Por: Luis Armando González. 12/10/2022
En el ensayo “La familia en el horizonte de la sociología”[1] expuse cómo desde la sociología se fue perfilando, a lo largo del siglo XX, un abordaje de la familia como un micro grupo social con sus propias dinámicas y características. También hice ver cómo ese abordaje específicamente sociológico hace parte de un esfuerzo de investigación de mayor alcance realizado por las distintas ciencias sociales (economía, historia, ciencia política, antropología y psicología) que también han aportado (y siguen aportando) al conocimiento científico de la familia. Al finalizar el siglo XX, la sociología se integró al Modelo Estándar de las Ciencias Sociales con lo cual compartió la visión que desde las ciencias sociales se tiene de lo social-cultural como una realidad autónoma de lo natural-biológico.
I
Cabe decir, para comenzar, que el Modelo Estándar de las Ciencias Sociales, pese a dar la espalda a lo natural-biológico, pudo explicar un amplio conjunto de fenómenos y dinámicas humanas (sociales y culturales), con lo cual se avanzó, sin duda, en el conocimiento científico. Las ciencias sociales –y no sólo la sociología— se afianzaron como saberes confiables en lo teórico y con una capacidad notable de incidencia práctica en problemas sociales de distinta envergadura. Fue tanto el éxito del modelo que lo natural-biológico quedó como un “ruido de fondo” del cual se podía prescindir en las explicaciones de lo humano social, incluso aunque en algunas de las mismas se notara el “vacío” creado por no incluir, o incluir mal, lo natural biológico.
No es que se desconociera el peso de lo natural-biológico, especialmente en campos en los cuales –como la psicología en sus vertientes experimentales y psicoanalíticas—, pero se solían asumir cuatro caminos ante esa presencia a veces incómoda: a) lo natural-biológico no influye en las dinámicas mentales (psicológicas) propiamente humanas, que son moldeadas exclusivamente por lo cultural-social; b) lo natural-biológico puede ser y es moldeado por lo social-cultural humano que es “superior”; c) lo natural-biológico puede irrumpir (irracionalmente) en lo humano-social, pero tiene que ser controlado por lo consciente-civilizado; y d) lo natural biológico es un ámbito de realidad que sólo se hace sentir en dimensiones de lo humano social que están en el límites de lo humano-animal, por lo que su estudio no compete a las ciencias sociales, que deben atender a lo “propiamente humano”, o sea, a lo menos “contaminado” de animalidad.
A partir de esos supuestos –que a ratos adquirieron un carácter de dogmas— las ciencias sociales se atrincheraron en lo que consideraron su terreno (su ámbito de realidad) exclusivo (y bien delimitado) de investigación (la realidad socio-natural) y dejaron el resto –lo natural no humano—en manos de los científicos naturales. Estos últimos, por su lado, se hicieron cargo de la porción de realidad que les correspondía (y en la que venían trabajando desde 1500), cosechando no sólo éxitos explicativos de enorme trascendencia (que se expresen en las más elaboradas teorías científico-naturales del presente), sino estableciendo estrategias metodológicas de investigación — acompañadas de técnicas e instrumentos de recolección y procesamiento de datos— rigurosas y potentes.
Esta separación-alejamiento de las ciencias naturales y las ciencias sociales dio lugar a situaciones paradójicas, e incluso preocupantes, al menos en ciertos ambientes académicos de uno y otro lado: en algunas comunidades de científico sociales y humanistas, se cultivó la visión de que lo suyo se trataba de un trabajó “científico” distinto del de las ciencias naturales, un trabajo interpretativo, no explicativo, en el que lo determinante era lo simbólico-cualitativo, no lo cuantitativo, que se vio con recelo e incluso con desprecio.
De aquí surgió la suposición ciertamente perniciosa –que lamentablemente ha arraigado en ciertos ambientes de las ciencias sociales— de que hay una metodología cualitativa que es exclusiva (y que define) a las ciencias sociales, a diferencia de la metodología cuantitativa, que es propia de las ciencias “cuantitativistas” (como a veces se dice con desdén), o sea de las ciencias naturales. Esta oposición parte de otra más fuerte: la de las llamadas “ciencias duras” y las llamadas “ciencias blandas”, oposición que hizo de las delicias de algunos científicos naturales que decidieron mirar por encima del hombro a quienes –“científicos” sociales— estaban lejos de ser como ellos en cuanto rigor, precisión y logros explicativos. Esta oposición, asimismo, se terminó clasificando en “paradigmas” que, presuntamente, aclaran los procederes investigativos en los distintos campos del conocimiento. El siguiente texto ilustra el panorama descrito:
“Múltiples han sido los diferentes enfoques adjudicados a la función de los paradigmas y su importancia en el desarrollo de las ciencias y específicamente en el modo de obtención del conocimiento: la investigación científica… En general, se han planteado los siguientes paradigmas de investigación: [1] Positivista (racionalista, cuantitativo), que pretende explicar y predecir hechos a partir de relaciones causa-efecto (se busca descubrir el conocimiento). El investigador busca la neutralidad, debe reinar la objetividad. [2] Interpretativo o hermenéutico (naturalista, cualitativo), que pretende comprender e interpretar la realidad, los significados y las intenciones de las personas (se busca construir nuevo conocimiento). El investigador se implica. [3] Sociocrítico, que pretende ser motor de cambio y transformación social, emancipador de las personas, utilizando a menudo estrategias de reflexión sobre la práctica por parte de los propios actores (se busca el cambio social). El investigador es un sujeto más, comprometido en el cambio” (Coello Valdés, Blanco Balbeíto y Reyes Orama, 2012, párr., 22).
II
En el texto citado el numeral [1] está bien delimitado de los numerales [2] y [3], con lo que se hace palmaria la diferencia entre los dos campos de acción del conocimiento científico a los que se ha hecho alusión. Por supuesto que hubo (y hay) científicos sociales que trataron (y tratan) de abordar los fenómenos sociales según criterios y procedimientos compatibles con el quehacer de las ciencias naturales, a partir de las cuales se originó –de algunas de ellas, para ser precisos— el llamado paradigma “positivista (racionalista, cuantitativo), que pretende explicar y predecir hechos a partir de relaciones causa-efecto (se busca descubrir el conocimiento)”. Cabe señalar que este bautizo no fue obra de los científicos involucrados en física, la astronomía, la química o la biología, sino de filósofos de la ciencia que, siguiendo los pasos de Francis Bacon) dieron cuerpo a un relato en el cual las ciencias naturales eran de carácter positivista (empirista-inductivista) (González, 2002).
Cuando pensadores como Auguste Comte pretendieron hacer de la sociología una ciencia, creyeron que la misma debería ser un “saber positivo”, semejante al que caracterizaba las ciencias naturales, también “positivas” (o “positivistas”). Se inició, así, en la sociología (y también en otras ciencias sociales, como la economía, la psicología y la ciencia política) una preocupación porque su quehacer se pareciera, en la mayor medida posible, a lo que supuestamente hacían las ciencias naturales: en el caso de la sociología recolectar evidencia empírica (datos positivos) para llegar a conclusiones generales acerca de cómo se relacionan (causalmente, correlativamente, asociativamente) los “hechos” sociales. Este quehacer científico social, por tanto, también recibió los calificativos de “cuantititivista”, de “cientificista” y “reduccionista” por parte de quienes no se consideraban imbuidos del mismo propósito.
