Por: Javier Hernández Alpízar. 09/11/2024
Karl Marx explicó con claridad el proceso esencial del capital: la extracción de plusvalía, un valor extra, no pagado, resultado de trabajo impago, que se acumula en manos de la propiedad privada del capital, la propiedad privada de los medios de producción (tierras, industrias, maquinarias, transportes, infraestructuras, empresas, bancos, tecnología, recursos naturales privatizados, etc.). Pero para que este esquema funcione es necesario que existan dos polos sociales, dos clases, una que posee el capital (los medios de producción) de manera privada y otra clase desposeída, sin nada más que su fuerza de trabajo.
Como esta situación de que haya una minoría poseedora de los medios de producción y otra desposeída no ha sido eterna, transhistórica, esa condición debió haber comenzado en un momento de la historia en la Europa occidental, donde surgieron el capitalismo y la industrialización, la modernidad así llamada. El proceso de despojo contra los campesinos, a quienes les fueron arrebatadas por la violencia sus tierras, es un proceso histórico que se dio con la modernidad: Adam Smith lo llamó “acumulación originaria” del capital y Marx le dedica un capítulo del libro I de El capital: un proceso que se dio en Europa y en las colonias que Europa fue conquistando en otros continentes. La violencia, la rapiña, el despojo, el robo proletarizaron a campesinos en Europa y Estados Unidos (ver Las viñas de la ira de John Steinbeck) y en América Latina, África, Asia y Oceanía: se implementaron colonialismo, ecocidio, genocidio, patriarcado como métodos violentos de despojo, sometimiento, explotación y “subsunción” de pueblos, culturas, civilizaciones materiales, mercados y naturaleza al capital, a la acumulación capitalista.
Rosa Luxemburgo encontró que ese proceso de acumulación originaria no ocurrió solamente una vez para dar inicio al capitalismo, sino que ocurre cíclicamente: cada vez que el capital entra en una crisis, pues sale de ella conquistando nuevos territorios, pueblos y recursos, y despojando de nuevo, lo que David Harvey llamó “acumulación por desposesión”. En este proceso se expropia, se despoja, se roba territorio, materias primas, minerales, petróleo, gas, agua, cultivos, ecosistemas vistos como “biomasa”.
Normalmente estos procesos de colonización violenta son presentados como progreso, modernización, desarrollo e incluso “evangelización”, y para ellos se construyen grandes obras, megaproyectos como el Canal de Panamá, el Canal de Suez o el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec. Como esos procesos son despojo violento que puede generar grandes o menores resistencias locales, muchas veces son militares, fuerzas armadas del Estado, los encargados de encabezar esos procesos. A esta combinación de acumulación por desposesión y militarización, con su violencia y su ocupación armada del territorio, le llamó William I Robinson “acumulación militarizada”.
En México, vivimos este proceso de acumulación militarizada violenta en una fase agresiva por lo menos desde 2006, con la llamada “guerra contra el narco” de Calderón, pero el proceso modernizador de despojo inició con el neoliberalismo en 1982, bajo la presidencia de Miguel de la Madrid, y se formalizó con el Tratado de Libre Comercio con Canadá y Estados Unidos que entró en vigor en 1994, en respuesta a la formación de otros bloques de acumulación y control territorial capitalista como la Unión Europea. El tratado fue ratificado por el gobierno de Peña Nieto y el entrante de López Obrador, en medio de una transición tersa, aparentemente pactada, en 2018.
En 1994 el EZLN se levantó contra el gobierno mexicano, acusándolo de ser una dictadura, justo en el momento de entrada en vigor del TLC. En 2006 el EZLN impulsó la Otra Campaña para tratar de formar un polo de resistencia y lucha de izquierda contra lo que se venía, mayor violencia y despojo. El fracaso del proceso organizativo, por la incapacidad de organizarse de esa izquierda, fue también resultado de la contrainsurgencia: el violento ataque militar en Atenco, la militarización de la vigilancia de la Otra Campaña que alcanzó su punto culminante en la reunión indígena en Vícam, y luego, la guerra contra el pueblo bajo la coartada de guerra al crimen.
La violencia de tres sexenios, los de Calderón, Peña Nieto y Obrador, con un país militarizado, con el crimen organizado convertido de facto en un elemento de contrainsurgencia antizapatista, antiautonomía y de despojo territorial por todo el país, han sido ese proceso de acumulación militarizada y criminal que desposee a los mexicanos de territorio, autonomía, recursos, vidas y libertades.
