Por: Leonardo Oliva. 15/09/2024
La suspensión de X en Brasil es el nuevo capítulo de una serie de enfrentamientos entre los gigantes tecnológicos con gobiernos que pretenden regularlos y, sobre todo, controlar los mensajes que por allí circulan. Una lucha de poderes en la que están en juego la seguridad de los usuarios, la libertad de expresión y hasta la democracia
Elon Musk contra Lula Da Silva; Mark Zuckerberg contra Joe Biden; Pavel Durov contra Emmanuel Macron… No puede ser casualidad que en una misma semana, el enfrentamiento entre los magnates tecnológicos y algunos gobernantes haya alcanzado niveles tan extremos.
¿Qué está pasando? La respuesta es clara: se ha llegado a un punto límite en la tensión entre censura y seguridad en Internet. De un lado, los Estados pretenden combatir la desinformación y perseguir el delito virtual al exigir a las empresas borrar contenidos o entregar a la Justicia los datos de ciertos usuarios. Del otro lado, las apps de mensajería aseguran que aceptar estas exigencias equivale a ceder a la censura.
“Está destrozando con fines políticos la libertad de expresión, pilar de la democracia”, dijo Musk respecto del juez del Supremo Tribunal Federal (STF) Alexandre de Moraes, quien ordenó el 30 de agosto suspender la red X en todo Brasil. Lo hizo luego de que el magnate se negó a nombrar un representante legal en el país sudamericano y a moderar contenidos como le había ordenado De Moraes.
El lunes 2 de septiembre, el STF ratificó por mayoría la decisión de cerrar X y Musk contraatacó por medio de otra empresa de su propiedad, Starlink (proveedor de internet satelital), que anunció que no cumplirá la orden de bloquear la red social. “¿Quién se cree que es?”, le espetó a Musk el propio Lula, y agregó: “Que tenga mucho dinero no significa que pueda faltarle el respeto a la ley”.
La guerra fría entre el Estado brasileño y el dueño de X está declarada. Pero no es la única en estos días. En Francia, la Justicia —respaldada por Macron— avanzó contra el CEO y fundador de Telegram, Pavel Durov, otro magnate de maneras arrogantes. Y en Estados Unidos, Mark Zuckerberg —propietario de Facebook, WhatsApp e Instagram— acusó a funcionarios de la administración Biden de presionar a su empresa para que “censurara ciertos contenidos” relacionados con la Covid-19.
Pero no solo los gobiernos se enfrentan con este nuevo G7 del poder global: la Unión Europea ha aprobado una Ley de Mercados Digitales para avanzar en la regulación de estas plataformas digitales; y en Estados Unidos, otra ley busca bloquear a la china Tik Tok.
Por lo visto, el conflicto es demasiado global como para circunscribirlo a circunstancias particulares (la megalomanía de Musk o el enfrentamiento Estados Unidos-China). La discusión, entonces, pasa por hasta dónde pueden avanzar estas gigantescas corporaciones por sobre el poder de policía de los Estados. Y, del otro lado del espejo, cuántas regulaciones pueden establecer los países sin afectar la libertad de expresión garantizada en sus constituciones.
“Tenemos que terminar de asociar regulación con control”, dice tajante Adriana Amado, quien coordina el grado de Comunicación Audiovisual y Nuevos Medios en la Universidad Camilo José Cela, de España. Amado sostiene que “estamos enfrentando un nuevo modelo de interacciones sociales que no tienen que ver con la difusión masiva de mensajes como los medios del siglo pasado. Estas plataformas se parecen más a una plaza pública que a los medios de comunicación, en la medida en que facilitan formas de intercomunicación, muchas de las cuales son privadas”.
Por eso, la académica prefiere no apurarse a la hora de establecer regulaciones desde los Estados, porque “cualquier injerencia de los gobiernos en este tipo de interacciones privadas corre el riesgo, como estamos viendo ahora en Venezuela, de que sean usadas para restringir la circulación de información y para perseguir a los ciudadanos por sus opiniones privadas”. Amado se refiere a la ofensiva de Nicolás Maduro contra WhatsApp (y también contra X), por atreverse a difundir mensajes que contradicen el discurso único del chavismo.
