Por: Tuni Levy y Juan Espíndola Mata. Horizontal. 28/01/2019
Los jóvenes de la élite mexicana estudian en escuelas que fortalecen sus relaciones con el mundo del privilegio. ¿Qué ocurre cuando se ponen en la piel de los trabajadores de estratos más bajos?
Andrea Cortés aprendió que en Office Max las únicas sillas de la tienda son las que se venden a los clientes y que, aunque era una adolescente, las rodillas le dolían después de dos horas seguidas de pie. Pero lo que más recuerda es que a ojos de su vecina se convirtió en nadie.
Era su segunda semana como dependienta dentro de Experiencia Laboral, una materia de la Prepa Ibero que se creó para que los estudiantes, la mayoría de clase alta, se pongan durante dos semanas en la piel de trabajadores de estratos más bajos —dependientes, mecánicos, mucamas de los hoteles—.
Andrea estaba detrás del mostrador, vestida de uniforme: playera tipo polo amarilla con el nombre de la empresa en letras negras. La señora, de pelo dorado, se formó en la cola. Se habían visto incontables veces, sobre todo cuando Andrea sale del penthouse donde vive con sus padres y se cruzan en el elevador. La señora siempre le saluda de beso, le sonríe, le pregunta por la familia. Cuando le pidió a Andrea cinco copias de un documento, no le dio ni los buenos días.
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Los jóvenes de la élite en México —explica la cofundadora y exdirectora de la Prepa Ibero, Raquel Druker— se relacionan con los demás desde el privilegio, hasta el punto de que a través de la filantropía o la beneficencia reafirman las desigualdades.
“Los ven como animalitos del zoológico a los que echan un cacahuate. Y eso no hace más que profundizar las heridas”, dice Druker.
Los ideales jesuitas de la Prepa Ibero muchas veces no concilian con el privilegio económico. Por eso, Druker y otro grupo de docentes integraron en agosto de 2010 la Experiencia Laboral al programa educativo para romper la burbuja que envuelve a gran parte de los alumnos de colegios de élite. «Que el otro deje de ser el otro», resume Druker.
Los primeros tres años, sin embargo, no resultaron como esperaba. Que los alumnos miraran más allá de la seguridad de sus casas y los muros de sus colegios sonaba bien en palabras. En la práctica, las dudas se multiplicaban. También para Druker, que lleva 50 años trabajando en educación: “Teníamos miedo a que me secuestraran a uno o que se cortara el dedo otro, son chavos que nunca han trabajado con sus manos”.
Fotografía: Yvonne Venegas
No era extraño que los padres de familia le reclamaran. Algunos llamaban a su oficina para señalarle, no siempre amablemente, la ironía de pagar una colegiatura de 16,495 pesos al mes para que sus hijos pasaran las mañanas debajo de un coche en un taller mecánico.
Aún hoy la académica se muestra cautelosa sobre el éxito del programa que creó: “Esperamos tocar a varios (alumnos), pero estamos tranquilos si tocamos a uno”.
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—De la pobreza no se habla en la escuela, es invisible —cuenta Renata Aguilar, exalumna del Colegio Internacional—. Lo que importa es si te vas de viaje a Europa o a Estados Unidos. Si no tienes una buena mesa y una buena botella en el antro, eres un naco. Las niñas no usan mochila, sino bolsas Juicy Couture y botas Uggs.
Al escritorio de Dulce Echeverría, profesora del colegio Westminister, a veces llegan las pláticas de sus alumnos. “Mi papá me ha dicho que no le hable a los asalariados” fue uno de los últimos comentarios que escuchó. Cuando intentó indagar en el asunto, la alumna se explicó: “Tener un salario es ser mediocre, sólo hay que hablarle a los empresarios”.
—Un niño del colegio Roble —cuenta Rafa Espinoza, exalumno— es un niño burbuja en un centro vacacional. Hace lo que quiere, aprende lo mínimo, toma mucho desde los 13 años, gasta cinco mil pesos en el antro y viste ropa de marca.
No es que para estos adolescentes la desigualdad no exista. Es, más bien, que ellos aprenden a vivirla desde el lado del privilegio.
—“Los pobres me valen madres, no son ni cercanos a mí” —dice Alejandro Ramírez, ex estudiante del Cumbres, imitando a sus compañeros.
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Cuando Alexis González llegó a la Universidad Iberoamericana pensó que él jamás encajaría. De piel morena y cabello teñido de blanco con tonos azules, el joven de 25 años es originario de Iztapalapa. Cada día, llega a la Ibero después de dos horas en transporte público. Cursa la carrera de Hoteles y Restaurantes gracias a una beca y, además, trabaja como gerente de uno de los cafés del campus.