¿Cuál era (y es) el propósito de los críticos del “cientificismo reduccionista” en la sociología (y en general en las ciencias sociales)? Su propósito era (y es) la comprensión hermenéutica, que se ha acompañado de componentes fenomenológicos, de lo social-humano, en la cual la cuantificación carece de sentido, dadas las propiedades cualitativas en juego. En esta posición se atrincheraron los desafectos al paradigma positivista en las ciencias sociales, y no sólo en la sociología: antropólogos, sociólogos de la cultura, sociólogos críticos, etnometodólogos, fenomenólogos, hermeneutas, filósofos críticos y psicoanalistas, entre otros). En conjunto, abanderaron y abanderan estrategias de abordaje de lo humano social que pretenden “comprender e interpretar la realidad, los significados y las intenciones de las personas” prescindiendo de hipótesis que conduzcan a la obtención de datos cuantitativos que permitan respaldarlas. A lo sumo, admiten la utilidad de formular problemas y preguntas de investigación, pero en el paso siguiente introducen la necesidad de apoyarse en “información cualitativa” amplia y diversa, misma que debe servir para las “interpretaciones” realizadas por los investigadores.
La sociología no es ajena, obviamente, a esta doble perspectiva. Quienes se han sentido y se sienten más cercanos a las influencias científicas (de tipo cuantitativista, para usar esa fea palabra) han contribuido al desarrollo de la investigación social, no sólo con la acumulación de datos empíricos, sino con propuestas explicativas de distintos fenómenos sociales respaldadas con un andamiaje de datos relevantes.
Sin embargo, pese a sus logros investigativos, quienes se han decantado y decantan por este modo de proceder suelen estar (y han estado) a la defensiva, siempre buscando justificarse ante quienes —a veces desde dentro de la sociología, a veces desde fuera— han considerado (y consideran) que la investigación científica de lo social –al buscar respaldar sus hipótesis con datos cuantitativos (o lo más parecido a ellos)—deja de lado algo importante, irreductible a la cuantificación, en su estudio de lo humano social. Como señalan Navarro y Asún:
“El estigma en torno a la investigación cuantitativa lo hemos experimentado más de una vez quienes nos dedicamos a la sociología cuantitativa. Parte de la culpa de este estigma es nuestro porque no
solemos responder a las críticas que se nos hacen ni poner por escrito nuestras reflexiones epistemológicas. Esto genera que las descripciones existentes de nuestra labor o de nuestras supuestas posturas epistemológicas provengan de personas que conocen sólo superficialmente nuestro quehacer… La leyenda negra sobre la investigación social cuantitativa suele ser criticada por su aparente
incapacidad para dar cuenta de la complejidad de las relaciones interpersonales. Se habla que nuestra perspectiva de investigación es atomista (…), en el sentido que entenderíamos a las personas como entidades equivalentes y aisladas. Nada más lejos de la realidad” (Navarro y Asún, 2022, párrs., 5-6).
Desde la visión hermenéutica-interpretativa la visión “cientificista-atomista” no sólo es limitada a la hora de explicar la “complejidad de las relaciones interpersonales”, sino también a la hora de dar cuenta de la conciencia humana, lo cual al decir de Daniel Dennett es un bastión para quienes consideran que es un terreno vedado para las ciencias explicativas, pues la “comprensión de la conciencia excede el entendimiento humano… Según esta línea de pensamiento, carecemos de los medios… para comprender cómo las ‘piezas que trabajan unas sobre otras’ conforman la conciencia” (Dennett, 2006, p. 19). Incluso quienes son menos pesimistas, y creen que el “misterio de la conciencia” puede ser “comprendido”, concluyen que “no es posible resolverlo con explicaciones mecanicistas” (Dennett, 2006, p. 19).
Según refiere Dennett, la conciencia ha sido vista por muchos como el terreno en el cual dominan los “qualia”, es decir, “los aspectos fenoménicos de nuestra vida mental, sólo accesibles por medio de la introspección” (Dennett, 2006, p. 97). La conciencia humana, pues, sería un territorio dominado por lo cualitativo; y si es desde ella que se erige lo propiamente social-humano, la investigación que se haga de esto último no puede provenir de ciencias que se centran en lo “relacional” o “funcional” (Dennett, 2006), sino de unas que sean capaces comprender e interpretar –con tremendas limitaciones, pues la conciencia sólo es accesible, y no siempre, a la persona que experimenta su vida consciente— el significado y sentido que los sujetos dan a su conciencia, a su vida mental y sus productos. En este enfoque,
“la versión tradicional –anota Dennett— es que ‘sólo yo tengo acceso a esas experiencias [conscientes]’… Pero esta afirmación obvia tiene que defenderse ante la hipótesis en apariencia inconcebible de que ni siquiera yo ‘tengo acceso a las cualidades intrínsecas de mi propia experiencia. ¿Qué puede querer decir esto? Que podría haber cualidades intrínsecas de mi experiencia cuyas ideas y vueltas, como las propiedades espaciales de la comprensión y la producción lingüísticas, estuvieran más allá de mi comprensión” (Dennett, 2006, p. 99).
En fin, si se asume que ni siquiera los propios sujetos pueden comprender a cabalidad el “misterio” de sus experiencias conscientes –su vida mental, su subjetividad— mucho menos lo podrán hacer quienes investigan “desde fuera” esas dinámicas subjetivas e intersubjetivas. Los que mejor se acercan en su exploración son los investigadores capaces “interpretar” los “qualia” (las cualidades, los datos cualitativos) que se vierten desde, principalmente, la “producción lingüística” de los sujetos; aunque también su importantes los “qualia” que se ponen de manifiesto en gestos, actitudes, posturas corporales, silencios y ruidos que en su efervescencia cualitativa permiten al investigador “comprender” e “interpretar” mejor, aunque siempre con limitaciones, el fenómeno humano-social de su interés.
¿Y qué decir de quienes pretenden investigar los fenómenos humano-sociales siguiendo criterios relacionales y funcionales, planteando hipótesis de trabajo que conduzcan a la obtención de datos empíricos cuantificables (cuantitativos), recurriendo al mínimo –y sólo en caso de extrema necesidad—a datos cualitativos? Pues bien, desde la óptica de los “comprensivos” (“cualitativistas”), investigaciones empírico-cuantitativas de lo humano social sólo son posibles cuando se abordan (describen, caracterizan) fenómenos humano-sociales en sus dimensiones más simples y superficiales (lo cuantificable), quedando lo más propio de lo humano-social fuera del alcance de esas investigaciones.