¿El caso de Brasil con X podría entrar también en esta categoría? Allí, pese al apoyo del gobierno de Lula, algunos constitucionalistas sostienen que el juez De Moraes se ha extralimitado. No solo por tratarse de un posible caso de censura. La abogada y profesora Andréa Rocha, citada por el sitio Lupa, afirmó que no existe ninguna norma jurídica que respalde las citaciones realizadas a través de las redes sociales (como hizo el magistrado con Musk). Y destacó que el sistema jurídico brasileño dispone de métodos para notificar a los acusados en el exterior a través de canales diplomáticos.
Algo similar puede decirse de la detención en Francia del CEO de Telegram. Durov se negó a entregar a la Fiscalía información de usuarios que presuntamente comparten pornografía infantil en la plataforma o venden drogas. Se escudó en que los mensajes allí están encriptados, es decir que la empresa no puede acceder a ellos (lo que no es del todo cierto). Y pese a las dudas que rodean a Telegram por su origen ruso, las críticas al caso no se hicieron esperar: “Nadie, ninguna autoridad, ni ningún Estado, puede intentar erigirse en «escuchador oficial» de las comunicaciones de toda la población, por nefandas que estas puedan ser”, escribió el periodista español Enrique Dans.
Lucha de poderes
Detrás de todo esto hay una realidad innegable: lejos de ser solo herramientas de uso masivo, las plataformas de mensajería —y las redes sociales en general— se han convertido en actores de peso en la geopolítica mundial. Además de la abundante y sensible información que manejan, tienen un poder económico incluso más grande que el PIB de muchos países.
Según datos de Data Reportal, Facebook tiene más usuarios registrados que ninguna: 3 mil millones (un 40% de la población mundial). Completan el top five YouTube, Whatsapp, Instagram y WeChat. Telegram es la octava en esa lista y X, la duodécima. Ningún país de América Latina y el Caribe tiene tanta población como el número de usuarios de las primeras 15 aplicaciones.
Con estos números, es indudable su influencia a la hora de dictar el discurso público en un mundo cada vez más convulsionado. De ahí que los gobiernos necesiten regularlas o ponerles límites. “Hoy las personas consumen más noticias desde estas plataformas de lo que lo hacen por medios tradicionales, lo cual les da una capacidad de incidencia e influencia en la opinión pública enorme”, analiza Cristian León, integrante del Consejo Asesor de la Digital Democracy Initiative, un espacio que trabaja en la intersección entre democracia y tecnologías.
Entre las armas que tienen estas plataformas para enfrentarse a los estados, León destaca —además de la capacidad económica— que suelen establecerse en “jurisdicciones poco claras”, lo que hace difícil controlarlas. De hecho, Telegram tiene su sede en Dubai. “Sabemos que Internet no se rige por límites geográficos. Es decir, no podemos situarlo en un solo país, sino que está en todos los países y en ninguno a la vez. Entonces eso se convierte en un agujero normativo, porque ¿sobre qué regulación vamos a normar estas plataformas?”, se pregunta León.
Desde ese “no lugar” que es internet, Elon Musk desafía a la Justicia brasileña y a “la izquierda” que quiere “censurar ideas”. Lo hace parándose del lado de la supuesta libertad que representan personajes que han atentado contra la democracia, como Trump y Bolsonaro. Y también de Javier Milei, el libertario que acaba de restringir el acceso a la información pública a los periodistas argentinos.
Adriana Amado dice que Musk “ha demostrado que es un millonario megalómano que tiene mucho eco a nivel global en la prensa, no necesariamente por el conocimiento técnico de sus opiniones, sino porque sabe cómo concitar la agenda global”. Y sobre la detención de Durov, sostiene que está basada en delitos que van más allá de la libertad de expresión.
Por eso, asegura que “se están poniendo en evidencia los problemas que traen este tipo de aplicaciones, que están más allá de los que tienen que ver con los contenidos, que era lo que pensaban las regulaciones del siglo 20. Estamos ahora hablando de interacciones y de aplicaciones usadas por grupos organizados para cometer delitos graves, con lo cual la pregunta es cómo se puede proteger a las personas que participan de buena fe en esas aplicaciones de la acción de estos grupos criminales”.
Por ahora, los Estados lo intentan con leyes o decisiones judiciales que —como dice la experta de la Universidad Camilo José Cela— están diseñadas para los medios del siglo pasado. Mientras tanto, los magnates de la industria tecnológica se defienden con armas del siglo XXI, ejercen una influencia desproporcionada como actores políticos que solo representan sus propios intereses y amenazan las instituciones democráticas, mientras afectan la vida de miles de millones de personas alrededor del mundo.
LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ
Fotografía: Connectas