíricas, no tiene nacionalidad ni patria, pues pertenece a la humanidad. Dice así la dedicatoria:
“Dedico este libro
con el placer del agradecimiento
a Efraín Hernández Xolocotzi
quien me introdujo
a Darwin
por medio de la evolución
bajo la domesticación”
Junto al libro citado, están tres más que estoy leyendo y estudiando en estos días: El capellán del diablo y El cuento del antepasado, ambos de Richard Dawkins, y ¿Qué nos hace humanos? La explicación científica de nuestra singularidad como especie, de Michael S. Gazzaniga. Por su parte, ya están en el estante, los tres libros que recién terminé de leer: Un erizo en un pajar, de Sthepen Jay Gould; Vida, la gran historia. Un viaje por el laberinto de la evolución, de Juan Luis Arsuaga; y La ciencia en el alma, de Richard Dawkins. Menciono esas lecturas no por petulancia o afán de lucimiento, sino porque quiero hacer ver que en esos textos y otros de carácter científico –los autores de los libros mencionados son científicos eminentes— se desmiente la tesis de que la ciencia es una empresa totalitaria, fría e insensible. Jay Gould, Arsuaga, Dawkins y Gazzaniga –y a la lista se puede añadir a científicos como Carl Sagan, Francisco Ayala, Camilo José Cela Conde, Steven Pinker y Antonio Damasio, entre otros— no sólo se muestran maravillados ante la complejidad y enigmas de la realidad, sino que su interés por todo lo humano, que involucra no sólo sentimientos y comportamientos estéticos o religiosos, sino también violencia, miedos y odios ancestrales.
Los científicos mencionados comparten un enorme respeto por ese extraordinario científico y ser humano que fue Charles Darwin, de quien aprendieron, entre otras cosas, a maravillarse ante la belleza del mundo natural. Como dice Dawkins,
“[A los científicos] también nos entusiasma la naturaleza por ser honesta y no ser caprichosa. Existe el misterio, pero nunca la magia, y lo más hermoso es poder, al fin, explicar esos misterios. Las cosas se pueden explicar y nuestro privilegio es hacerlo” (Dawkins, 2019, p. 47).
No sólo las cosas naturales, sino también las sociales y culturales, cuyos misterios deberían ser explicados por los científicos sociales con entusiasmo y con la conciencia de que hay más belleza y misterio en lo que son las cosas humanas que en lo que deberían ser o quisiéramos que, según nuestras ilusiones, fueran. De eso trata este ensayo: de la responsabilidad que tienen los científicos sociales de explicar la belleza y misterio de lo que son las cosas humanas; y también trata de los obstáculos y de los desafíos que éstos deber encarar si quieren cumplir a cabalidad la tarea que socialmente les ha sido conferida.
2. Los pilares de quehacer científico
Cualquiera que esté medianamente informado del modo como se procede cualquier campo científico tendrá claro que el ejercicio científico efectivo se caracteriza –según las áreas de que se trate— por discusiones, búsqueda y procesamiento de datos, elaboración de hipótesis y planteamiento explicativos que, desde fuera, puede parecer un ir y venir sin orden ni concierto, pero que en cada disciplina científica tiene pleno sentido. En algunas áreas del conocimiento científico predomina el debate teórico y la elaboración de hipótesis sofisticadas desde un punto de vista matemático; en otras, la búsqueda de patrones, a partir de simulaciones y modelos; en unas terceras, el trabajo de campo en desiertos, montañas, océanos o lagos; y en otras, la revisión de registros arqueológicos o paleontológicos en archivos de museos, o de material bibliográfico en bibliotecas o centros de documentación especializados. Los énfasis que se hagan dependen de cada disciplina –y de los intereses y capacidades de los científicos que las cultivan— pero definitivamente lo que no se puede decir es que lo científico reside, de las actividades reseñadas o de otras, en una en particular y que, por tanto, es esa actividad concreta la que define el ser científico por excelencia.
Es decir, la actividad científica es una empresa compleja con variadas ramas que son, precisamente, las distintas disciplinas en la que se realiza esa actividad. Tomar una de las ramas como la ciencia por antonomasia (ya se trate de la física, la química, la biología, la antropología, la paleontología o la matemática) o, peor aún, uno de los aspectos del quehacer de alguna de esas disciplinas como el que define lo científico –por ejemplo, la recolección de datos o la formulación de modelos matemáticos— es sumamente pobre respecto de la riqueza que hay en el mundo científico efectivo. Como anota José Sarukhán:
“Para muchos, la ciencia está constituida por la acumulación de descubrimientos o de ideas y conceptos, ya que ésta es la manera en que, a través de diversos medios, recibe la información de su desarrollo… La imagen de la ciencia como una simple acumulación de hechos y datos es distorsionada e incompleta, ya que hace caso omiso de la forma en que se originan los conceptos y las ideas, o se mejoran los ya existentes, lo cual es básico para la generación de los ‘productos terminados’ de la ciencia. El entendimiento del mundo que nos rodea se logra mejor mediante grandes avances conceptuales que por la simple acumulación de hechos y datos” (Sarukhán, 2009, p. 25).
Algunas epistemologías han sido promotoras de un empobrecimiento en la visión de la ciencia, justamente por no reparar en los diversos aspectos del quehacer real. Hay, por supuesto, aspectos que son comunes e intrínsecos al quehacer científico, sin importar las disciplinas, y que son los puntales de la ciencia; hay otros que son una amenaza y un obstáculo a vencer. Entre los primeros, son fundamentales la lógica y la evidencia empírica (efectiva o potencial). En cuanto a las amenazas, una de las que más asechan no sólo los científicos, sino a los ciudadanos en general, es la ideología bajo distintos ropajes.
- Explicación: lógica y evidencia empírica
El propósito común en las distintas disciplinas científicas es elaborar y ofrecer a la sociedad explicaciones (relatos, narraciones, discursos) sobre cómo funcionan los ámbitos de la realidad de los que ellas se ocupan y cuáles son las relaciones (causales, funcionales, correlativas o de asociación) que hay entre los fenómenos propios de esa parcela de la realidad, ya sea en lo evolutivo-histórico, en un momento delimitado del tiempo y del espacio (en los marcos propios de la física no cuántica) o en los terrenos extremos de la incertidumbre cuántica. Son esas explicaciones (relatos, narraciones) las que aparecen en las publicaciones (libros, revistas, ensayos) y actividades (conferencias, cátedras, mesas redondas, docencia) de carácter científico.
