Por: Egbert Méndez Serrano. Perspectivas comunistas. 14/09/2024.
A las madres y padres de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa
A las madres y familias buscadoras en México y Latinoamérica
«si tú me cantas, yo siempre vivo y nunca muero»
Andrés Henestrosa
Albertina
En la madrugada del 23 de septiembre de 1965, trece guerrilleros asaltaron el cuartel del Ejército Mexicano ubicado en Madera, Chihuahua. Ocho de ellos perdieron la vida y cinco escaparon. Carlos Montemayor, en su novela Las mujeres del alba, recogió las dificultades por las que pasaron las madres, hermanas e hijas de los guerrilleros caídos al querer recuperar sus cuerpos, sólo lograron rescatar el de Salomón Gaytán. En un auténtico acto de amor y valentía, Albertina —su hermana— acudió al cuartel donde los soldados lo tenían y se los reclamó. Montemayor recrea los diálogos:
—Vengo por Salomón Gaytán. En la radio dicen que ustedes tienen su cadáver aquí, en el cuartel.
Intervino el que acompañaba al capitán:
—Es uno de los muertos por los explosivos. Cayó bajo el talud de las vías del ferrocarril.
—¿Por qué quieren ustedes su cadáver? No lo necesitan. Yo sí.[1]
No hubo más concesiones, por órdenes superiores se dio la instrucción de no llevarse a ninguno más. ¿Cómo superar el dolor familiar, pero sobre todo social, pues los combatientes tenían una fuerte conexión con los campesinos de la zona?[2]
Los rituales funerarios tienen una fuerte función en el proceso de duelo, pero cómo hacerlos sin los cuerpos. Albertina recuperó el de su hermano, pero no el de su hijo, José Antonio Escóbel Gaytán. Montemayor atrapa la impotencia, «Me quedé sola, sabiendo que el cuerpo de mi hijo recibía la lluvia fría en la calle, en la tarima de un camión trocero, junto con los cadáveres de sus amigos».[3] Resulta que, en un acto de grotesca teatralidad, los militares exhibieron por el pueblo los cuerpos de los guerrilleros en un camión para cargar madera, a manera de escarmiento. Para superar su impotencia, Albertina se tiene que fundir con la naturaleza, «Mi hijo Antonio estaba en la calle bajo la lluvia. La lluvia lo cubría, lo lavaba, le quitaba el lodo, le lavaba la sangre del cuerpo, de sus cabellos, como si fueran mis manos, como si yo lo acariciara acabando de morir. La lluvia me ayudaba a limpiar su sudor, su dolor».[4]
A los familiares de los guerrilleros abatidos, se les obligó a asistir a los funerales de los militares que cayeron en el enfrentamiento, mientras que a los suyos ni siquiera se les proporcionó mortaja, «El gobernador Giner ordenó por radio que bajaran los cadáveres y arrojaran a todos en fosa común. “Querían tierra, que traguen tierra”, espetó».[5] El Estado mexicano estaba redescubriendo la manera de infringir un dolor universal, que fuera más allá de lo singular de la tortura: castigar al pueblo, negándole la sepultura de sus insurrectos.
En lo que respecta a la tortura que implementó Estado mexicano a través del Ejército, durante el llamado periodo de la Guerra Sucia, no fue un mero salvajismo, sino prácticas reglamentadas para obtener la delación de los condenados. En estos procedimientos cuasi inquisitoriales,[6] recientemente se dio a conocer otro más: médicos militares del 27º Batallón de Infantería, curaban a los torturados para que sus verdugos pudieran seguir infringiéndoles dolor.[7]
La evolución del castigo se inscribe en el contexto Latinoamericano de dictaduras militares y la fuerte represión que sufrieron las luchas sociales y anticapitalistas. El Estado pasó de negarle los cuerpos a los familiares, activistas y amigos a desaparecerlos, de esa forma disuadía las posibles manifestaciones que realizaría el movimiento social en torno a sus luchadores. Pero el cálculo no sólo fue administrativo, también desató la perversidad del capitalismo en sus métodos represivos. La desaparición forzada extendió el dolor más allá del cuerpo del suplicante, alcanzando a todo el pueblo, y al igual que la tortura, no se trataba de mero salvajismo; en palabras de Norberto Soto, «la desaparición forzada es una tecnología racional, o sea, es un conjunto de técnicas y discursos con un fin: desaparecer a una persona».[8]
Hubo incalculables desapariciones forzadas orquestas por el Estado, el primer caso que se reporta de este tipo es el de Epifanio Avilés Rojas, militante de la organización guerrillera Asociación Cívica Nacional Revolucionaria, desaparecido por el Ejército Mexicano en 1969. Por lo complicado de la situación, hasta hoy, no hay consenso en las cifras, algunos conteos rondan las mil, otros las mil quinientas o hasta las tres mil desapariciones de este nuevo tipo de tortura política sobre la población mexicana y sus organizaciones sociales y anticapitalistas.