Los zapatistas están respondiendo con una estrategia, en su territorio, de reconstrucción del tejido social mediante compartir la tierra como lo común, sin propiedad, entre indígenas zapatistas y no zapatistas. En Chiapas, y en todos los territorios tanto indígenas, campesinos y rurales como urbanos, la violencia organizada, no solamente la de grupos privados armados sino la de las fuerzas armadas gubernamentales es, de facto, una ocupación militarizada de territorios para el despojo, la acumulación militarizada y el control social por el miedo e incluso el terror: miles de personas asesinadas y otras tantas desaparecidas, y en medio de ello, muchos defensores y defensoras del territorio, de los derechos humanos y periodistas y comunicadoras asesinados, son parte de esa guerra de la acumulación militarizada contra el México de abajo.
Los procesos de acumulación por desposesión militarizada no solamente arrebatan, roban y despojan bienes materiales, territorios, bienes inmuebles, sino bienes intangibles como los derechos, económicos y sociales: como el derecho a la salud y la educación, que se ven mermados o privatizados de facto (la salud privada se hace cargo de todo lo que ya es incapaz de hacer la pública: estudios especializados, venta de medicamentos, consultorios precarios en las farmacias barriales).
La serie de reformas constitucionales (que violentan tanto los propios procesos legislativos como la Constitución y los convenios internacionales de derechos humanos que México ha firmado) despojan al pueblo mexicano, a la sociedad mexicana toda, pero sobre todo al México de abajo, indígena, campesino y popular, de sus derechos: la despojan del estado de derecho democrático, de certeza jurídica, de recursos para impugnar legalmente reformas o leyes que violenten más sus derechos. Se pasa de despojarlos de sus derechos negándolos de hecho a negarlos legalizando su violación.
La democracia y los derechos humanos en México, consignados en la Constitución, en los convenios, protocolos, declaraciones y tratados internacionales que México ha firmado, en leyes y reglamentos, no son una dádiva del poder, ni del gobierno mexicano ni de los organismos internacionales: son resultado de la lucha social. Son fruto de la guerra de independencia, la guerra de reforma, las guerras de resistencia a invasiones extranjeras, las rebeliones indígenas y populares, la revolución mexicana, las luchas armadas y pacíficas, populares, campesinas, de trabajadores, estudiantiles, de las mujeres, indígenas y afrodescendientes.
Todas las leyes y reformas que dieron a México leyes, instituciones, organismos autónomos, división de poderes, control judicial (por parte de la SCJN) sobre los otros poderes, son resultado de la lucha de décadas, siglos, que fueron obligando a los gobiernos a ir reconociendo esos derechos, a irlos plasmando en la Constitución y las leyes, a ir firmando convenios internacionales de derechos humanos e ir aceptando su vigencia plena en México. Por supuesto que, de facto, todos los gobiernos mexicanos, han regateado el reconocimiento de los derechos en la ley y luego han procurado que sean letra muerta, y que no sean vigentes en los hechos, pero siempre han sido un referente para poder exigirlos y demostrar que los gobiernos (de todos los partidos) los violan e incumplen.
Algunos ejemplos de cómo el EZLN ha apelado al derecho positivo mexicano incluso en medio de la guerra: cuando se alzaron en armas en 1994 invocaron el artículo 39 de la Constitución que dice que la soberanía emana del pueblos (e incluso apelaron a los Convenios de Ginebra para la guerra); cuando iniciaron la Otra Campaña con una reunión en Chiapas, en territorio autónomo, asistieron a la asamblea sin armas, porque un artículo de la Constitución (el 9) dice que no es lícita una asamblea que delibere armada. Los zapatistas lucharon porque los derechos y cultura indígenas estuvieran en la Constitución y fueron traicionados por toda la clase política (derechas e izquierdas partidarias, tanto en el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial) al negarse a incluir esos derechos, y al romperse el diálogo, quedaron sin abordarse mesas sobre otros temas como democracia y derechos de las mujeres (en las que las mujeres zapatistas son vanguardia desde su Ley Revolucionaria Indígena de las Mujeres de 1994, antes del alzamiento armado).
Los zapatistas convocaron a intentar que fuera candidata independiente a la presidencia una mujer indígena, vocera del Congreso Nacional Indígena y el Concejo Indígena de Gobierno, para alentar la reorganización de la izquierda de abajo, dispersa y desorganizada, haciendo un uso alternativo, creativo e imaginativo del derecho y de la posibilidad que el INE abría a candidaturas independientes. El proceso sirvió para que se reencontraran activistas y organizaciones antes dispersos y para probar que la partidocracia tenía controlado el acceso a candidaturas, por lo que una candidatura verdaderamente independiente es imposible bajo esas reglas.