Ellas condensan, de manera ordenada, los resultados del ir y venir científico que, por lo general, escapa a la mirada no sólo del público, sino incluso a muchos especialistas de filosofía de la ciencia. Lo que se lee en una publicación es una parte del quehacer científico; la otra parte está formada por todas las actividades que hicieron posible llegar a la explicación publicada. Sin aquéllas, ésta no sería posible como explicación científica sólida. Y la empresa científica se articula a partir de unas y otras, pues una vez que una explicación es divulgada entra en el circuito del debate, la crítica, la revisión de sus resultados y conclusiones, hasta que, si resiste las arremetidas (teóricas y empíricas) de propios y extraños, termina por convertirse en un componente del conocimiento científico aceptado por las comunidades científicas.
La explicación científica tiene un pie en la lógica: la la narración elaborada por el científico se atiene a las exigencias de la lógica, pues violar esas exigencias (por ejemplo, si se contradice en sus enunciados o cae en falacias) supone ver descartada su contribución prácticamente de entrada. Se trata, en general, de una sujeción de toda su escritura (no sólo la matemática) a esa exigencia, pues no todos los ensayos, artículos o libros científicos están escritos matemáticamente, sino en lenguaje común, que es el que los científicos utilizan para comunicar sus ideas a sus colegas y al público. El otro pie de la explicación científica reside en la evidencia empírica, es decir, un conjunto de datos tomados de la realidad (debidamente recolectados y procesados) que dan sostén a lo que se afirma. En el quehacer científico, anota Peter Atkins,
“las observaciones pululen arrastradas por el viento de las intrusiones incontroladas: deben estar orientadas y aisladas. Pero las observaciones tampoco pueden consistir en la mera recitación de prejuicios e ideas preconcebidas: deben ser experimentos. El cotejo de anotaciones no debe dejarse en manos de palabrería fútil: el análisis y la evaluación detallados por parte de expertos en la materia están a la orden del día. En ocasiones, errores inesperados o deliberados escapan a la luz del examen minucioso, debido a la desidia de quien revisa o a la malicia de quien es revisado, pero nunca por mucho tiempo, puesto que el control no cesa jamás. De hecho, cuanto más inusitada es la conclusión, más intensa es la presión que se ejerce para evaluarla…la ciencia es un río fluyente de ideas cuya grandeza y capacidad aumentan a medida que los tributarios portadores de ideas nuevas se suman a su caudal, y de tanto en tanto lo abastecen de todo un torbellino nuevo de discernimiento que pone patas arriba lo que se consideraba conocimiento seguro… el método científico es el único medio disponible para descubrir la naturaleza de la realidad, y aunque los conceptos actuales estén abiertos a revisión, este enfoque (…) siempre perdurará como el único para alcanzar un conocimiento fiable” (Atkins, 2014, pp. 11-17).
- Teorías explicativas: la meta
La pretensión de los científicos es ofrecer explicaciones sobre cómo funciona, cambia, evoluciona o se transforman las cosas reales o sobre cómo se relaciona una cosa real con otra (en el ámbito de su especialidad), y no cómo ellos desearían que ella se comportara. O sea, su propósito es ofrecer una visión lo más certera posible a lo que realidad es, no a lo que esta debiera ser. Algunos supuestos ontológico-epistemológicos[1] que los científicos asumen es que hay algo fuera de la subjetividad, deseos y voluntad humanas que llamamos realidad, que esa realidad tiene sus leyes y dinámicas de funcionamiento propio, que esas leyes y dinámicas pueden ser conocidas y que para que ese conocimiento sea confiable es necesario cotejar sus enunciados con datos (evidencia, información) tomados de la realidad. Hasta ahora, con las abrumadoras conquistas de la ciencia –y sus espectaculares aplicaciones tecnológicas— esos supuestos han mostrado ser correctos.
¿Qué tipo de datos son los que interesan a la ciencia? Los necesarios y suficientes para respaldar (y que no refuten concluyentemente) lo que se ofrece como explicación sobre sucesos, fenómenos, eventos o hechos de la realidad. Tanto los que se puedan cuantificar de manera estricta como los que no, pues sólo remiten a una evidencia cualitativa. No importa: lo que interesa es que son evidencias (pruebas) tomadas con rigor (con procedimientos adecuados) de la realidad, mismas que deben ser validadas por terceros para corregir errores o manipulaciones de ellas. Las explicaciones, lógica y empíricamente validadas, se convierten en parte del cuerpo de conocimientos de las distintas disciplinas científicas. Son las teorías científicas: no especulación o creencia endeble, sino explicaciones rigurosas (lógicas, razonables), con pruebas firmes tomadas de la realidad, acerca de cómo funcionan, evolucionan, cambian, se relacionan causalmente o interaccionan determinados fenómenos, hechos o acontecimientos de la realidad física, química, biológica y social-humana.
Teorías establecidas-problemas-preguntas-hipótesis[2] son el motor desencadenante y vertebrador del quehacer científico (un quehacer que es investigativo por definición); y la búsqueda sistemática de evidencia empírica que respalde-verifique-refute las hipótesis formuladas es el nervio activo de este quehacer. Por dondequiera que se mire en los distintos campos del conocimiento científico estos dos componentes están presentes. Cambian los procedimientos (las técnicas) y los modos de implementarlos en cada disciplina; cambian los contenidos de las teorías y las hipótesis, pero no las exigencias lógicas y empíricas que, de faltar, no permitirían calificar esa actividad como científica. Por cumplir con esas exigencias, son ciencias la física de las partículas elementales (que tiene en el CERN de Ginebra uno de sus focos centrales de desarrollo) y la paleontología humana (que tiene en Atapuerca, en Burgos, uno de sus focos principales de desarrollo). Son también ciencias, para añadir otros ejemplos, la biología evolutiva, la biología molecular, la psicología evolucionista y la psicología cognitiva. Todas las conquistas explicativas de las disciplinas científicas se van articulando en un cuerpo de conocimientos, cuyas tesis y explicaciones se van entrelazando coherentemente, para ofrecer una visión global y comprensiva de la realidad natural, social y humana. Y es que, en definitiva, “la ciencia es una reticulación del conocimiento, una red de procesos y explicaciones interdependientes, y su riqueza y su fiabilidad se debe a que reúne sus explicaciones bebiendo de las fuentes de cuerpos de conocimiento dispares. El hecho de que la imperfección en el registro fósil se pueda enmendar apelando a la geología y la meteorología es un signo de su fuerza, no de su capacidad para inventar embustes” (Atkins, 2014, p. 58).
La coherencia entre las diferentes disciplinas científicas –es decir, entre los distintos campos del conocimiento científico—no algo secundario o irrelevante, pues funciona como un mecanismo corrector de errores. O sea, si en una disciplina científica se afirma algo de la realidad que otra disciplina niega, no pueden estar ambas en lo correcto; si ambas no están equivocadas, lo cual es posible, una de las dos posturas es la correcta, ya que ambas no pueden estar en lo cierto. Y lo extraordinario de la empresa científica es que sus cultivadores –los científicos— no suelen hacer resistencia a que se pruebe la falsedad de sus hipótesis, explicaciones o datos, sino todo contrario.