Hay un “algo” de lo humano social –dicen los cualitativistas— al que no se puede acceder, de ninguna manera, por la vía explicativa empírica; un “algo” a lo cual sólo es viable acercarse –sólo acercarse un poco— por vías comprensivas e interpretativas. Quienes siguen esta última vía se remiten a la conciencia como principal dimensión y expresión de lo humano social; y, como se ha visto, la conciencia, según ellos, es un “algo” misterioso, inexplicable, a lo que sólo se puede acceder a partir de los “qualia” (las cualidades) que trasluce desde la voz de los sujetos los experimentan. Se han seguido hasta acá algunas ideas de Richard Dennett, pero quizás sea oportuno señalar –por si hubiera alguna confusión—que este autor no comparte la perspectiva de los cualitativistas. En sus palabras:
“Muchas personas opinan que la conciencia es un misterio, el espectáculo de magia más maravilloso que se pueda imaginar, una serie interminable de efectos especiales que desafían toda explicación racional. Para mí, están equivocadas: la conciencia es un fenómeno físico, biológico, como el metabolismo, la reproducción o la autorreparación, de un ingenio exquisito en su funcionamiento, pero no milagroso, ni siquiera misterioso. Parte de la dificultad para explicar la conciencia radica en la existencia de fuerzas poderosas que nos hacen creer que es más maravillosa de lo que en realidad es” (Dennett, 2006, p. 75).
Dennett sitúa el debate que se ha narrado hasta acá en una perspectiva en la cual lo humano-social puede y tiene que ser explicado siguiendo criterios científicos empíricos cuantitativos, es decir, según los modos en los que la investigación científica aborda los distintos fenómenos (hechos, sucesos) de la realidad natural. Se trata de una perspectiva relativamente reciente, que no está resultando fácil aceptar en algunas ciencias sociales –por ejemplo, en la antropología— y, en particular, en algunas ramas de la sociología, como la sociología de la cultura o la sociología de la religión.
No está resultado fácil principalmente porque en las ciencias sociales se ha aceptado casi de forma dogmática la existencia unos paradigmas –positivista, interpretativo y socio-crítico— en los que cada grupo académico ha encontrado un acomodo, a gusto o a disgusto. Con esporádicos momentos de paz, lo usual ha sido (y) es la descalificación recíproca y la defensa de las bondades del paradigma al que se está adscrito. Así, el debate entre sociólogos positivistas sociológicos y sociólogos interpretativos –hay hombres y mujeres en ambos bandos— se ha decantado más hacia el debate filosófico (no exento de connotaciones morales y políticas) y menos hacia la investigación científica propiamente dicha.
Si esta opción fuera la privilegiada, lo más seguro es que, en primer lugar, no habría problemas en acercarse a las ciencias naturales (en su diversidad) para hacerse cargo de lo que ellas van logrando (teórica y empíricamente); en segundo lugar, los científicos e investigadores sociales se darían cuenta de que su visión de las ciencias naturales quizás no sea la más certera; en tercer lugar, ese acercamiento les ayudaría salirse de un improductivo debate por paradigmas que a los científicos naturales les tiene sin cuidado; y en cuarto lugar, una acercamiento a las ciencias naturales les ayudaría a abandonar, de una vez, las visiones simplificadas, tomadas de manuales, del quehacer científico, en especial las posturas dicotómicas entre “metodologías cuantitativas” y “metodologías cualitativas”.
III
Las distintas ciencias naturales lanzan desafíos –teóricos y metodológicos– a las ciencias sociales, desafíos que no pueden ser obviados si estas últimas quieren en verdad ser ciencias con pleno derecho. Hay dos ciencias naturales que destacan por su fortaleza explicativa para lo humano-social y a los que la sociología (no positivista, sino científica) no puede dar la espalda: la biología evolutiva y la paleontología humana o paleantropología. La primera, sobre la base teórica forjada por Charles Darwin (1809-1882) y ampliada con los aportes de biólogos evolutivos posteriores, explica, entre otras cosas, los vínculos biológicos que hay entre todas las especies (y organismos vivos) de la tierra. Hay un ancestro común universal del cual descienden todos los seres vivientes del planeta, y la biología evolutiva ofrece una explicación de cómo se ha dado la “descendencia con modificación” (en palabras de Darwin) entre especies (y entre los individuos que las forman) a lo largo del tiempo evolutivo.
Para efectos de los seres humanos actuales, son resultado de procesos evolutivos que afectan a todos los organismos vivientes, procesos evolutivos que han dejado su huella en las estructuras corporales (células, nervios, huesos, tejidos, órganos, cerebro y comportamientos) de cada persona. No se trata de un ensamble perfecto de piezas evolutivas, pues no hubo un “diseñador” que, siguiendo un “plan”, hiciera el trabajo. La evolución es, como dijo Richard Dawkins en un célebre libro que lleva el mismo título, un “relojero ciego” (Dawkins, 2015).
La trayectoria evolutiva de la especie Homo sapiens –a la que pertenecen todos los seres humanos actuales, que los formó como primates— ha dejado su marca en lo que los individuos humanos sienten, hacen o imaginan. También ha dejado su huella en las formas de agruparse y relacionarse, esto último un asunto crucial para la sociología. Y es que sin entender el gregarismo evolutivo (natural, pues) de los seres humanos no es posible entender ni explicar las dinámicas que conducen a acuerdos, pactos, alianzas, mutualismo, en definitiva, la cooperación y el altruismo, sostienen a micro grupos sociales como la familia. En biología evolutiva, “la cooperación es una modalidad de las relaciones intraespecíficas que incluye a la colonia, la sociedad, las asociaciones gregarias y familiares; se caracterizan por la ayuda mutua entre los organismos de la misma especie que forman la población” (Portal Académico CCH, 2017, párr. 7).
Respecto de la colonia de organismos:
“Consiste en la unión permanente y estrecha entre organismos de la misma especie que colaboran funcionalmente, en la que los individuos están unidos físicamente. Presentan división del trabajo, por lo que los organismos se especializan en determinadas funciones como la reproducción, defensa, conseguir alimento, etc. Un buen ejemplo de este tipo de relación son los corales (formados por la unión de miles de pequeños individuos), las plantas inferiores, entre otros” (Portal Académico CCH, 2017, párr. 8).
Y en lo que se refiere a la sociedad:
“Son agrupaciones formadas por un gran número de organismos de la misma especie, en la que todos viven juntos, es permanente y mantienen relaciones de dependencia entre ellos, presentan división del trabajo y un alto grado de especialización que se manifiesta en la diferenciación morfológica y la jerarquización social de los integrantes del grupo. Otra característica es que cuentan con un complejo sistema de comunicación que mantiene la estructura social y dependencia entre los organismos, por ejemplo, las hormigas, termitas y abejas… Las sociedades son ejemplos de comportamiento altruista extremo, debido a que todos los organismos estériles trabajan en beneficio de los que se reproducen y no de ellos mismos” (Portal Académico CCH, 2017, párr. 8).
También la evolución biológica ha dejado marcas de competitividad, territorialidad, dominancia y jerarquía en los seres humanos. Biológicamente, la competencia “se manifiesta como un comportamiento social, ya que los individuos que intervienen pertenecen a la misma especie, por lo tanto, se toleran unos a otros, lo que limita el número de organismos que viven en un determinado lugar, y compiten por los mismos recursos. Existen dos tipos de competencia que son: Territorialidad y Jerarquía por dominancia” (Portal Académico CCH, 2017, párr.2).