Asimismo, los zapatistas invitaron a participar en la Consulta sobre la justicia para las víctimas que el gobierno obradorista promovió como supuesto “juicio a expresidentes”, pero cuya redacción hacía alusión expresa a justicia para las víctimas. Esta convocatoria zapatista intentaba rearticular al movimiento de abajo y a la izquierda en torno a un deber ético y político: apoyar a las víctimas de la violencia por este proceso de acumulación militarizada. Sin embargo, la convocatoria no tuvo respuesta porque los militantes de izquierda no la comprendieron: pensaron que era una manera de apoyar al gobierno y no entendieron que se trataba de irrumpir con el apoyo a las víctimas en un proceso que los gobernantes convocaban para hacerle el vacío y justificar la impunidad de los expresidentes, como finalmente ocurrió. En cambio, los zapatistas llamaban a posicionar los derechos de las víctimas de la violencia organizada en la discusión pública.
La ley no es solamente una herramienta de los poderosos para oprimirnos, puede y debe ser también un instrumento de defensa de nuestros derechos y libertades: leyes más democráticas y respetuosas de los derechos humanos no son el resultado de la filantropía o el humanismo de las clases poderosas, sino el resultado de la lucha social, la lucha de abajo. Las leyes, si son mejores y más democráticas, o si son más opresivas, son reflejo de la correlación de fuerzas entre los opresores y la resistencia popular. Las reformas que perpetúan y legalizan la militarización y la guerra, que desmantelan al poder judicial y lo convierten en un reducto al servicio del partido gobernante y que impiden que cualquier reforma constitucional sea impugnable, junto a otras como la existencia de jueces sin rostro, la elección de jueces y magistrados bajo el control del partido de estado, la desaparición de los organismos autónomos como el INAI, y la prisión preventiva oficiosa, en conjunto, forman una regresión autoritaria, represiva, regresión con tintes autocráticas y militaristas: tales reformas son la formalización constitucional de la acumulación militarizada y legalizan las violaciones y atropellos que se venían cometiendo de facto durante los últimos al menos tres sexenios (Caderón, Peña, Obrador). La correlación de fuerzas que reflejan esas leyes retrógradas es de total empoderamiento de la oligarquía, los militares y sus partidos (Morena, Verde, PT y aliados en el PRI, el PAN, etc., digo MC).
El hecho de que puedan hacer esas reformas a la vista de todos y que no haya una resistencia popular, muestra el grado de éxito en la desmovilización de las conciencias, y de la organización, fruto del neoliberalismo, la violencia y la manipulación y propaganda populista. Hay muchos nombres para un régimen así: posdemocracia, régimen híbrido (porque combina formalidades democráticas con prácticas autocráticas o autoritarias), populismo, tiranía populista.
El primer resultado de algo así es la mayor vulnerabilidad de los mexicanos de abajo, y ahora también de los migrantes de América Latina y el Caribe, que quedan expuestos al despojo, la violencia y a la guerra de la acumulación militarizada; principalmente las infancias, jóvenes, mujeres y todos los grupos más pobres y desorganizados.
Una de las estrategias con las que ha desmovilizado el régimen a una posible oposición es el chantaje: decir que todo lo que se les opone es de derecha, o de “ultraderecha” (porque suena más feo), que es conservador, porque su “transformación” es progresista, feminista y pobres friendly. Ese chantaje ha obstaculizado los buenos hábitos de informarnos, analizar con libertad, deliberar, debatir y organizarnos y movilizarnos con toda la libertad que necesitaría una circunstancia tan urgente: es sintomático que cuando los zapatistas llamaron a participar en la consulta para apoyar a las víctimas, la mayoría o al menos una gran parte de los convocados cayó en la teoría de la conspiración suponiendo un “acuerdo oculto” de los zapatistas con Morena. También es sintomático que cuando alguien que milita en las filas de la izquierda critica la reforma al poder judicial, se le lee como alguien que se ha “derechizado”. Es ridículo que hoy se piense que defender la democracia y los derechos humanos sea de “derecha”, como si todo avance democrático y en los derechos humanos no hubiera sido resultado de la lucha social, es decir, de la lucha de la izquierda. Pero es resultado de la confusión que ha causado el “neoliberalismo populista” (como lo ha llamado Pablo González Casanova) que ahora hace creer que el autoritarismo, el militarismo y el estatismo son de izquierda y que si no se reproducen sus eslóganes contra “la corrupción” del poder judicial o de lo que allá arriba digan (y sus correas de transmisión divulguen) es que uno se ha “derechizado”. Acumulación militarizada: despojo de bienes, despojo de derechos y despojo del pensamiento crítico.
LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: Centro de medios libres