Dicho de otra forma, las explicaciones que dan las ciencias físicas tienen que ser (y son) coherentes con las explicaciones que ofrecen la química, la biología, la paleontología, la zoología, la genética… y ahí donde se presentan discrepancias significativas entre ellas lo normal buscar los posibles errores, en los datos o en las teorías, en los campos respectivos. Es célebre la perplejidad de Darwin cuando los datos calculados por Lord Kelvin para la edad de la tierra –de entre 24 y 100 millones de años— ponían en entredicho los supuestos temporales requeridos por su teoría para explicar la evolución de las especies en nuestro planeta. Lord Kelvin estaba equivocado; Darwin, estaba en más carca de la verdad, aunque las mediciones más exactas de la edad de la tierra tuvieran que esperar hasta el siglo XX.
- Lo científico en las “ciencias” sociales
Y las ciencias sociales, ¿son ciencias? Esta interrogante –que muchos obvian dando por supuesto que las ciencias sociales son ciencias— no es impertinente, pues no sólo la diversidad de corrientes y enfoques al interior de algunas disciplinas, sino la proclamación en otras de que lo que hacen es contrario a la “ciencia occidental” (y que lo suyo es “otro” conocimiento) obliga a meditar sobre el estatus científico de las ciencias sociales y sobre las exigencias que deben cumplirse si se quiere ser merecedor de ese estatus. Algo digno de hacer notar es que no suelen encontrarse cultivadores (ensayistas, docentes, investigadores) de las disciplinas y especialidades (y sus corrientes) adscritas a las ciencias sociales que abjuren abiertamente de esta denominación y que, en consecuencia, renuncien a los protocolos académicos en sus publicaciones (por ejemplo, la obsesión con las normas de la APA), conferencias e incluso en su autopromoción como personas con las credenciales que avalan sus conocimientos[3].
- Grupos de interés en las ciencias sociales: el caso de El Salvador
En un país como El Salvador, una mirada rápida (sumamente cualitativa) permite identificar un primer grupo de interés en el cultivo de las ciencias sociales, mismo que se precia de lo científico de su campo (algunos economistas, politólogos y sociólogos son representativos de esta postura). Dejando de lado que a veces algunos de sus miembros identifican ciencia con datos o con modelos matemáticos sofisticados, lo destacable es que ciencia para ellos (y ellas) no es anatema, sino todo lo contrario: se precian de ser científicos y no hacen mala cara a los libros de ciencia, particularmente si son afines a su especialidad.
Un segundo grupo toma a bien ser parte del mundo de las ciencias sociales, aunque haciendo resistencia a lo que llaman “cientificismo”, en la línea de creer que los científicos sociales –por ocuparse de realidades no naturales— deben optar por otros procedimientos, estrategias y manejo de datos. Aceptan acríticamente, aunque no les guste mucho, que sus ciencias son “blandas”, que sus datos son puramente cualitativos y que, en lugar de explicar, deben “interpretar” el significado que los actores dan a sus acciones.
Este grupo ha sido, y es, sumamente influyente en las facultades de humanidades y ciencias sociales en las cuales se cultivan, además de híbridos de literatura, filosofía, sociología y antropología que son el foco de resistencia al “cientificismo” y al “reduccionismo”, visiones metodológicas y epistemológicas según las cuales lo cualitativo es algo opuesto a lo cuantitativo, siendo esto último algo propio de las ciencias naturales. Supuestas metodologías cuantitativas y cualitativas marcarían los linderos entre unas ciencias naturales “duras” y unas ciencias sociales “blandas”. Quienes opinan así, desconocen que el quehacer efectivo de ciencias como la física, la astronomía o la biología evolutiva los afanes de medición no descartan las aproximaciones cualitativas como una puerta de entrada legítima a fenómenos de su interés[4].
Un tercer grupo profesa un rechazo abierto a la ciencia “occidental” a la que opone “otro conocimiento” –según dejar ver algunos de sus voceros—, no occidental, de procedencia más “autóctona”, entendiendo por tal cosa algo no sólo fraguado en la India, China, África o América Latina sino realizado con un espíritu de resistencia anti-colonial o de recuperación de la tradiciones y vivencias de las personas.
Poco importa que las narrativas en que se elaboran y difunden esos planteamientos sean hechas en lenguas “coloniales” y occidentales como el español, el portugués o el francés, o que sus portavoces se ciñan, aunque la maltraten con falacias, a la argumentación lógica, también de procedencia occidental, o que no duden en llenar sus ensayos de referencias bibliográficas occidentales (de preferencia en alemán, francés o inglés). No importa, si es por la causa de un “pensamiento crítico descolonizador”. Rechazan la ciencia, a la que califican de “occidental, y entablan una disputa con ella en nombre de un conocimiento distinto, de perfiles difusos y arbitrarios.
Precisamente, la arbitrariedad es lo que mejor caracteriza a estas formulaciones de “otro conocimiento”, pues está animadas por un relativismo cultural según el cual la realidad es construida por los sujetos; y por tanto una determinada visión de la realidad (que es, en su opinión, una “construcción subjetiva”) es tan válida y legítima como cualquier otra. Más aun, en esta perspectiva, el “otro conocimiento” (no occidental, postcolonial, o como quiera que se la llame) es tanto más válido y legítimo que la tan denostada “ciencia occidental”. De lo que se trata es de librar una batalla en contra de ésta; si no –según dicen— la ciencia occidental seguirá imponiendo su hegemonía, profundizando el eurocentrismo neocolonial.
- El insostenible rechazo a la ciencia
Los defensores de ese “otro conocimiento” profesan un rechazo acerbo a la “ciencia occidental”, a la que le achacan males extraordinarios, no sólo en sus capacidades para explicar las dinámicas de la realidad natural, sino sus afinidades con el capitalismo, su carácter totalitario, eurocéntrico e imperialista y su desprecio por saberes no científicos, vale decir, ancestrales, vivenciales, comunitarios o semejantes. En definitiva, de la “ciencia occidental” nada bueno se puede esperar, según estos discursos “anti-distópicos[5]” y “de-colonizadores” del saber. El siguiente texto ejemplifica la visión que comentamos:
“El modelo de racionalidad que preside la ciencia moderna se constituyó a partir de la revolución científica del siglo XVI y fue desarrollado en los siglos siguientes básicamente en el dominio de las ciencias naturales. Aunque con algunos presagios en el siglo XVIII, es solo en el siglo XIX que este modelo de racionalidad se extiende a las emergentes ciencias sociales. A partir de entonces puede hablarse de un modelo global de racionalidad científica que admite variedad interna pero que se distingue y defiende, por vía de fronteras palpables y ostensiblemente vigiladas, de dos formas de conocimiento no científico (y, por lo tanto, irracional) potencialmente perturbadoras e intrusas: el sentido común y las llamadas humanidades o estudios humanísticos (en los que se incluirán, entre otros, los estudios históricos, filológicos, jurídicos, literarios, filosóficos y teológicos).