‘¿Tú qué haces aquí? No te queremos, ven en otro horario’, le dijeron cuando quiso incorporarse al grupo musical de la universidad. “Vengo a estudiar, ponte unos tapones si no te gusta”, respondió.
Fotografía: Rainier Chávez
Con el tiempo, a los gestos de discriminación también se sumaron experiencias positivas. Alexis cree haber hecho amistades reales. Pero no siempre fue sencillo.
—Iban a antros muy caros. Ellos me invitaban, pero era incómodo— explica.
Él daba lo que podía, pero las cuentas llegaban hasta los 20 mil pesos.
Una vez, el joven llevó a algunos de sus compañeros a Iztapalapa para que conocieran su barrio. Compraron tacos, una botella de vino y se quedaron a platicar de música con su padre. Alexis recuerda que lo pasaron muy bien viviendo una experiencia extraña entre los jóvenes de la élite, que no suelen salir de los confines de su mundo de privilegio.
Los colegios privados están pensados para absorber gran parte del tiempo de los alumnos, lo que refuerza la cohesión dentro del mismo círculo social, pero, según el antropólogo Gonzalo A. Saraví, que define este modelo como “escuela total”, fomenta la intolerancia y el desprecio a los otros. Las escuelas más costosas, aquellas que cobran colegiaturas entre los 137 y los 194 mil pesos anuales (unos 2,000 salarios mínimos) se encuentran en Polanco, Interlomas, Bosques de las Lomas, Santa Fe o Lomas de Chapultepec. De acuerdo al Índice de Desarrollo Social, son las mismas zonas, además de San Ángel, donde habita también la gran mayoría de las familias de clase alta, sobre todo empresarios y políticos.
La mayor excepción es The American School Foundation, en la delegación Álvaro Obregón, una ubicación poco lujosa para una de las escuelas más caras de Ciudad de México. Sin embargo, sus alumnos nunca pisan la calle. La escuela es casi una fortificación: grandes muros, rejas encima de los muros, el alambre de púas arriba de las rejas. Los camiones y autos familiares recogen a los estudiantes dentro de las instalaciones. Algunos padres de familia y un docente del centro recuerdan que, hasta hace unos años, un helicóptero aterrizaba en el hospital ABC con estudiantes y una camioneta Suburban los recogía en la planta baja para transportalos los doscientos metros que separan el hospital del Colegio Americano.
Ixim Nuñez, nieto de ejidatarios de Xochimilco y estudiante de Ingeniería de Negocios en el ITAM, dice que el miedo a pisar otra realidad es fundado.
—Si te mueves en transporte público, sabes qué hacer para que no te saquen la cartera o el celular. Si no estás acostumbrado a moverte en estos contextos, se te nota.
A diferencia de Alexis, y aunque también él ha sido aceptado en el círculo itamita, no ha invitado a ninguno de sus compañeros a los lugares que frecuenta. Le resulta difícil siquiera imaginarlos allí porque, reflexiona, el espacio no sólo está ligado a la clase social, sino también a la inseguridad.
La segregación, explica Saraví, existe más allá de las diferencias económicas: entrar a ciertas élites implica un reto a veces imposible. Salir de ellas tampoco es fácil.
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“Ver el crayonazo en el baño y decir: ‘sí, yo tengo que limpiar eso’”. Quien habla es Alejandro Ramirez, un alumno que, durante su Experiencia Laboral, fue empleado del hotel Novotel de Santa Fe. Ahí limpió habitaciones sucias, recogió condones y terminó con la espalda “hecha pomada”. Sintió en su propio cuerpo lo que cuesta tener un cuarto limpio. También trabajó en el restaurante del mismo hotel y vio al cocinero escupir en la comida de un cliente que había maltratado a uno de los meseros.
Mariana Olmos, gerente de recursos humanos del hotel Hilton Santa Fe, recibió a los jóvenes asignados para realizar la Experiencia Laboral. Olmos dice que el modelo es bueno, pero que el tiempo asignado —dos semanas— es insuficiente. Además, los jóvenes, de entre 15 y 16 años, “están en la fiesta”.
Fotografía: Yvonne Venegas
Ella tuvo que retirarles los celulares durante su jornada laboral porque los alumnos se distraían constantemente y un jefe de área reportó que dos de los estudiantes llegaban siempre tarde por irse a desayunar al Starbucks.
Para Domenika Alfaro, gerente de capacitación del hotel Sheraton Santa Fe, el programa no funcionó. “Los niños no le dan el valor que deberían (al trabajo), porque no se ven nunca en estos puestos”, dice. Un día vio a una de las jóvenes de la Experiencia Laboral esconderse porque le daba vergüenza que alguien la reconociera haciendo ese trabajo.