En cuanto a la territorialidad,
“consiste en la delimitación y defensa de un territorio o área exclusiva que no va a ser compartida con rivales, la llevan a cabo los machos, hembras, parejas o grupos sociales, aunque por lo general lo realizan los machos adultos por medio de cantos, llamadas y exhibiciones de intimidación (extensión de alas o cola, mostrar los dientes, ataque y persecución o marcación con olores) para eludir a los rivales; todas estas manifestaciones están relacionadas con la supervivencia, el éxito reproductivo y la posibilidad de aparearse y transmitir sus genes. La territorialidad se puede observar en gusanos, artrópodos (insectos, arañas y crustáceos), peces, aves y mamíferos” (Portal Académico CCH, 2017, párr.3).
Y la jerarquía por dominancia,
“se presenta en animales de la misma especie que viven en grupos sociales y consiste en la estratificación de los individuos de acuerdo con la dominación o influencia que ejercen sobre el resto de los organismos. De acuerdo al rango que tenga el individuo se determina el acceso a los recursos, esto ocurre entre los buitres, lobos, babuinos, mandriles, cabras, pollos, entre otros…Una vez que se establece el orden jerárquico se disminuyen los conflictos, se suprimen las agresiones y la confusión, así como, se promueve la eficiencia del grupo” (Portal Académico CCH, 2017, párrs. 4-6).
Asumir esos conocimientos científicos ilumina un sinnúmero de aspectos en la dinámica de las familias. La sociología no puede darles la espalda. Tampoco a los que se están logrando desde la disciplina llamada paleoantropología (y hasta hace poco, llamada paleontología humana). La paleontología estudia restos fósiles; y la palentología humana se especializó en los restos fósiles humanos. Gracias a sus esfuerzos, que en el siglo XX fueron espectaculares, la evolución humana fue revelando los “misterios” a los investigadores. La llegada de la biología molecular y la genética, con los estudios de ADN, han permitido forjar una explicación sumamente completa de esa evolución. Es firme, desde criterios científicos sólidos, que la especie Homo sapiens (a la que pertenecen todos los seres humanos actuales) es una más –ni más especial ni superior— de un conjunto de especies, ya desaparecidas, que conforman el género humano. Ha habido, pues, otros seres humanos, siendo los humanos actuales los sobrevivientes de un ramaje evolutivo diverso y antiguo. De las especies humanas desaparecidas, hay pruebas firmes de la convivencia de la especie Homo sapiens con una de ellas: Homo neanderthalensis. Con esta especie se juntaron los ancestros de los humanos actuales hace unos 40 mil años.
La investigación científica sobre los neandertales está contribuyendo a profundizar en el conocimiento de su especie hermana, la Homo sapiens. En 2022 se ha publicitado el “tema neandertal” debido al otorgamiento del Premio Nobel de Medicina a Svante Pääbo, uno de los principales especialistas mundiales en ADN neandertal. Este investigador sueco fue invitado, a finales de los años noventa del siglo XX, por la Max Plank Society de Alemania, a fundar un Instituto de Antropología. Comenta que en una presentación que le tocó hacer –cuando lo entrevistaban para convertirse en director— abordó “aquellos aspectos de nuestro trabajo que consideré que podrían ser apropiados para un instituto de antropología, centrándome en el estudio de ADN antiguo, sobre todo de los neandertales, y la reconstrucción de la historia humana a partir de las relaciones genéticas, así como de las relaciones lingüísticas entre las poblaciones humanas” (Pääbo, 2018, p.121). Y lo que sigue ilustra bien la manera en que los científicos naturales suelen abordar su trabajo (lo cual debería ser un ejemplo para los científicos sociales empeñados en debates ajenos a la ciencia).
“Insistí –dice Pääbo— en que en mi opinión cualquier nuevo instituto dedicado a la antropología no debería ser un lugar en el que filosofar sobre la historia humana. Debería hacer ciencia empírica. Los científicos que tuvieran que trabajar allí deberían recoger hechos concretos y reales sobre la historia humana y comprobar sus ideas contra ellos… El concepto que surgió durante nuestras conversaciones fue el de un instituto no estructurado en función de las disciplinas académicas, sino centrado en una cuestión: ¿qué es lo que nos hace únicos a los humanos? Sería un instituto interdisciplinario donde paleontólogos, lingüistas, primatólogos, psicólogos y genetistas trabajarían juntos sobre esta cuestión” (Pääbo, 2018, p. 122).
IV
Y es que a quienes hacen ciencia real no les interesa discutir quién pertenece a qué paradigma, o si se sigue un método cualitativo, cuantitativo o mixto (cuali-cuanti, les gusta decir a muchos). No hay recetas de manual en la ciencia real ni interesa si alguien es “humanista”, “hermeneuta” o “positivista”. El Instituto fundado por Pääbo “resultó ser un lugar único con óptimos resultados donde los investigadores, al margen de si procedían de lo que tradicionalmente se consideraba de ‘humanidades’ o de ‘ciencias’, podían trabajar juntos… en los quince años desde la fundación de nuestro instituto, grandes universidades de otros lugares, como la de Cambridge del Reino Unido o la de Tubinga en Alemania, han copiado nuestro concepto” (Tääbo, 2018, p. 131).
Gracias al trabajo de científicos como Pääbo, el conocimiento sobre la historia humana es, en la actualidad, de una envergadura sin precedentes. También lo es el conocimiento sobre las raíces biológicas de la cooperación, el altruismo, la competencia y las jerarquías sociales. Para la sociología de la familia estos conocimientos son invaluables, pues contribuyen a explicar, con mayor rigor y profundidad, las dinámicas de ese micro grupo social en particular.
San Salvador, 11 de octubre de 2022
Referencias
C., D. D. (2006). Dulces sueños. Obstáculos filosóficos para una ciencia de la conciencia. Buenos Aires: Katz Editores.
Coello Valdés, E., Balbeíto, N. B., & Reyes Orama, Y. (Mayo-Agosto de 2012). Los paradigmas cuantitativos y cuantitativos en el conocimiento de las ciencias médicas con enfoque filosófico epistemológico. Obtenido de revedumecentro.sld: http://www.revedumecentro.sld.cu/index.php/edumc/rt/printerFriendly/180/361
Dawkins, R. (2015). El relojero ciego. Por qué la evolución de la vida no necesita de ningún creador. Barcelona: Tusquets.
González, L. A. (2022). Introducción a la filosofía del conocimiento. San Salvador: UDB.
Navarro, K., & Asún, R. (2022). Combatiendo la leyenda negra de la sociología cuantitativa. Obtenido de doi.org: https://doi.org/10.5354/0719-529X.2022.68146
Pääbo, S. (2018). El hombre de neandertal. En busca de genomas perdidos. Madrid: Alianza.