Siendo un modelo global, la nueva racionalidad científica es también un modelo totalitario, en la medida en que niega el carácter racional a todas las formas de conocimiento que no se pautaran por sus principios epistemológicos y por sus reglas metodológicas. Es esta su característica fundamental y la que mejor simboliza la ruptura del nuevo paradigma científico con los que lo preceden” (De Sousa Santos, 2018, p. 35).
Se trata de un texto en el que se hacen afirmaciones falsas o discutibles en extremo. Por ejemplo, qué es eso de “modelo global de racionalidad científica” que identifica, de un plumazo, ciencias tan distintas como la física (y sus disciplinas, entre las cuales la mecánica es una rama entre otras), la biología evolutiva, la paleontología, la psicología evolucionista y la psicología cognitiva). Precisamente, algunas de estas disciplinas están entrándole en serio al análisis del sentido común, al tiempo que le están dando unos fundamentos sólidos a las humanidades y a los estudios humanísticos, a los que científicos destacados consideran con el mayor respeto. Y es que para los científicos cuyos campos bordean temas culturales, históricos o sociales éstos no son ni perturbadores ni intrusos, sino todo lo contrario: son objetos de reflexión detenida. Quien lo dude, debería tomarse el tiempo de hacer, cuando menos, una revisión de la obra de los biólogos evolutivos Stephen Jay Gould y Richard Dawkins (y de su maestro Charles Darwin); del paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga; o del psicólogo cognitivo Steven Pinker, sólo para mencionar a unos pocos científicos naturales.
Por el lado de la acusación de totalitarismo, el quehacer científico –su lógica argumentativa y sus métodos empíricos— es lo más antitotalitario que existe. Basta con leer libros científicos para percatarse de ello. Y, el talante o ethos científico es anti-totalitario –lo mismo que anti-fanático y anti-dogmático— por definición. No da por supuesta ni niega la racionalidad de las formas de conocimiento no científico (mitos, tradiciones, religiones, arte), sino que aquellos científicos a los que esos asuntos competen se preocupan por explicarlos de la mejor manera posible. Es obvio que no lo harían si no los consideraran importantes (Dawkins, 2019; Dawkins, 2005).
Los cultivadores del saber social-cultural-comunitario-ancestral –a los que no se puede llamar científicos sociales, principalmente porque rechazan la ciencia— se dan la mano con algunos de los cultivadores de un saber científico social que acepta que lo suyo es un trabajo científico distinto (“blando”, “cualitativo”) al que realizan los científicos naturales. Es aquí –tanto en los sectores docentes como entre los estudiantes— que el tercer grupo (que abandera enfoques como el de las “epistemologías del sur”) recluta a sus adeptos. Y, en la actualidad, hace sentir con fuerza sus tesis, argumentos y propuestas en distintas facultades de Humanidades y en disciplinas como la antropología, la sociología de la cultura y los estudios culturales. Es notable como, en algunos ambientes universitarios y de investigación social, docentes, investigadores y estudiantes adscritos a disciplinas de las ciencias sociales están adquiriendo formas de ver la realidad natural y social que son contrarias a la ciencia y que la rechazan, dando la espalda a sus extraordinarias conquistas.
Pareciera ser que este fenómeno se repite en distintos lugares en el mundo, socavando aún más las posibilidades de que las ciencias sociales sean lo que, ante todo, tienen que ser: ciencias. Porque el problema de que esas posibilidades se debiliten es de las ciencias sociales, no de las ciencias naturales, cuyo quehacer sigue boyante al margen de las profecías de los epistemólogos (y epistemólogas) del sur o los defensores (y defensoras) de eso que difusamente se ha dado en llamar “pensamiento crítico”.
Cumplir con las exigencias básicas que convierten a un saber en ciencia es el principal desafío que deben enfrentar las ciencias sociales; para ello, no deben entender su quehacer como algo ajeno a lo que hacen y logran las ciencias naturales, especialmente en aquellos campos en lo que se tratan temas que involucran al Homo sapiens: su evolución y estructrura psicobiológica, su herencia genética, sus hábitos y comportamientos, sus sentimientos, emociones y vida mental (Damasio, 2018; González, 2019). Las asechanzas ideológicas que se filtran a través de las posturas anticientíficas no son un buen incentivo para enfrentar con solvencia ese desafío. Separar lo natural de lo social-cultural es un triunfo del anticientificismo, de graves consecuencias teóricas y prácticas. Y es que, como apunta Stephen Jay Gould, “no podemos analizar una situación social compleja poniendo tanta biología, por un lado; y tanta cultura por otro. Debemos intentar entender las propiedades emergentes e irreducibles que nacen de una interpretación donde no se separen genes y contextos ambientales” (Jay Gould, 2019, p. 192).
- Ciencia versus ideología
La ideología no se lleva bien con la ciencia, como lo dejó en claro Karl Marx (Marx, 1974). De hecho, la ideología, como falsa conciencia, es lo opuesto a la búsqueda científica acerca de cómo funciona el mundo y no de las ilusiones que tenemos o nos hacemos sobre ello. Rechazar la ciencia y sus logros es rechazar la mejor herramienta disponible (inventada por los mejores de nuestra especie) para entender los resortes que mueven a la realidad en sus diferentes ámbitos, incluido el social-cultural-humano. Ese rechazo abre las puertas a las ilusiones y fantasías ideológicas, es decir, a la construcción de visiones falsas de la realidad.
Esas visiones falsas no descansan sólo en religiones o filosofías idealistas, como en la época de Marx, sino en constructivismos, relativismos y anticienticismos que, como plaga, se extienden con un ropaje que también es falso: el del progresismo emancipador, que se esfuerza por hacer creer que el conocimiento científico es opresor, totalitario, eurocéntrico y colonialista. Con esta visión, quienes –suscribiendo posturas anticientíficas— luchan genuinamente por la emancipación de individuos y grupos oprimidos se enemistan con su mejor aliado y abren los brazos a su peor enemigo: el oscurantismo fanático.
Este es el terreno fértil para lo que Alan Sokal y Jean Bricmont llamaron las “imposturas intelectuales”, en virtud de las cuales “amplios sectores pertenecientes al ámbito de las humanidades y de las ciencias sociales han adoptado una filosofía que llamaremos –a falta de un término mejor— ‘postmodernismo’, una corriente intelectual caracterizada por el rechazo más o menos explícito de la tradición racionalista de la Ilustración, por elaboraciones teóricas desconectadas de cualquier prueba empírica, y por un relativismo cognitivo y cultural que considera que la ciencia no es más que una ‘narración’, un ‘mito’ o una construcción social” (Sokal y Bricmont, 2008, p. 19).