Antígona
En la clásica tragedia de Sófocles, Antígona, Creonte emite un edicto contra Polinices, hijo de Edipo y hermano de Antígona; debido a que invadió Tebas, no merece ser sepultado.[9] El mito cuenta que los hermanos Polinices y Eteocles se turnarían el trono tras la muerte de Edipo —su padre—, sin embargo, el segundo no cumple el acuerdo, por lo que el primero decide invadir Tebas. Al final, ambos hermanos se enfrentan y se matan mutuamente.
Creonte, que queda al frente de la ciudad, establece el castigo para el invasor, «a éste, heraldos he mandado que anuncien que en esta ciudad no se le honra, ni con tumba ni con lágrimas: dejarle insepulto, presa expuesta al azar de las aves y los perros, miserable despojo para los que le vean».[10] Quien no respete esta ley, será condenado a muerte.
Antígona, que no puede permitir semejante ofensa, decide desafiar la ley de Creonte y entierra a su hermano. En la Fenomenología del espíritu, Hegel ve en este conflicto la colisión entre dos leyes, la humana y otra que se dice divina. Ambas leyes expresan el sentido de comunidad de la antigüedad, ambas son producidas por la humanidad, solo que la divina se experimenta como puesta por los dioses, «su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron».[11] El resultado de la tragedia es el triunfo de la ley humana sobre la ley divina, Antígona es condenada a muerte por desobedecer a Creonte.[12]
Ni vivos ni muertos
En una desgarradora historia, Federico Mastrogiovanni narra el limbo en el que quedan atrapados familia y amigos al no poder encontrar a Alan, el título de su investigación periodística anuncia el angustiante suspenso: Ni vivos ni muertos. ¿Qué está en juego cuando no se pueden realizar los rituales funerarios, pues no se cuenta con el cuerpo? ¿Está vivo, está muerto? Es el terror por el que pasan miles de familias en México. Se estima que, «entre 1964 y 2023 desaparecieron más de 200,000 personas, y más de 100,000 permanecen desaparecidas. El 80% de estas desapariciones ocurrieron después de 2007, año del inicio de la denominada “Guerra contra el narcotráfico”, iniciada por el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012)».[13] No obstante, el profesor Roberto González Villareal hace otro estimado escalofriante, si se toma en cuenta que de 2010 a 2017, nueve de cada diez delitos no fueron denunciados, estaríamos hablando que “la desaparición de personas en México alcanzaría 700 000 casos” [14] en ese periodo.
Desde la interpretación hegeliana, los rituales funerarios tienen la profunda función social de fomentar el sentido de comunidad. Cuando una persona fallece, realiza su última acción, morirse, la cual sólo le compete a ella, independientemente de la situación que la ocasione. El resultado de esa acción ya no regresa a la persona, como las otras acciones que realizó en vida, sino a su familia y amigos, que en los rituales la vuelven imperecedera al recordarla, haciéndola parte de ellos la convierten en compañera de toda su comunidad.
Así, la persona fallecida adquiere dimensión de lo universal, pero que está expuesta a las fuerzas de la naturaleza —«expuesta al azar de las aves y los perros»— y a sus enemigos —«Que no traigan los cuerpos de esos hijos de la chingada. Entierren a todos allá, en fosa común»[15]—; ahora es un ser pasivo frente a ellos, no puede defenderse de la destrucción con la que la amenazan.
De ahí que la función de familiares y amigos incluya apartarla de esos males, convirtiendo su muerte en obra humana.[16] Que no sólo la tierra le dé cobijo y la lluvia limpie su cuerpo, queremos protegerlo con nuestras propias manos. Los rituales fúnebres dignifican y por lo tanto humanizan, porque apuntan hacia la vida de la comunidad.
En vano se le busca en otra parte: “está en el alma de los mártires, de los esclavos, de los pobres”. […] ¡Muerte! ¡Muerte generosa! ¡Muerte amiga…![17]
José Martí
Los muertos se convierten en individualidades universales, se recrea en torno a la pérdida del ser querido una socialidad reconciliada, debido a que toda su comunidad se reconoce en él.