Al Office Max de Plaza Zentrika en Santa Fe, llegó a trabajar, dentro del programa laboral, un grupo de varios jóvenes dentro del cual se encontraba el sobrino del dueño de la empresa. Salvador Gómez, encargado de área de muebles, narra cómo cuando los jóvenes llegaron, los empleados del lugar tomaron una postura “de lejitos”.
“La verdad —explica Salvador— todos pensábamos que eran muy alzados. Cuando nos dimos cuenta cómo eran, nos cambió la perspectiva”. Así, mientras el joven cargaba cajas y ayudaba con las tareas, le platicaba cómo era su casa y del coche deportivo que tenía. Al final, el estudiante de la Prepa Ibero incluso los invitó a su fiesta de graduación, pero ninguno de sus nuevos amigos del Office Max pudo acudir porque era en Cuernavaca.
Salvador admite que conocer al joven hizo que la etiqueta de “el sobrino del dueño” se diluyera. “Me dijo que iba a regresar al Office, a la empresa de su tío, a trabajar en recursos humanos, y que contara con él con lo que se me ofreciera”, recuerda.
Durante la Experiencia Laboral dos estratos sociales se ven orillados a convivir durante un par de semanas. Es una situación artificial, pero que provoca conductas genuinas. El objetivo es que ambos mundos puedan entender que existen más similitudes entre ellos de las que hubieran imaginado.
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—El proyecto tiene un fantasma que inquieta a los profesores y directores desde el inicio —explica Yuri Sánchez, subdirector de la Prepa Ibero—. Lo que nos preocupa es que el programa quede como un “sentimentalismo pasajero”. Los jóvenes salen de la Prepa, y poco sabemos de lo que pasa después.
Con seis generaciones de egresados, la Experiencia Laboral es un proyecto incipiente: su futuro y trascendencia todavía se desconocen. Por ahora, se le pueden buscar decenas de errores e incongruencias y, sobre todo, la frustración de chocar contra una realidad en la que los patrones arraigados de toda una sociedad no pueden modificarse en dos semanas. Ni en diez. Ni en cien.
Fotografía: Rainier Chávez
Como explica Ricardo Raphael en Mirreynato, la otra desigualdad, el elevador social que conecta entre sí los distintos pisos de la sociedad mexicana no va a funcionar en el corto plazo.
Es muy probable que, en un par de años, estos jóvenes olviden que alguna vez descendieron a los otros pisos y que la Experiencia Laboral, junto con toda la filosofía loyolista, quede arrinconada en un cajón de anécdotas olvidadas. Esto sin contar a aquellos para los que no significó más que una asignatura. José María Jiménez, profesor de la Prepa lo resume así: “Para muchos, el discurso sigue siendo ‘yo estoy en esta esfera privilegiada y allí estoy bien’”.
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Mariano Jiménez viste de traje y un pañuelo de seda sale de la bolsa de su saco. Camisa blanca, barba a medio crecer y lentes redondos. Duerme en una habitación con baño propio y vestidor en una casa de tres pisos y cinco recámaras. El desayuno servido: claras y verduras porque está a dieta, preparado por Carmen o Rosy, las dos empleadas que trabajan en su casa. El chofer –Victorio, el hombre que ya cumplió 20 años con su familia, el que le enseñó a manejar cuando era niño– siempre está disponible para arrancar el coche en la calle cerrada, custodiada por un policía.
Desde hace unos meses trabaja en Hacienda. A su oficina llega en metro. Y aunque su madre se preocupa porque use transporte público, suele tranquilizarla asegurando que “usar coche es más inseguro”. Después del trabajo, va a comer a la universidad, de donde no sale hasta las 10 de la noche. En casa lo espera la cena, preparada por Carmen o Rosy.
Los fines de semana va a cenar a la Condesa con sus amigos. A veces, todavía, van al SENS, uno de los antros más exclusivos de la ciudad donde sólo se puede entrar bien vestido, “nice”, de traje, bolsas de marca.
Hace unos años pasó por la Experiencia Laboral. Hoy narra esa vivencia desde la cafetería de la Ibero, en Santa Fe. Estuvo primero en una empresa de químicos para alberca. Después en el restaurante del hotel Fiesta Americana. La actitud soberbia e irrespetuosa de los comensales lo desconcertaba. Como aquella vez en que uno de los clientes se sentó en una mesa para ocho personas y, cuando le ofreció cambiarlo a una más pequeña, le gritó.
Algo cambió en Mariano. No sabe qué. Dejar de ser un mirrey, dice, es como dejar un vicio. Ya no pide mesa de pista en el antro. A sus amigos les extraña que ya no se compre zapatos Ferragamo. De vez en cuando visita a Cristian, uno de los meseros del Fiesta Americana. Algo en su abrazo le hace sentir que “son amigos”, sobre todo porque siempre se niega a cobrarle el desayuno.
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Fotografía: Rainier Chávez