El énfasis en lo “occidental” de la ciencia regionaliza innecesariamente un quehacer que no es patrimonio de ninguna nación o cultura en particular, sino que es patriminio de la humanidad. Es ideológico no sólo adscribir el conocimiento científico (lo mismo que la racionalidad) a un área del mundo, como sí ese conocimiento no fuera cultivado también en la India, China, Japón, Australia o América Latina. Al margen de ello, asumiendo que la ciencia fuera exclusivamente occidental –que no lo es— eso no quiere decir que por ello sea algo malo o negativo. La falacia de la “contaminación” es nefasta: por el hecho de que en Occidente se hayan dado y se den prácticas negativas no quiere decir que todo lo generado en Occidente o asociado con lo occidental sea negativo. Es paradójico que quienes abjuran de la “ciencia occidental” lo hacen en lenguas occidentales y siguiendo los protocolos académicos, a veces de forma enfermiza (en la autopromoción mediática y las publicaciones), que se usan en las comunidades académicas occidentales y no occidentales.
Además, uno de los ejes centrales de la crítica anticientífica es el presunto “cartesianismo” presente, como una herencia nefasta en la “ciencia occidental”. Al respecto, se atribuye tal peso a Descartes en la ciencia que no se repara no sólo en la demoledora crítica de Hume a la epistemología cartesiana, sino en lo lejos que andan los científicos actuales de las influencias de ese filósofo que, además de suscribir una visión dualista de la mente y el cuerpo, era “dado a vestir con extravagancia y aficionado al tafetán, las plumas y las espadas, [y] le gustaba pavonearse en París” (Gazzaniga, 2019, p. 35). Pues bien, según Gazzaniga, Hume
“opinaba que los filósofos debían dejar de perder el tiempo –y hacérselo perder a los demás— escribiendo copiosamente sobre pseudopreguntas, prescindir de sus apriorismos y refrenar sus especulaciones, tal como hacían los científicos… Hume apuntaba a Descartes y a otros que como él creían haber demostrado de manera concluyente la filosofía dualista mediante la razón, las matemáticas y la lógica. Hoy la postura de Hume es relativamente frecuente, en parte porque los filósofos académicos contemporáneos son contratados por modernas universidades dedicadas a la investigación y trabajan en un entorno científico experimental; aunque las ideas cartesianas siguen presentes, la mayoría de los filósofos y científicos ya no las toman en serio. Pero a principios del siglo XVIII el ataque de Hume a Descartes resultaba tan audaz como innovador (Gazzaniga, 2019, p. 55)”.
Definitivamente, cuando algunos campos de las ciencias sociales abren las puertas a la ideología las posibilidades de que se consolide un saber científico social provechoso se hacen más difíciles, con lo cual se pierden valiosos recursos y tiempo que podrían ser usados en el estudio explicativo de fenómenos sociales, culturales, políticos, económicos y mentales que urgen de ser entendidos de una mejor manera. No es que los científicos, naturales o sociales, no deban tener una ideología o unos compromisos ideológicos. Eso es prácticamente imposible. De lo que se trata es que esos compromisos e intereses no se mezclen difusamente con las exigencias cognoscitivas de lo real o, peor aún, que las ilusiones ideológicas se hagan pasar por un conocimiento cierto de lo real. Una cosa es la realidad efectiva y otra cosa las concepciones que tenemos de ella: las ideologías son concepciones distorsionadas que, como tales, impiden tomar decisiones eficaces para intervenir en la realidad y dan la pauta para la manipulación de las conciencias a partir de intereses económicos, políticos o mediáticos. En palabras de Stephen Jay Gould:
“Los científicos no somos distintos del resto. Somos seres humanos apasionados, enredados en una red de circunstancias personales y sociales Nuestro campo reconoce cánones de procedimientos diseñados para dar a la naturaleza la oportunidad de autoafirmarse delante de los diferentes sesgos; pero a menos que los científicos entiendan sus esperanzas y se autoexaminen con rigor, no serán capaces de clasificar las preferencias surgidas del mensaje débil e imperfecto de la naturaleza…
El compromiso político expresado abiertamente no impide al científico ver la naturaleza con precisión, aunque sólo sea porque ningún científico honesto o un activista político efectivo estarían lo bastante locos como para impulsar un programa que estuviera en total desacuerdo con el mundo tal y como está. Muchos acontecimientos de la naturaleza son decididamente desagradables (…), pero ningún sistema social deja de incorporar este tipo de información, a pesar de la plétora de paliativos, desde la reencarnación a la resurrección, que defiende más de una cultura” (Jay Gould, 2019, pp. 187-188).
- Reflexión final: los desafíos
Quizás no sean pocos los que están lo bastante locos para impulsar programas que están en total desacuerdo con el mundo tal como éste es. La fuerza y éxito de las ideologías estriban precisamente en hay personas que aceptan ideas ilusorias obviando los imperativos de la realidad. De ahí la necesidad de estar siempre vigilantes a las variadas formas en las cuales la ideología puede contaminar los ejercicios cognoscitivos orientados a conocer la realidad tal como ella es. Las ciencias naturales, sin ser totalmente inmunes a esa contaminación, han creado mecanismos sumamente eficaces para la “cura ideológica”; entre estos mecanismos, además de la meticulosidad experimental y la revisión-discusión colegiada de los productos de investigación, está la robustez teórica, que pone en dificultades insuperables a charlatanes que quieren “revolucionar” con sus “descubrimientos” los cimientos de saberes bien establecidos en lo lógico y en lo empírico. En fin, en las ciencias naturales es casi improbable que se suscite de nueva cuenta una experiencia como la de la “biología soviética” de Trofim Lysenko.
En las ciencias sociales, el débil cuerpo teórico de algunas de sus disciplinas favorece la contaminación ideológica, pues no hay criterios conceptuales-explicativos firmes que permitan descartar planteamientos que no sólo no explican nada, sino que contradicen lo que se sabe de la realidad natural y humana. En terrenos en los que el rigor lógico y conceptual es débil, cualquier formulación encuentra acomodo fácil, pasando a convertirse en parte de un híbrido difuso de ideas y nociones para todos los gustos. Apuntalar los fundamentos teóricos de las distintas ciencias sociales y sus disciplinas sigue siendo un desafío de primera importancia; pero ese apuntalamiento debe ir de la mano con investigaciones que indaguen –y permitan explicar— fenómenos (y problemas) reales sociales, culturales, económicos, mentales e históricos.