Las desapariciones forzadas dejan a las familias en un terrorífico impasse social, la persona desaparecida no se sabe si está viva o muerta. Si hubiera fallecido, en una perversidad sin límites, los agresores estarían impidiendo su conversión en obra humana, es decir, su regreso a la vida de forma universal. La desaparición forzada es el arte de retener la vida en el dolor, subdividiéndola en mil muertes y obtener con ella la más extensa agonía de familiares, activistas y amigos.[18]
Se han documentado infinidad de casos pasados y presentes —me apena no poder nombrarlos a todas y todos—, uno de ellos es Rosendo Radilla Pacheco, líder campesino de Guerrero, «El Ejercito mexicano lo secuestró el 25 de agosto de 1974 y desde entonces hasta la fecha sigue desaparecido»[19]; otro es Wenceslao José García, militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre, que después de estar preso en Lecumberri en el año de 1974, para 1975 fue desaparecido, «Desapareció de los expedientes judiciales por obra y omisión de las autoridades encargadas de preservarlos […] desapareció de la escena pública cuando sus familiares y compañeros de lucha dejaron de buscarlo […] Ahora se sabe que ha desaparecido también del nuevo censo de personas desaparecidas nombrado “Estrategia General de Búsqueda Generalizada” que elabora el gobierno de Andrés Manuel López Obrador».[20]
Mientras el Estado mexicano siga sosteniendo este crimen, por comisión u omisión, no tiene ningún sentido hablar de una transformación en el país, en beneficio de las mayorías. Más al contrario, desde esta perspectiva, cabe preguntarse por la profundidad del desgarramiento del tejido social y la deshumanización que causa la desaparición forzada.
Fotografía: Elizabeth Sauno
[1] Montemayor, Carlos, Las mujeres del alba, Fondo de Cultura Económica, México, 2022, p. 23.
[2] Dicho vínculo se puede apreciar en la entrevista hecha a Salvador Gaytán, que Miguel Topete trabajó y fue publicada por el taller editorial La Casa del Mago, bajo el nombre de Ayer, en la mañana clara. Salvador Gaytán y el 23 de septiembre
[3] Montemayor, C., op. cit., p. 46.
[4] Ídem.
[5] Montemayor, Carlos, Las armas del alba, Editorial Debolsillo, México, 2009, p. 86.
[6] Sobre los procedimientos penales en la Inquisición, puede verse el apartado titulado Suplicio en Foucault, Michel, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Argentina, 1976.
[7] Castillo García, Gustavo, ‘Guerra sucia’: curaban a torturados y luego los regresaban al martirio, (La Jornada, 9/09/2024).
[8] Soto, Norberto, La memoria como arma política, revistamovimientos.mx.
[9] El drama de esta tragedia es contado en Los Siete contra Tebas de Esquilo.
[10] Sófocles, Antígona, Salvat Editores, España, 1982, p. 82.
[11] Sófocles, op. cit., p. 91.
[12] El camino que sigue la Fenomenología apunta a mostrar la crisis de la eticidad antigua, expresada en la polis, para luego arribar al derecho romano que constituye a las personas en sujetos y, finalmente, se asiste a la conformación de la individualidad moderna. Se trata un tránsito, del momento de la comunidad, al momento de la individualidad. En este artículo, no me interesa continuar por ese camino, sino detenerme a hacer una aproximación filosófica de las consecuencias sociales que tiene no poder enterrar a los familiares, el impedimento de los rituales funerarios.
[13] Karina Ansolabehere et all, Desapariciones y regímenes de violencia, UNAM, 2024, p. IX.
[14] González Villareal, Roberto, La desaparición forzada en México, Editorial Terracota, México, 2022, p. 17.
[15] Montemayor, Carlos, Las armas del alba, Editorial Debolsillo, México, 2009, p. 78.
[16] «Lo que a través de esto se produce es que el ser muerto, el ser universal, se convierte en un ser que ha retornado dentro de sí, un ser para-sí, o que la pura singularidad singular, carente de fuerza, es elevada a individualidad universal. El muerto, puesto que ha liberado su ser de su actividad o de su Uno negativo, es la singularidad vacía, es sólo un ser pasivo para otro, abandonado a todas las individualidades abyectas, carentes de razón, y a las fuerzas de materias abstractas que son más fuertes que él: aquéllas, en virtud de la vida que ellas tienen, y éstas, en virtud de su naturaleza negativa. Esta actividad de un apetito sin conciencia y de esencias abstractas, tan ultrajante para el muerto, es lo que la familia aparta de él, sustituyéndola por lo suyo, y desposa al pariente muerto con las entrañas de la tierra, con la individualidad elemental e imperecedera; lo convierte así en compañero de una comunidad que más bien domina y mantiene atadas las fuerzas de las materias singulares y las formas de vida abyectas que, liberadas contra él, querían destruirlo.» (Hegel, WGF., Fenomenología del espíritu, Gredos, pp. 386-387.
[17] Palabras contenidas en el Discurso leído por José Martí en el Liceo de Guanabacoa para honrar la memoria del poeta cubano Alfredo Torroella.
[18] «La muerte-suplicio es un arte de retener la vida en el dolor, subdividiéndola en “mil muertes” y obteniendo con ella antes de que cese la existencia, “the most exquisite agonies”». (Foucault, Michel, Vigilar y castigar, Siglo XXI editores, Argentina, 1976. P. 40)
[19] Mastrogiovanni, Federico, Ni vivos ni muertos, Grijalbo, México, 2014, p. 84.
[20] López Bárcenas, Francisco, Las tres desapariciones de Wenceslao José García, “El Sam” (desinformemonos.org).