Portal Académico CCH. (2017). Relaciones Intraespecíficas. Obtenido de portalacademico.cch.unam: https://e1.portalacademico.cch.unam.mx/alumno/biologia2/estructura-procesos-ecosistema/relaciones-intraespecificas
[1] Insurgencia Magisterial, 7 de octubre de 2022
En el ensayo “La familia en el horizonte de la sociología”[1] expuse cómo desde la sociología se fue perfilando, a lo largo del siglo XX, un abordaje de la familia como un micro grupo social con sus propias dinámicas y características. También hice ver cómo ese abordaje específicamente sociológico hace parte de un esfuerzo de investigación de mayor alcance realizado por las distintas ciencias sociales (economía, historia, ciencia política, antropología y psicología) que también han aportado (y siguen aportando) al conocimiento científico de la familia. Al finalizar el siglo XX, la sociología se integró al Modelo Estándar de las Ciencias Sociales con lo cual compartió la visión que desde las ciencias sociales se tiene de lo social-cultural como una realidad autónoma de lo natural-biológico.
I
Cabe decir, para comenzar, que el Modelo Estándar de las Ciencias Sociales, pese a dar la espalda a lo natural-biológico, pudo explicar un amplio conjunto de fenómenos y dinámicas humanas (sociales y culturales), con lo cual se avanzó, sin duda, en el conocimiento científico. Las ciencias sociales –y no sólo la sociología— se afianzaron como saberes confiables en lo teórico y con una capacidad notable de incidencia práctica en problemas sociales de distinta envergadura. Fue tanto el éxito del modelo que lo natural-biológico quedó como un “ruido de fondo” del cual se podía prescindir en las explicaciones de lo humano social, incluso aunque en algunas de las mismas se notara el “vacío” creado por no incluir, o incluir mal, lo natural biológico.
No es que se desconociera el peso de lo natural-biológico, especialmente en campos en los cuales –como la psicología en sus vertientes experimentales y psicoanalíticas—, pero se solían asumir cuatro caminos ante esa presencia a veces incómoda: a) lo natural-biológico no influye en las dinámicas mentales (psicológicas) propiamente humanas, que son moldeadas exclusivamente por lo cultural-social; b) lo natural-biológico puede ser y es moldeado por lo social-cultural humano que es “superior”; c) lo natural-biológico puede irrumpir (irracionalmente) en lo humano-social, pero tiene que ser controlado por lo consciente-civilizado; y d) lo natural biológico es un ámbito de realidad que sólo se hace sentir en dimensiones de lo humano social que están en el límites de lo humano-animal, por lo que su estudio no compete a las ciencias sociales, que deben atender a lo “propiamente humano”, o sea, a lo menos “contaminado” de animalidad.
A partir de esos supuestos –que a ratos adquirieron un carácter de dogmas— las ciencias sociales se atrincheraron en lo que consideraron su terreno (su ámbito de realidad) exclusivo (y bien delimitado) de investigación (la realidad socio-natural) y dejaron el resto –lo natural no humano—en manos de los científicos naturales. Estos últimos, por su lado, se hicieron cargo de la porción de realidad que les correspondía (y en la que venían trabajando desde 1500), cosechando no sólo éxitos explicativos de enorme trascendencia (que se expresen en las más elaboradas teorías científico-naturales del presente), sino estableciendo estrategias metodológicas de investigación — acompañadas de técnicas e instrumentos de recolección y procesamiento de datos— rigurosas y potentes.
Esta separación-alejamiento de las ciencias naturales y las ciencias sociales dio lugar a situaciones paradójicas, e incluso preocupantes, al menos en ciertos ambientes académicos de uno y otro lado: en algunas comunidades de científico sociales y humanistas, se cultivó la visión de que lo suyo se trataba de un trabajó “científico” distinto del de las ciencias naturales, un trabajo interpretativo, no explicativo, en el que lo determinante era lo simbólico-cualitativo, no lo cuantitativo, que se vio con recelo e incluso con desprecio.
De aquí surgió la suposición ciertamente perniciosa –que lamentablemente ha arraigado en ciertos ambientes de las ciencias sociales— de que hay una metodología cualitativa que es exclusiva (y que define) a las ciencias sociales, a diferencia de la metodología cuantitativa, que es propia de las ciencias “cuantitativistas” (como a veces se dice con desdén), o sea de las ciencias naturales. Esta oposición parte de otra más fuerte: la de las llamadas “ciencias duras” y las llamadas “ciencias blandas”, oposición que hizo de las delicias de algunos científicos naturales que decidieron mirar por encima del hombro a quienes –“científicos” sociales— estaban lejos de ser como ellos en cuanto rigor, precisión y logros explicativos. Esta oposición, asimismo, se terminó clasificando en “paradigmas” que, presuntamente, aclaran los procederes investigativos en los distintos campos del conocimiento. El siguiente texto ilustra el panorama descrito:
“Múltiples han sido los diferentes enfoques adjudicados a la función de los paradigmas y su importancia en el desarrollo de las ciencias y específicamente en el modo de obtención del conocimiento: la investigación científica… En general, se han planteado los siguientes paradigmas de investigación: [1] Positivista (racionalista, cuantitativo), que pretende explicar y predecir hechos a partir de relaciones causa-efecto (se busca descubrir el conocimiento). El investigador busca la neutralidad, debe reinar la objetividad. [2] Interpretativo o hermenéutico (naturalista, cualitativo), que pretende comprender e interpretar la realidad, los significados y las intenciones de las personas (se busca construir nuevo conocimiento). El investigador se implica. [3] Sociocrítico, que pretende ser motor de cambio y transformación social, emancipador de las personas, utilizando a menudo estrategias de reflexión sobre la práctica por parte de los propios actores (se busca el cambio social). El investigador es un sujeto más, comprometido en el cambio” (Coello Valdés, Blanco Balbeíto y Reyes Orama, 2012, párr., 22).
II
En el texto citado el numeral [1] está bien delimitado de los numerales [2] y [3], con lo que se hace palmaria la diferencia entre los dos campos de acción del conocimiento científico a los que se ha hecho alusión. Por supuesto que hubo (y hay) científicos sociales que trataron (y tratan) de abordar los fenómenos sociales según criterios y procedimientos compatibles con el quehacer de las ciencias naturales, a partir de las cuales se originó –de algunas de ellas, para ser precisos— el llamado paradigma “positivista (racionalista, cuantitativo), que pretende explicar y predecir hechos a partir de relaciones causa-efecto (se busca descubrir el conocimiento)”. Cabe señalar que este bautizo no fue obra de los científicos involucrados en física, la astronomía, la química o la biología, sino de filósofos de la ciencia que, siguiendo los pasos de Francis Bacon) dieron cuerpo a un relato en el cual las ciencias naturales eran de carácter positivista (empirista-inductivista) (González, 2002).
Cuando pensadores como Auguste Comte pretendieron hacer de la sociología una ciencia, creyeron que la misma debería ser un “saber positivo”, semejante al que caracterizaba las ciencias naturales, también “positivas” (o “positivistas”). Se inició, así, en la sociología (y también en otras ciencias sociales, como la economía, la psicología y la ciencia política) una preocupación porque su quehacer se pareciera, en la mayor medida posible, a lo que supuestamente hacían las ciencias naturales: en el caso de la sociología recolectar evidencia empírica (datos positivos) para llegar a conclusiones generales acerca de cómo se relacionan (causalmente, correlativamente, asociativamente) los “hechos” sociales. Este quehacer científico social, por tanto, también recibió los calificativos de “cuantititivista”, de “cientificista” y “reduccionista” por parte de quienes no se consideraban imbuidos del mismo propósito.