Porque si bien es cierto que lo ideológico es una amenaza para las ciencias sociales, no es lo único. En El Salvador, algunas ciencias sociales que despuntaron bien, como la economía, han terminado por dedicar buena parte de sus energías a la elaboración de políticas, normativas o mecanismos para corregir problemas (corrupción, evasión fiscal, tributación, equilibrio presupuestario, etc.), y no a explicar esos fenómenos (lo cual es su tarea si quiere ser ciencia). Y la tarea de explicar no sólo es de la economía, sino de las distintas ciencias sociales, si quieren justificar su estatus científico. Tal como señala Francisco Linares Martínez,
“Toda ciencia tiene como objetivo la explicación de los fenómenos que centran su atención. Las ciencias sociales no menos que las demás, Es cierto que el grado en el que este objetivo es alcanzable puede diferir dependiendo del estado de los conocimientos en cada disciplina científica o la dificultad que su objeto de estudio suponga. Es también verdad que la explicación no es ni mucho menos el único objetivo de la ciencia, ni la única tarea de los científicos: hacer descripciones de la realidad, desarrollar técnicas de medición y análisis, recoger datos, idear nuevas tecnologías y aplicaciones prácticas de los conocimientos científicos… todas ellas son también tareas importantes e imprescindibles. Disponer de una explicación adecuada de un fenómeno, sin embargo, es el primer paso para su manipulación sistemáticamente eficaz (…) y para la deducción de otro tipo de conocimientos útiles” (Linares Martínez, 2018, p. 51).
No está mal ayudar a corregir problemas (económicos, sociales, sanitarios, etc.), pero corregir no es explicar, y definitivamente la explicación debería ir antes de la corrección o de la intervención. Es urgente que la ciencia económica –la más antigua de las ciencias sociales— retome sus cauces explicativos de la realidad económica, en todos los planos y facetas que la constituyen. Es urgente, asimismo, que se delimite lo explicativo de lo procedimental y lo normativo. Una cosa es prescribir (o diseñar) procedimientos y normas, y otra tener un conocimiento riguroso de cómo funciona la realidad natural y social-cultural. Llamar ciencia a lo primero confunde más que ilumina las responsabilidades y tareas a realizar en cada área en particular[6].
La siguiente ciencia social en desarrollarse –la sociología— debería ser un baluarte de la lucha anti-ideológica no sólo en sus distintas disciplinas, sino en los otros saberes sociales que tienen pretensiones científicas. Los sociólogos deberían estar vacunados contra las ilusiones de todo tipo[7]. Deberían sentir entusiasmo por la sociedad y sus misterios, y no por la magia. Ser conscientes de que es “hermoso es poder explicar esos misterios” y que es un “privilegio hacerlo”. Sus aliados naturales en este empeño son, por un lado, los economistas; y por otro, los historiadores, entre los cuales hay una estirpe (en El Salvador, y en otros muchos lugares del mundo) que se curó, desde hace un buen rato, de las arremetidas de lo ideológico, el positivismo ramplón y el inmediatismo pragmático.
Historia, economía y sociología deberían ser, en un contexto como el salvadoreño, las ciencias sociales que posicionen y hagan valer, antes que nada, su carácter científico y que sean un acicate para que otros saberes sobre lo social-humano se tomen en serio la necesidad de fundamentar su quehacer en bases científicas. Cuando la sociología se constituyó como ciencia de lo social, a finales del siglo XIX, estaba animada por un afán explicativo que con el tiempo pasó a un segundo plano. Que se la concibiera (y cultivara) como un instrumento para la reforma o para la revolución la sacó del cauce que la hubiera conducido a la formación de un cuerpo teórico robusto que sirviera de marco de referencia para un quehacer investigativo de largo aliento, o lo que Imre Lakatos llamó un programa de investigación, y que tal como lo formulan A. Cova, A. Inciarte y M. Prieto, deben ser entendidos
“como una unidad constituida por una secuencia de teorías científicas, con continuidad espacio-temporal que relaciona a sus miembros según un plan inicial común, éstos, facilitan el abordaje teórico, la sistematización y socialización; estas cualidades conllevan a plantear que la investigación se realice atendiendo al principio de redes de problemas o de comunidades científicas, bajo la concepción de Programas de Investigación, lo que permitiría conferirle un carácter institucional a la acción investigativa, además de promover una acción interdependiente en la producción de conocimiento” (Cova, Inciarte y Prieto, 2005, pp. 83-108).
Los débiles fundamentos teóricos de la sociología, aunados a sus débiles fundamentos metodológicos, no sólo ayudan a comprender lo errático de sus logros explicativos en distintos ámbitos de la realidad social, sino su permeabilidad a distintos productos (memes, los llama Dawkins) ideológicos que se filtran ahí donde los vacíos conceptuales lo permiten. Esas debilidades –y, por tanto, esos vacíos conceptuales— están presentes en otras ciencias sociales, en las cuales prácticamente se ha renunciado a la explicación, poniendo en su lugar la denuncia y condena de lo existente, así como la elaboración de propuestas ético-morales de envergadura planetaria que idealizan lo que efectivamente pueden hacer los seres humanos para cambiar su realidad efectiva. Hay autores que, con sus visiones totalizantes de un mundo ideal –visiones que se tejen en un discurso lírico y mesiánico—, contagian a quienes dicen ser científicos sociales, impidiéndoles dedicarse a lo que les corresponde, como su principal responsabilidad profesional y social: explicar los mecanismos que ponen en marcha los distintos fenómenos sociales.
Es posible que las personas necesiten de utopías o ilusiones, pero también necesitan de explicaciones de por qué las cosas del mundo real (social en este caso) son como son, cuál es su funcionamiento, cómo se relacionan unas con otras, cuáles y de qué manera unas influyen o hacen posible otras. La ciencia es la mejor herramienta inventada por el Homo sapiens para conocer, e intervenir, en los nudos de relaciones que tejen el universo y la vida humana. Según Michael Gazzaniga, un gran salto adelante en la comprensión-explicación de la realidad fue ese que permitió dejar de considerar a la naturaleza como un “Tú” y pasar a considerarla como un “Algo”, lo cual fue obra de esos pioneros que fueron los filósofos naturalistas griegos.
“Un ‘Tú’ –dice Gazzaniga— es alguien con creencias, pensamientos y deseos, que actúa por sí mismo y, por tanto, no es necesariamente estable o predecible. Por otro lado, ‘Eso’ es un objeto, no un amigo. ‘Eso’ puede relacionarse con otros objetos en lo que puede parecer la más razonable de las organizaciones. Partiendo de dichas relaciones, es posible expandirlas y buscar leyes universales que gobiernen el comportamiento y los acontecimientos en función de condiciones predecibles y prescritas. Buscar la identidad de un objeto es un proceso activo. Por el contrario, entender a un ‘Tú’ es único e impredecible, y sólo se lo conoce en la medida que se revela. Cada experiencia del ‘Tú’ es individual. De una interacción con un ‘Tú’ puedes obtener una historia o un mito, pero no puedes extraer una hipótesis. La transición del ‘Tú’ hizo posible el pensamiento científico” (Gazzaniga,2019, p. 25).
