Por: Olga L. González. 29/12/2023
La historia que cuentan los dos evangelistas, Marcos y Lucas, es bien conocida: un hombre y una mujer embarazada buscan posada en la ciudad, a la que han tenido que viajar por alguna orden del emperador. Sus lejanos parientes no tienen espacio en su casa. El sencillo establo y el calor de los animales será su albergue.
Allí nacerá un niño: el nacimiento del niño que buscaba renovar los ritos de su comunidad es el Jesús de los judíos; el nacimiento de un gran profeta es el Jesús de los musulmanes; el nacimiento de un niño que, dicen, es el hijo de dios, es el Jesús de los cristianos.
El 25 de diciembre, los cristianos celebran esta fecha, el nacimiento del niño judío nacido en un simple establo. No es un niño nacido en un palacio, no es el hijo de padres ricos o poderosos. Es un niño nacido en un lugar anexo, en una dependencia de una casa. En realidad, Jesús es hijo de migrantes: nace en una casa que no es la suya, después de una larga peregrinación, con los afanes propios de los viajes inciertos. Una mamá embarazada y fatigada, un padrastro algo mayor y seguramente cansado son sus apoyos, junto con otros migrantes y lugareños.
La historia de Jesús, en términos contemporáneos, es la historia de los hijos de los migrantes que atraviesan desierto, mar, selva, para llegar a su destino. La historia de Jesús no tiene nada en común con el lector que lee estas líneas, que nació en su ciudad, en una clínica, con atención médica aséptica y bajo peridural. La historia de Jesús se parece a la de los cientos de miles de migrantes que por diferentes razones deben afrontar los peligros del viaje y del clima, atravesar montes, ríos y serpientes, y bravear con los muchos abusadores y criminales del periplo.
Escuchemos a esta migrante venezolana que huyó de su país en crisis por los pésimos manejos de sus políticos y que lleva miles de kilómetros recorridos, Lorenny, que recién ha atravesado la selva del Darién, y que carga un niño pequeño en sus brazos: “Tuvimos que atravesar la selva durante cuatro días y medio, ver a siete muertos, animales, personas hinchadas…”. Su esposo tiene una piedra clavada en el pie y sus otras hijas, sarpullidos y hongos, cuenta el reportero Aitor Sáez.
El camino del migrante es un viacrucis. Y no está en vía de resolverse, sino de multiplicarse: si nos atenemos a las cifras del Ministerio de Relaciones Exteriores para 2023, hubo cerca de 530 mil migrantes irregulares en tránsito en Colombia (es decir, personas que tienen la intención de dirigirse a otro país, generalmente Estados Unidos, pero que deben atravesar Colombia, sus puestos de control, y sobrevivir en nuestro país). Esta cifra, más de 500 mil migrantes irregulares en tránsito, es propiamente gigantesca: piénsese que entre 2012 y 2022, ese guarismo llegó a 920 mil personas. Es decir que en un año, ha habido casi la mitad de los migrantes irregulares que pasaron por Colombia en los últimos diez años.
El espíritu cristiano navideño, si fuera sincero, implicaría tener empatía con estos migrantes, hombres y mujeres como José, María y el niño. Implicaría tener solidaridad con ellos, darles albergue o al menos facilitar su estadía por nuestra tierra.
Es lo contrario de lo que sectores, seguramente muy católicos, se empecinan en hacer: hemos visto que una periodista de Semana, María Andrea Nieto, estigmatiza al migrante y enarbola el racismo; que una política conocida mundialmente, Ingrid Betancourt, ataca a la vicepresidenta por el flujo migratorio.
Una de las características de la extrema derecha, en muchos países del mundo, es su odio hacia el migrante. Se encuentran mil pretextos para “justificar” ese odio. En Colombia está aflorando ese tipo de manifestaciones. Olvidan estos sectores sus lecciones de humanismo cristiano. Olvidan también que Colombia ha sido un país de emigración desde hace muchos años, y que hoy, cientos de miles de colombianos están en situación irregular en muchos países, pese a trabajar, pagar impuestos y buscar educarse y mejorar sus condiciones de vida.
Las fechas navideñas deberían ser ocasión para no ejercer una caridad cristiana de pacotilla (me refiero a estas lavadas de conciencia que consisten en regalarle un dulce a un pobre), sino en examinar las condiciones reales que permitirían un mejor estar para miles de personas, migrantes, como la familia judía de Nazaret cuya gesta se celebra en estos días.
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Fotografía: La silla vacía