¿Cuál era (y es) el propósito de los críticos del “cientificismo reduccionista” en la sociología (y en general en las ciencias sociales)? Su propósito era (y es) la comprensión hermenéutica, que se ha acompañado de componentes fenomenológicos, de lo social-humano, en la cual la cuantificación carece de sentido, dadas las propiedades cualitativas en juego. En esta posición se atrincheraron los desafectos al paradigma positivista en las ciencias sociales, y no sólo en la sociología: antropólogos, sociólogos de la cultura, sociólogos críticos, etnometodólogos, fenomenólogos, hermeneutas, filósofos críticos y psicoanalistas, entre otros). En conjunto, abanderaron y abanderan estrategias de abordaje de lo humano social que pretenden “comprender e interpretar la realidad, los significados y las intenciones de las personas” prescindiendo de hipótesis que conduzcan a la obtención de datos cuantitativos que permitan respaldarlas. A lo sumo, admiten la utilidad de formular problemas y preguntas de investigación, pero en el paso siguiente introducen la necesidad de apoyarse en “información cualitativa” amplia y diversa, misma que debe servir para las “interpretaciones” realizadas por los investigadores.
La sociología no es ajena, obviamente, a esta doble perspectiva. Quienes se han sentido y se sienten más cercanos a las influencias científicas (de tipo cuantitativista, para usar esa fea palabra) han contribuido al desarrollo de la investigación social, no sólo con la acumulación de datos empíricos, sino con propuestas explicativas de distintos fenómenos sociales respaldadas con un andamiaje de datos relevantes.
Sin embargo, pese a sus logros investigativos, quienes se han decantado y decantan por este modo de proceder suelen estar (y han estado) a la defensiva, siempre buscando justificarse ante quienes —a veces desde dentro de la sociología, a veces desde fuera— han considerado (y consideran) que la investigación científica de lo social –al buscar respaldar sus hipótesis con datos cuantitativos (o lo más parecido a ellos)—deja de lado algo importante, irreductible a la cuantificación, en su estudio de lo humano social. Como señalan Navarro y Asún:
“El estigma en torno a la investigación cuantitativa lo hemos experimentado más de una vez quienes nos dedicamos a la sociología cuantitativa. Parte de la culpa de este estigma es nuestro porque no
solemos responder a las críticas que se nos hacen ni poner por escrito nuestras reflexiones epistemológicas. Esto genera que las descripciones existentes de nuestra labor o de nuestras supuestas posturas epistemológicas provengan de personas que conocen sólo superficialmente nuestro quehacer… La leyenda negra sobre la investigación social cuantitativa suele ser criticada por su aparente
incapacidad para dar cuenta de la complejidad de las relaciones interpersonales. Se habla que nuestra perspectiva de investigación es atomista (…), en el sentido que entenderíamos a las personas como entidades equivalentes y aisladas. Nada más lejos de la realidad” (Navarro y Asún, 2022, párrs., 5-6).
Desde la visión hermenéutica-interpretativa la visión “cientificista-atomista” no sólo es limitada a la hora de explicar la “complejidad de las relaciones interpersonales”, sino también a la hora de dar cuenta de la conciencia humana, lo cual al decir de Daniel Dennett es un bastión para quienes consideran que es un terreno vedado para las ciencias explicativas, pues la “comprensión de la conciencia excede el entendimiento humano… Según esta línea de pensamiento, carecemos de los medios… para comprender cómo las ‘piezas que trabajan unas sobre otras’ conforman la conciencia” (Dennett, 2006, p. 19). Incluso quienes son menos pesimistas, y creen que el “misterio de la conciencia” puede ser “comprendido”, concluyen que “no es posible resolverlo con explicaciones mecanicistas” (Dennett, 2006, p. 19).
Según refiere Dennett, la conciencia ha sido vista por muchos como el terreno en el cual dominan los “qualia”, es decir, “los aspectos fenoménicos de nuestra vida mental, sólo accesibles por medio de la introspección” (Dennett, 2006, p. 97). La conciencia humana, pues, sería un territorio dominado por lo cualitativo; y si es desde ella que se erige lo propiamente social-humano, la investigación que se haga de esto último no puede provenir de ciencias que se centran en lo “relacional” o “funcional” (Dennett, 2006), sino de unas que sean capaces comprender e interpretar –con tremendas limitaciones, pues la conciencia sólo es accesible, y no siempre, a la persona que experimenta su vida consciente— el significado y sentido que los sujetos dan a su conciencia, a su vida mental y sus productos. En este enfoque,
“la versión tradicional –anota Dennett— es que ‘sólo yo tengo acceso a esas experiencias [conscientes]’… Pero esta afirmación obvia tiene que defenderse ante la hipótesis en apariencia inconcebible de que ni siquiera yo ‘tengo acceso a las cualidades intrínsecas de mi propia experiencia. ¿Qué puede querer decir esto? Que podría haber cualidades intrínsecas de mi experiencia cuyas ideas y vueltas, como las propiedades espaciales de la comprensión y la producción lingüísticas, estuvieran más allá de mi comprensión” (Dennett, 2006, p. 99).
En fin, si se asume que ni siquiera los propios sujetos pueden comprender a cabalidad el “misterio” de sus experiencias conscientes –su vida mental, su subjetividad— mucho menos lo podrán hacer quienes investigan “desde fuera” esas dinámicas subjetivas e intersubjetivas. Los que mejor se acercan en su exploración son los investigadores capaces “interpretar” los “qualia” (las cualidades, los datos cualitativos) que se vierten desde, principalmente, la “producción lingüística” de los sujetos; aunque también su importantes los “qualia” que se ponen de manifiesto en gestos, actitudes, posturas corporales, silencios y ruidos que en su efervescencia cualitativa permiten al investigador “comprender” e “interpretar” mejor, aunque siempre con limitaciones, el fenómeno humano-social de su interés.
¿Y qué decir de quienes pretenden investigar los fenómenos humano-sociales siguiendo criterios relacionales y funcionales, planteando hipótesis de trabajo que conduzcan a la obtención de datos empíricos cuantificables (cuantitativos), recurriendo al mínimo –y sólo en caso de extrema necesidad—a datos cualitativos? Pues bien, desde la óptica de los “comprensivos” (“cualitativistas”), investigaciones empírico-cuantitativas de lo humano social sólo son posibles cuando se abordan (describen, caracterizan) fenómenos humano-sociales en sus dimensiones más simples y superficiales (lo cuantificable), quedando lo más propio de lo humano-social fuera del alcance de esas investigaciones.
