Por: Ignacio Irazuzta. 03/12/2022
La sociedad de la transparencia es ilusa, controladora, pornográfica y violenta. Hace unos días tuve una de esas horribles experiencias que uno sabe que le pueden pasar, que le ha pasado de hecho anteriormente, pero que ahora ha sucedido con consecuencias y es por ello reseñable. Me choqué con una puerta de vidrio. Di contra ella de lleno y con mucha fuerza. Tanto que tuve que ser intervenido quirúrgicamente para que me reconstruyeran mi nariz. No es poca cosa; la intervención, digo (aunque tampoco lo es mi nariz, que siempre va muy por delante de mí y me genera problemas como el que ahora relato).
Choqué con la transparencia. Me tuvieron que operar. Anestesia general. Cinco días de incapacidad. Una semana de aguantar lo que llevaba por dentro y por fuera de la nariz. Todavía sigo pendiente de la cicatriz y con cuidados. Todo eso me ha mantenido cavilando sobre lo que me pasó. Bueno, no tanto sobre lo que me pasó, pero sí mucho sobre aquello con lo que choqué. Durante gran parte de mi convalecencia, estuve pensando en la esencia de una puerta de vidrio, en la razón de su existencia, en cuál es la función de su transparencia, en esa cosa que deja ver, pero no siempre pasar. Como me pasó a mí, que no pasé. Y no solo que no pasé, sino que el obstáculo que me lo impidió me repelió con durísima violencia.
Estando todavía en el hospital (privado, tradicional de la ciudad, con nombre de santo conocido…), y entre mis ensoñaciones de etnógrafo de lo que desde la cama veía de esa institución de salud (privada, tradicional y santa), me acordaba de un librito que había comprado alguna vez seducido por su título, de un autor desconocido para mí entonces, pero según supe luego algo denostado por la filosofía académica que ve ligera y oportunista su escritura. Es La sociedad de la transparencia, publicado originalmente en alemán en 2012 y casi inmediatamente después en español por Herder Editorial, en 2013. Es otro de los tantos libros del hoy famoso y prolífico filósofo surcoreano formado en Alemania, Byung-Chul Han. Tiene muchos otros libros de títulos igual de atractivos: Infocracia, La sociedad del cansancio, No-cosas, etcétera.

No había leído Byung-Chul Han sino en alguna reseña de suplemento cultural. Tampoco este de la transparencia que yacía en mi biblioteca junto a otros tantísimos títulos no leídos. Nada más llegar a casa desde el hospital, lo hojeé y leí su contraportada. Dice cosas que cualquiera que merodee en los pensamientos sobre la naturaleza del poder, o que lo practique en su declinación política, lo sabe. Se sabe por experiencia y se sabe por teoría: no hay poder político sin secretos; la transparencia es entonces una ilusión, algo ingenuo. Pero Byung-Chul Han dice además que la transparencia, el discurso de la transparencia, “se manifiesta cuando ha desaparecido la confianza y la sociedad apuesta por la vigilancia y el control”. La de la transparencia, se agrega en la contraportada, es “una coacción sistémica”, “un imperativo económico”. “Las cosas se hacen transparentes cuando se expresan en la dimensión del precio y se despojan de su singularidad. La sociedad de la transparencia es un infierno de lo igual.”
Del interior del libro me leí algunos capítulos, guiado nuevamente por el morbo que me despertaban sus títulos, que son en sí indicativos de sus tesis: “la sociedad positiva”, “la sociedad de la exposición”, “la sociedad de la evidencia”, “la sociedad porno”, “la sociedad de la aceleración” y otros más del tipo. De su análisis destaco tres cosas sobre la naturaleza de la transparencia, o de la sociedad de la transparencia: primero, su ilusión de ser una “sociedad positiva” que todo lo allana en su pretensión de anular cualquier negatividad o simple mediación que enturbie la realidad. Sin embargo, nada más lejos de la realidad social. Desde Simmel sabemos que el secreto es parte sustantiva de la misma. Y eso por no hablar de la política, al menos de la moderna, realista y maquiaveliana, que sabemos también que se funda en lo oculto. “Solo la política como teocracia se arregla sin secretos”, dice Byung-Chul Han.
Luego, también como consecuencia de lo anterior, la sociedad de la transparencia es la de la “evidencia”. Y la evidencia, la evidencia social, es, desde el punto de vista del poder, el estado ideal de su realización; es aquello que, por tal, por evidente, no vemos y por tanto tendemos a no cuestionar. La sociedad de la transparencia es pornográfica, no tanto porque es también la sociedad del porno, de consumo de pornografía; lo es también porque en tanto tal, no admite posibilidad de profundidad hermenéutica, no permite la ambigüedad, no hay allí mediación entre la imagen y el ojo. Como la pornografía.

Y sin embargo, la de la transparencia es la sociedad del control y la vigilancia, donde estamos constantemente expuestos a ser vistos. Es una sociedad panóptica, pero post-benthamiana, puesto que si el panóptico de Bentham se estructuraba a partir de una centralidad y unilateralidad de la vigilancia (un dispositivo ubicado en el centro de una cárcel, por ejemplo, desde el que alguien ve a todos), aquí y ahora, en la sociedad de la transparencia, el control se ha democratizado, por así decirlo. Como si asumiéramos y aceptáramos ser controlados a condición de ejercer nosotros también el control sobre quien nos controla.
A este panorama de por sí totalitario y espeluznante, agrego una cuarta característica, de mi propia factura intelectual y con fundamento empírico en mi nariz: la transparencia puede ser muy violenta. Mostrándose igual, generando una ilusión de continuidad, de que nada se interpone, la transparencia oculta la potencial violencia de su materia dura. La transparencia puede ser una puerta cerrada que no ves, porque es transparente, porque todo lo hace aparentemente liso, sin secretos, inequívoco, claro, luminoso, evidente. Y de repente, ¡pum!, es una puerta de materia dura. La violencia está en el impacto del golpe, pero luego de que pasa el dolor, pienso en aquello que exhibe esa puerta transparente: son salones de clase, de nuevo diseño, inspirado en las nuevas pedagogías, que trabajan por competencias y evidencias sobre «situaciones del mundo real». Son salones transparentes, en los que incluso se pueden ver a profesores que enseñan teoría de los juegos, esa teoría que entiende, precisamente, que el juego de estrategias se caracteriza por la falta de transparencia, por la elucubración oculta de sus jugadores. Como en la guerra. Y todo eso sucede en nuestras narices.
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Fotografía: Academicxsmty43