El asunto a dilucidar críticamente y sin complacencias es si en algunas disciplinas de las ciencias sociales, o en algunas de las corrientes al interior de esas disciplinas, han hecho –o sus cultivadores están dispuestos a promover—, esa transición. La sospecha que se plantea en estas reflexiones es que esa transición no se ha producido en el conjunto de las ciencias sociales, y que esto se expresa, por un lado, en la resistencia por parte de muchos de sus cultivadores a asumir, sin reticencias, el carácter explicativo de toda empresa científica, incluida la que compete a los científicos sociales; y, por otro lado, en lo permeable que es el discurso sociológico, antropológico, político e histórico –y a veces también el económico— a visiones mitológicas, voluntaristas y espiritualistas de la realidad natural, social y humana (que es, por supuesto, natural).
Cuando esto último sucede, se hace evidente que el “Tú” sigue rondando en las preocupaciones de los teóricos e investigadores de lo humano-social, y eso constituye una puerta de entrada no sólo para las marañas conceptuales, que mezclan confusamente términos tomados de la psicología, la sociología, la física, la literatura, la química y la biología, sino para las concepciones distorsionadas de la realidad, es decir, para las ideologías en sus distintas variantes.
En algunas de estas variantes, la distorsión se aplica a la ciencia, de la cual se dicen cosas absurdas como que a) no ofrece una visión global, sino fragmentada de la realidad[8]; b) el positivismo sigue siendo la herramienta de las ciencias naturales (y, por tanto, las ciencias sociales deben alejarse lo más que puedan de las ciencias naturales); c) la ciencia es opresora por ser capitalista, por lo que hay que cultivar “otros saberes”. Ninguna de esas tres afirmaciones, y otras del mismo calado, resiste un examen lógico y empírico. Junto con esas distorsiones de lo que es la ciencia, hay otras creencias que atañen a las relaciones entre realidad y conocimiento que son ciertamente perniciosas, por ejemplo, que a) el pensamiento, las ideas o las creencias, son idénticas a la realidad, o viceversa; b) que las ideas, el pensamiento o las creencias producen, sin mediación material, realidades fácticas; y c) que las cosas reales comienzan a existir cuando con pensadas o creídas por un sujeto.
Definitivamente, lo anterior es falso: por ejemplo, una cosa es la idea de sistema (o los conocimientos sobre los sistemas) y otra los sistemas reales; asimismo, los fenómenos reales (naturales-sociales-humanos) no comienzan a existir en el momento que se los conoce, y así en las disciplinas científicas punteras del presente (ciencias cognitivas, psicología evolucionista, biología evolutiva, paleontología humana, biología molecular, física cuántica) los fenómenos estudiados (que se quieren explicar y se están explicando) abarcan lapsos de tiempo que van desde el origen del universo y de la vida hasta el origen y evolución del Homo sapiens (hace unos 250 mil años), es decir, fenómenos que existían mucho antes que las ciencias que los estudian. Para el caso, y sólo con fines ilustrativos, las investigaciones en neurociencia han revelado que
“estar de buen humor incrementa la flexibilidad cognitiva y aumenta la creatividad para resolver problemas en muchos escenarios distintos. Se ha demostrado que aumenta también la fluidez verbal. Las personas con afectos positivos permiten ampliar las categorías grupales, el encontrar más semejanzas entre objetos, personas o grupos sociales… Esto se traduce en una reducción de los conflictos… Las tareas interesantes hacen que el trabajo sea más gratificante, e inducen a las personas a buscar soluciones más creativas a los problemas. El buen humor… nos convierte en personas más amables y menos rígidas” (Gazzaniga, 2010, pp. 250-251).
Lo anterior no quiere decir, obviamente, que el buen humor y su influencia en la flexibilidad cognitiva, la creatividad y la reducción de los conflictos comenzaron a existir desde el momento que las ciencias cognitivas lo pusieron de manifiesto. Eso siempre ha estado ahí, desde que el Homo sapiens existe, y no es descabellado pensar que algo de eso estuviera presente en otra especie humana, la del Homo neanderthalensis. Desconocer eso ha llevado, en esferas educativas y laborales, a prácticas que, sin eliminarlo, socaban el buen humor y su influencia positiva no sólo en el bienestar personal y en las relaciones interpersonales, sino en el rendimiento y la creatividad en el trabajo.
El conocimiento científico no crea realidades por el hecho de conocerlas; explica realidades existentes –que no quiere decir estáticas, rígidas o mecánicas— y desde ese conocimiento ayuda, mediante los diseños tecnológicos adecuados, a intervenir en ellas (y también a producir otras cosas reales, como elementos químicos que no existen en la tierra), lo cual no siempre es y ha sido positivo para los seres humanos, pero tampoco no siempre es y ha sido negativo. En lo que debería ser una alerta para quienes trabajan en el ámbito educativo, los conocimientos recientes de las ciencias cognitivas, la psicología evolucionista, la paleontología, la genética y la biología evolutiva están dando explicaciones, bien fundamentadas, del desarrollo neuronal y mental del Homo sapiens, desde sus fases embrionarias hasta su edad adulta (Arsuaga, 2012; Arsuaga, 2019; Arsuaga y Martínez, 1998; Gazzaniga, 2010).
Los Homo sapiens, niños, niñas y adultos, tenemos sobre la tierra unos 100 mil años y las ciencias mencionadas arriba desde hace unos 30 o 40 años que vienen arrojando resultados extraordinarios en el conocimiento de éstos[9], de la evolución, estructura y funciones de su cerebro y su pertenencia al cuerpo, de la dinámica de las emociones, sentimientos, mente y conciencia, de la carga genética que nos caracteriza como especie, de las relaciones entre lo hereditario y lo aprendido, del margen de maniobra de las intervenciones educativas impuesto por las estructuras biológicas y de lo que emerge biológicamente aún en contra de los diseños educativos[10]. Estas conquistas están poniendo patas arriba concepciones menos fundamentadas, e incluso francamente equivocadas, sobre el desarrollo neuronal, afectivo y cognitivo de niños, niñas y adultos, las cuales dieron a paso a modelos e intervenciones educativas que muchas veces fueron contraproducentes respecto de las dinámicas reales de ese desarrollo.
Los conocimientos más recientes deberían dar la pauta para la construcción de modelos e intervenciones educativas más cercanas a lo que la realidad humana es, y dejar de inspirarse en lo que esta debería ser[11]. Por supuesto que entender como son las cosas no quiere decir aceptarlas tal cuales son; pero cualquier cambio de ellas, si en verdad quiere serlo, debe partir de un conocimiento científicamente fiable de su ser fáctico. De todas maneras, en el caso del desarrollo y posibilidades neuronales, emocionales y cognitivas de niños, niñas y adultos, ese ser fáctico se abrirá camino –como lo ha hecho durante 100 mil años— pese al desconocimiento que se tenga del mismo e incluso venciendo modelos e intervenciones didácticas y pedagógicas que van en contra de la naturaleza humana y sus potencialidades y posibilidades.