Hay un “algo” de lo humano social –dicen los cualitativistas— al que no se puede acceder, de ninguna manera, por la vía explicativa empírica; un “algo” a lo cual sólo es viable acercarse –sólo acercarse un poco— por vías comprensivas e interpretativas. Quienes siguen esta última vía se remiten a la conciencia como principal dimensión y expresión de lo humano social; y, como se ha visto, la conciencia, según ellos, es un “algo” misterioso, inexplicable, a lo que sólo se puede acceder a partir de los “qualia” (las cualidades) que trasluce desde la voz de los sujetos los experimentan. Se han seguido hasta acá algunas ideas de Richard Dennett, pero quizás sea oportuno señalar –por si hubiera alguna confusión—que este autor no comparte la perspectiva de los cualitativistas. En sus palabras:
“Muchas personas opinan que la conciencia es un misterio, el espectáculo de magia más maravilloso que se pueda imaginar, una serie interminable de efectos especiales que desafían toda explicación racional. Para mí, están equivocadas: la conciencia es un fenómeno físico, biológico, como el metabolismo, la reproducción o la autorreparación, de un ingenio exquisito en su funcionamiento, pero no milagroso, ni siquiera misterioso. Parte de la dificultad para explicar la conciencia radica en la existencia de fuerzas poderosas que nos hacen creer que es más maravillosa de lo que en realidad es” (Dennett, 2006, p. 75).
Dennett sitúa el debate que se ha narrado hasta acá en una perspectiva en la cual lo humano-social puede y tiene que ser explicado siguiendo criterios científicos empíricos cuantitativos, es decir, según los modos en los que la investigación científica aborda los distintos fenómenos (hechos, sucesos) de la realidad natural. Se trata de una perspectiva relativamente reciente, que no está resultando fácil aceptar en algunas ciencias sociales –por ejemplo, en la antropología— y, en particular, en algunas ramas de la sociología, como la sociología de la cultura o la sociología de la religión.
No está resultado fácil principalmente porque en las ciencias sociales se ha aceptado casi de forma dogmática la existencia unos paradigmas –positivista, interpretativo y socio-crítico— en los que cada grupo académico ha encontrado un acomodo, a gusto o a disgusto. Con esporádicos momentos de paz, lo usual ha sido (y) es la descalificación recíproca y la defensa de las bondades del paradigma al que se está adscrito. Así, el debate entre sociólogos positivistas sociológicos y sociólogos interpretativos –hay hombres y mujeres en ambos bandos— se ha decantado más hacia el debate filosófico (no exento de connotaciones morales y políticas) y menos hacia la investigación científica propiamente dicha.
Si esta opción fuera la privilegiada, lo más seguro es que, en primer lugar, no habría problemas en acercarse a las ciencias naturales (en su diversidad) para hacerse cargo de lo que ellas van logrando (teórica y empíricamente); en segundo lugar, los científicos e investigadores sociales se darían cuenta de que su visión de las ciencias naturales quizás no sea la más certera; en tercer lugar, ese acercamiento les ayudaría salirse de un improductivo debate por paradigmas que a los científicos naturales les tiene sin cuidado; y en cuarto lugar, una acercamiento a las ciencias naturales les ayudaría a abandonar, de una vez, las visiones simplificadas, tomadas de manuales, del quehacer científico, en especial las posturas dicotómicas entre “metodologías cuantitativas” y “metodologías cualitativas”.
III
Las distintas ciencias naturales lanzan desafíos –teóricos y metodológicos– a las ciencias sociales, desafíos que no pueden ser obviados si estas últimas quieren en verdad ser ciencias con pleno derecho. Hay dos ciencias naturales que destacan por su fortaleza explicativa para lo humano-social y a los que la sociología (no positivista, sino científica) no puede dar la espalda: la biología evolutiva y la paleontología humana o paleantropología. La primera, sobre la base teórica forjada por Charles Darwin (1809-1882) y ampliada con los aportes de biólogos evolutivos posteriores, explica, entre otras cosas, los vínculos biológicos que hay entre todas las especies (y organismos vivos) de la tierra. Hay un ancestro común universal del cual descienden todos los seres vivientes del planeta, y la biología evolutiva ofrece una explicación de cómo se ha dado la “descendencia con modificación” (en palabras de Darwin) entre especies (y entre los individuos que las forman) a lo largo del tiempo evolutivo.
Para efectos de los seres humanos actuales, son resultado de procesos evolutivos que afectan a todos los organismos vivientes, procesos evolutivos que han dejado su huella en las estructuras corporales (células, nervios, huesos, tejidos, órganos, cerebro y comportamientos) de cada persona. No se trata de un ensamble perfecto de piezas evolutivas, pues no hubo un “diseñador” que, siguiendo un “plan”, hiciera el trabajo. La evolución es, como dijo Richard Dawkins en un célebre libro que lleva el mismo título, un “relojero ciego” (Dawkins, 2015).
La trayectoria evolutiva de la especie Homo sapiens –a la que pertenecen todos los seres humanos actuales, que los formó como primates— ha dejado su marca en lo que los individuos humanos sienten, hacen o imaginan. También ha dejado su huella en las formas de agruparse y relacionarse, esto último un asunto crucial para la sociología. Y es que sin entender el gregarismo evolutivo (natural, pues) de los seres humanos no es posible entender ni explicar las dinámicas que conducen a acuerdos, pactos, alianzas, mutualismo, en definitiva, la cooperación y el altruismo, sostienen a micro grupos sociales como la familia. En biología evolutiva, “la cooperación es una modalidad de las relaciones intraespecíficas que incluye a la colonia, la sociedad, las asociaciones gregarias y familiares; se caracterizan por la ayuda mutua entre los organismos de la misma especie que forman la población” (Portal Académico CCH, 2017, párr. 7).
Respecto de la colonia de organismos:
“Consiste en la unión permanente y estrecha entre organismos de la misma especie que colaboran funcionalmente, en la que los individuos están unidos físicamente. Presentan división del trabajo, por lo que los organismos se especializan en determinadas funciones como la reproducción, defensa, conseguir alimento, etc. Un buen ejemplo de este tipo de relación son los corales (formados por la unión de miles de pequeños individuos), las plantas inferiores, entre otros” (Portal Académico CCH, 2017, párr. 8).
Y en lo que se refiere a la sociedad:
“Son agrupaciones formadas por un gran número de organismos de la misma especie, en la que todos viven juntos, es permanente y mantienen relaciones de dependencia entre ellos, presentan división del trabajo y un alto grado de especialización que se manifiesta en la diferenciación morfológica y la jerarquización social de los integrantes del grupo. Otra característica es que cuentan con un complejo sistema de comunicación que mantiene la estructura social y dependencia entre los organismos, por ejemplo, las hormigas, termitas y abejas… Las sociedades son ejemplos de comportamiento altruista extremo, debido a que todos los organismos estériles trabajan en beneficio de los que se reproducen y no de ellos mismos” (Portal Académico CCH, 2017, párr. 8).
También la evolución biológica ha dejado marcas de competitividad, territorialidad, dominancia y jerarquía en los seres humanos. Biológicamente, la competencia “se manifiesta como un comportamiento social, ya que los individuos que intervienen pertenecen a la misma especie, por lo tanto, se toleran unos a otros, lo que limita el número de organismos que viven en un determinado lugar, y compiten por los mismos recursos. Existen dos tipos de competencia que son: Territorialidad y Jerarquía por dominancia” (Portal Académico CCH, 2017, párr.2).