En conclusión, los científicos sociales deben trabajar arduamente para vencer las “ilusiones metafísicas de nuestros cerebros primates” (Olite, 2018), lo cual no puede hacerse sin una actitud crítica ante las “ilusiones ideológicas” que fácilmente entran en escena una vez que se da la espalda al rigor teórico y a la realidad. El modelo estándar de las ciencias sociales, ese que opone naturaleza y cultura, debe ser superado a partir der una integración-articulación de los saberes científico sociales con los saberes científico naturales. Esa integración-articulación, por cierto, ya se está produciendo en campos como la psicología evolucionista, la psicología cognitiva y la paleoantropología (Castro Nogueira, et al., 2008). En la base de esta integración-articulación teórica (cognoscitiva) está la articulación real, efectiva, entre lo natural y lo social-cultural, de lo cual es prueba firme en los seres humanos, seres naturales, sociales y culturales, en donde lo social y lo cultural no son un añadido, sino realidades inscritas, en sus orígenes, en la estructura genética (por tanto, en la naturaleza) de los individuos que forman –formamos— la especie Homo sapiens (González, 2019).
San Salvador, 30 de septiembre de 2021
Referencias bibliográficas
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Arsuaga, J. L. (2012), El primer viaje de nuestra vida. Barcelona, Temas de Hoy.
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Arsuaga, J. L., Martínez, I. (1998), La especie elegida. La larga marcha de la evolución humana. Barcelona, Planeta.
Boaventura de Sousa Santos (2018), Construyendo las epistemologías del Sur. Para un pensamiento alternativo de alternativas. Buenos Aires, CLACSO.
Castro Nogueira, L., Castro Nogueira, L., Castro Nogueira, M. A. (2008), ¿Quién teme a la naturaleza humana? Homo suadens y el bienestar en la cultura: biología evolutiva, metafísica y ciencias sociales. Madrid, Tecnos.
Cova, A., Inciarte, A. y Prieto, M. (2005), “Lakatos y los programas de investigación científica. Una opción parea la organización investigativa nacional”. Omnia, año/vol. 11, número 003, Universidad del Zulia, Maracaibo, Venezuela.
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Dawkins, R. La magia de la realidad. Cómo sabemos si algo es real. Barcelona, Espasa.
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Gazzaniga, M. S. (2019), El instinto de la conciencia. Cómo el cerebro crea la mente. Barcelona, Paidós.
Gazzaniga, M. S. (2010), ¿Qué nos hace humanos? La explicación científica de nuestra singularidad como especie. Barcelona, Paidós.
González, L. A. (2019), “Visión científica del Homo sapiens”. América Latina en Movimiento, https://www.alainet.org/es/articulo/202642.
Jay Gould, S. (2019), Un erizo en la tormenta. Barcelona, Crítica.
Linares Martínez F., Sociología y teoría social analíticas. La ciencia de Las consecuencias intencionadas de la acción. Madrid, Alianza, 2018.
Marx, K. (1974), La ideología alemana. Montevideo-Barcelona, Pueblos Unidos-Grijalbo.
Olite, J. C. (2018), Las ilusiones metafísicas de un cerebro primate. Zaragoza, Universidad de Zaragoza.
Sarukhán, J. (2009), Las musas de Darwin. México, FCE,
Sokal, A., Bricmont, J. (2008), Imposturas intelectuales. Barcelona, Paidós.
[1] Ontológico: saber (reflexión) sobre la realidad; epistemológico: saber (reflexión) sobre el conocimiento humano, sus condiciones, límites y posibilidades.
[2] Enunciado que expresa la respuesta provisional (lógica) a un problema de investigación, del cual se derivan implicaciones empíricas que son las que deben ser buscadas mediante el trabajo de campo (que por cierto no se reduce a ni se identifica con hacer encuestas de opinión). Por ejemplo, una hipótesis de gran calado en la paleoantropología actual dice que entre los Homo neanderthalensis y los Homo sapiens, además de coexistencia temporal (hace unos 40 mil años), hubo cruzamiento sexual con descendencia fértil. La implicación empírica de ello (y de lo que se tiene encontrar evidencia) es que en el genoma de Homo sapiens tiene que haber genes de neandertal. Y, en efecto, la evidencia empírica ha sido (y está siendo) recabada de manera rigurosa en poblaciones europeas actuales, dando una base firme a la hipótesis planteada (Arsuaga, 2019).
[3] Conseguir doctorados, cuando no se tienen, es parte de ese empeño.
[4] Y los manuales de metodología de la investigación no han ayudado mucho para una comprensión realista del quehacer científico.
[5] Distopía: mundo imaginario que se considera indeseable, o sea, una anti-utopía.
[6] Una disciplina que ha sido víctima de estas confusiones es la criminología, cuyos cultivadores orientan sus esfuerzos, principalmente, al diseño de mecanismos que hagan más efectiva la persecución de los criminales. Lo que menos hay en ella es “logos del crimen” (conocimiento del crimen).
[7] A las cuales, sin embargo, deben dedicar la debida atención analítica, pues su explicación es un desafío de primera importancia para la ciencia. De hecho, el mejor remedio contra la contaminación ideológica es el conocimiento científico de las ideologías: su origen, funcionamiento, factores de propagación, bases mentales y culturales, etc.
[8] Científicos e historiadores de primer nivel están trabajando, de lleno, en “la gran historia”, o sea en visiones globales de la realidad natural y social-humana tejidas con los aportes de las distintas disciplinas científicas. Por ejemplo, David Christian La gran historia de todo (Barcelona, Crítica, 2019), y Walter Álvarez, El viaje más improbable (Barcelona, Crítica, 2017).
[9] Jean Piaget, Lev Vigotski, Henri Wallon y Alberto Merani están entre los que contribuyeron a montar el andamiaje del conocimiento de la psicología infantil, pero ese conocimiento no se detuvo con ellos. Ha seguido y sigue boyante, revelando más misterios sobre la primera infancia del Homo sapiens.
[10] Estos resultados extraordinarios se apoyan en los logros obtenidos por esas disciplinas durante el siglo XX e incluso, en el caso de la biología evolutiva, desde la decisiva contribución de Darwin-Wallace.
[11] Cuanto más que este “deber ser” es elaborado por personas que, muchas veces, tienen prejuicios realmente perniciosos (por ejemplo, en temas sexuales) o están atrapadas por ilusiones que tienen poco que ver con la realidad.
Fotografía: ABC