En cuanto a la territorialidad,
“consiste en la delimitación y defensa de un territorio o área exclusiva que no va a ser compartida con rivales, la llevan a cabo los machos, hembras, parejas o grupos sociales, aunque por lo general lo realizan los machos adultos por medio de cantos, llamadas y exhibiciones de intimidación (extensión de alas o cola, mostrar los dientes, ataque y persecución o marcación con olores) para eludir a los rivales; todas estas manifestaciones están relacionadas con la supervivencia, el éxito reproductivo y la posibilidad de aparearse y transmitir sus genes. La territorialidad se puede observar en gusanos, artrópodos (insectos, arañas y crustáceos), peces, aves y mamíferos” (Portal Académico CCH, 2017, párr.3).
Y la jerarquía por dominancia,
“se presenta en animales de la misma especie que viven en grupos sociales y consiste en la estratificación de los individuos de acuerdo con la dominación o influencia que ejercen sobre el resto de los organismos. De acuerdo al rango que tenga el individuo se determina el acceso a los recursos, esto ocurre entre los buitres, lobos, babuinos, mandriles, cabras, pollos, entre otros…Una vez que se establece el orden jerárquico se disminuyen los conflictos, se suprimen las agresiones y la confusión, así como, se promueve la eficiencia del grupo” (Portal Académico CCH, 2017, párrs. 4-6).
Asumir esos conocimientos científicos ilumina un sinnúmero de aspectos en la dinámica de las familias. La sociología no puede darles la espalda. Tampoco a los que se están logrando desde la disciplina llamada paleoantropología (y hasta hace poco, llamada paleontología humana). La paleontología estudia restos fósiles; y la palentología humana se especializó en los restos fósiles humanos. Gracias a sus esfuerzos, que en el siglo XX fueron espectaculares, la evolución humana fue revelando los “misterios” a los investigadores. La llegada de la biología molecular y la genética, con los estudios de ADN, han permitido forjar una explicación sumamente completa de esa evolución. Es firme, desde criterios científicos sólidos, que la especie Homo sapiens (a la que pertenecen todos los seres humanos actuales) es una más –ni más especial ni superior— de un conjunto de especies, ya desaparecidas, que conforman el género humano. Ha habido, pues, otros seres humanos, siendo los humanos actuales los sobrevivientes de un ramaje evolutivo diverso y antiguo. De las especies humanas desaparecidas, hay pruebas firmes de la convivencia de la especie Homo sapiens con una de ellas: Homo neanderthalensis. Con esta especie se juntaron los ancestros de los humanos actuales hace unos 40 mil años.
La investigación científica sobre los neandertales está contribuyendo a profundizar en el conocimiento de su especie hermana, la Homo sapiens. En 2022 se ha publicitado el “tema neandertal” debido al otorgamiento del Premio Nobel de Medicina a Svante Pääbo, uno de los principales especialistas mundiales en ADN neandertal. Este investigador sueco fue invitado, a finales de los años noventa del siglo XX, por la Max Plank Society de Alemania, a fundar un Instituto de Antropología. Comenta que en una presentación que le tocó hacer –cuando lo entrevistaban para convertirse en director— abordó “aquellos aspectos de nuestro trabajo que consideré que podrían ser apropiados para un instituto de antropología, centrándome en el estudio de ADN antiguo, sobre todo de los neandertales, y la reconstrucción de la historia humana a partir de las relaciones genéticas, así como de las relaciones lingüísticas entre las poblaciones humanas” (Pääbo, 2018, p.121). Y lo que sigue ilustra bien la manera en que los científicos naturales suelen abordar su trabajo (lo cual debería ser un ejemplo para los científicos sociales empeñados en debates ajenos a la ciencia).
“Insistí –dice Pääbo— en que en mi opinión cualquier nuevo instituto dedicado a la antropología no debería ser un lugar en el que filosofar sobre la historia humana. Debería hacer ciencia empírica. Los científicos que tuvieran que trabajar allí deberían recoger hechos concretos y reales sobre la historia humana y comprobar sus ideas contra ellos… El concepto que surgió durante nuestras conversaciones fue el de un instituto no estructurado en función de las disciplinas académicas, sino centrado en una cuestión: ¿qué es lo que nos hace únicos a los humanos? Sería un instituto interdisciplinario donde paleontólogos, lingüistas, primatólogos, psicólogos y genetistas trabajarían juntos sobre esta cuestión” (Pääbo, 2018, p. 122).
IV
Y es que a quienes hacen ciencia real no les interesa discutir quién pertenece a qué paradigma, o si se sigue un método cualitativo, cuantitativo o mixto (cuali-cuanti, les gusta decir a muchos). No hay recetas de manual en la ciencia real ni interesa si alguien es “humanista”, “hermeneuta” o “positivista”. El Instituto fundado por Pääbo “resultó ser un lugar único con óptimos resultados donde los investigadores, al margen de si procedían de lo que tradicionalmente se consideraba de ‘humanidades’ o de ‘ciencias’, podían trabajar juntos… en los quince años desde la fundación de nuestro instituto, grandes universidades de otros lugares, como la de Cambridge del Reino Unido o la de Tubinga en Alemania, han copiado nuestro concepto” (Tääbo, 2018, p. 131).
Gracias al trabajo de científicos como Pääbo, el conocimiento sobre la historia humana es, en la actualidad, de una envergadura sin precedentes. También lo es el conocimiento sobre las raíces biológicas de la cooperación, el altruismo, la competencia y las jerarquías sociales. Para la sociología de la familia estos conocimientos son invaluables, pues contribuyen a explicar, con mayor rigor y profundidad, las dinámicas de ese micro grupo social en particular.
San Salvador, 11 de octubre de 2022
Referencias
C., D. D. (2006). Dulces sueños. Obstáculos filosóficos para una ciencia de la conciencia. Buenos Aires: Katz Editores.
Coello Valdés, E., Balbeíto, N. B., & Reyes Orama, Y. (Mayo-Agosto de 2012). Los paradigmas cuantitativos y cuantitativos en el conocimiento de las ciencias médicas con enfoque filosófico epistemológico. Obtenido de revedumecentro.sld: http://www.revedumecentro.sld.cu/index.php/edumc/rt/printerFriendly/180/361
Dawkins, R. (2015). El relojero ciego. Por qué la evolución de la vida no necesita de ningún creador. Barcelona: Tusquets.
González, L. A. (2022). Introducción a la filosofía del conocimiento. San Salvador: UDB.
Navarro, K., & Asún, R. (2022). Combatiendo la leyenda negra de la sociología cuantitativa. Obtenido de doi.org: https://doi.org/10.5354/0719-529X.2022.68146
Pääbo, S. (2018). El hombre de neandertal. En busca de genomas perdidos. Madrid: Alianza.
Portal Académico CCH. (2017). Relaciones Intraespecíficas. Obtenido de portalacademico.cch.unam: https://e1.portalacademico.cch.unam.mx/alumno/biologia2/estructura-procesos-ecosistema/relaciones-intraespecificas
[1] Insurgencia Magisterial, 7 de octubre de 2022
Fotografía: https://anthropologyandpractice.com/ciencias-sociales/campos-cientificos-ciencias-naturales-vs-ciencias-sociales/ Luis Armando González