Por: Martín Schorr. 15/12/2023
La democracia argentina parece tener en la economía su peor desempeño. Algunas de las causas de los problemas de estas cuatro décadas –desindustrialización, déficit fiscal, restricción externa, inflación– se vinculan con diversos mecanismos de captura del Estado que han pervivido tanto en las experiencias neoliberales, que los profundizaron, como en las neodesarrollistas, que no fueron capaces de desarmarlos.
En 2023 se cumplen 40 años de la recuperación de la democracia en Argentina. Los avances logrados en materia política, institucional y de creación de derechos han sido realmente significativos y variados, lo que merece ser celebrado y recordado a diario. Sin embargo, hay una dimensión en la que el ciclo inaugurado a fines de 1983 tiene muchas deudas: la economía. Un repaso por la trayectoria de la economía nacional en las últimas cuatro décadas permite identificar que, con matices entre los distintos gobiernos (neoliberales o neodesarrollistas), se han afianzado varios de los aspectos estructurales del modo de acumulación surgido del proyecto refundacional de la dictadura cívico-militar que asaltó el poder el 24 de marzo de 1976.
Es posible esquematizar la dinámica que ha seguido este proceso. A partir de la dictadura, el sector industrial perdió uno de los atributos que lo habían caracterizado durante la vigencia del modelo de sustitución de importaciones: el de ser el núcleo dinámico y organizador de las relaciones económicas y sociales. De allí en más, la actividad fabril retrocedió de manera significativa en su incidencia en el conjunto de la economía, pero sobre todo se asistió a un empobrecimiento notable de la estructura productiva (máxime si se considera la importante masa crítica que se había acumulado, no sin dificultades y contradicciones, al calor de la estrategia sustitutiva). Entre otras cosas, ello se evidencia en una reprimarización acelerada y en el desmantelamiento o el retroceso más o menos pronunciado de varios de los segmentos de mayor complejidad y sofisticación tecnológica. De modo que la desindustrialización de largo aliento de Argentina, más acentuada que la operada en otras naciones (centrales e incluso de la periferia), debe ser pensada como una involución sectorial de magnitudes considerables. Y es consecuencia directa y previsible de las políticas aplicadas por diversos gobiernos de signo neoliberal, a las que habría que agregar los sesgos de la intervención estatal bajo los planteos neodesarrollistas (si bien en esas experiencias se lograron expansiones momentáneas de la industria, los esfuerzos por revertir la regresión del sector, los desequilibrios en la estructura productiva y la dependencia tecnológica fueron por demás acotados).
En el marco del proceso interno de desindustrialización y de la nueva división del trabajo que se ha ido configurando a escala global desde mediados de la década de 1970, el perfil de especialización e inserción de Argentina en el mercado mundial se organiza cada vez más alrededor de producciones ligadas a las ventajas comparativas existentes (agro, minería, hidrocarburos y algunos commodities fabriles). La tendencia a la reprimarización de la inserción internacional del país, que ha involucrado la aparición de rubros «novedosos» (soja transgénica en su momento, litio e hidrocarburos de explotación no convencional en tiempos más recientes), ha sido ininterrumpida y tiene múltiples implicancias en diversas áreas: desempeño empresarial, balance externo y fiscal, problemáticas territoriales, cuestión ambiental, dinámica laboral y distributiva.
En especial bajo el influjo de gestiones neoliberales, pero también de administraciones con una mayor impronta ideológica neodesarrollista, ha tenido lugar un crecimiento exponencial de la deuda externa y de la remesa de recursos al exterior por una multiplicidad de vías, en lo fundamental relacionadas con la operatoria de un poder económico cuyo ciclo de acumulación se encuentra altamente transnacionalizado y financiarizado (como puede verse en la fuga de capitales, la remisión de utilidades y dividendos, el pagos de intereses, regalías, honorarios, etc., y el establecimiento de precios de transferencia en transacciones comerciales y financieras). Todo ello vuelve más complicado el cuadro de «restricción externa» (escasez de divisas), que limita sobremanera los márgenes de acción de los gobiernos y posiciona al capital financiero como un actor central de los sectores dominantes y con un rol protagónico en la absorción del excedente económico que se genera en el país.
En buena medida como resultado de las transformaciones sobrevenidas en la dinámica estructural de la economía argentina y en su inserción internacional, y al calor de un sinfín de transferencias de ingresos estatales, se ha desplegado un proceso muy intenso de concentración económica y centralización del capital, que ha dejado como saldo un poder económico extranjerizado, transnacionalizado y financiarizado en su lógica de acumulación (esto último, aun en la esfera de la economía real). El poderío económico de estos grandes capitales se ve amplificado por el control que ejercen sobre sectores de actividad que resultan «críticos» en la medida en que definen las formas que asume la apropiación del excedente entre las distintas clases sociales y fracciones de clase, el patrón predominante de especialización e inserción internacional y, más ampliamente, el perfil del modo de acumulación vigente en el plano doméstico. En ese marco, más allá de los cambios acaecidos desde 1983 hasta hoy (con sus antecedentes desde 1976), la centralidad estructural de estos actores les ha conferido un poder de veto decisivo sobre el funcionamiento estatal, que por lo general han hecho jugar a su favor. Esto se ha manifestado de maneras diversas: corridas cambiarias, subas de precios, reticencia inversora, obtención de una amplia gama de prebendas, evasión, elusión y fraude fiscal, y «colonización» de ciertos espacios de la gestión pública, entre otras.
Una de las expresiones más nítidas de la profunda reestructuración de la economía argentina que ha ocurrido en las últimas décadas es la crisis y la fragmentación del mercado laboral. Este aspecto tiene numerosas manifestaciones: desocupación más o menos elevada, informalidad creciente, precarización normativa y de hecho, irrupción de la figura del «trabajador pobre», brechas etarias y de género en las remuneraciones, etc.
La convergencia de las tendencias aludidas es uno de los fundamentos explicativos principales de otro de los rasgos de Argentina a partir de la dictadura y de la posterior transición democrática: una sociedad cada vez más regresiva y desigual. Este elemento se pone en evidencia en varios niveles, por ejemplo, entre clases sociales, dentro del capital y de la clase trabajadora, en materia regional/territorial y de género.
Como balance de todo lo apuntado, se podría decir que, en el plano económico, el ciclo democrático que se inauguró en diciembre de 1983 no logró revertir, sino que más bien fortaleció, buena parte de los ejes del nuevo modo de acumulación que se instauró desde 1976 mediante el terrorismo de Estado y el despliegue de políticas ortodoxas (no exentas de pragmatismo en aras de la concreción exitosa de los objetivos estratégicos trazados por los militares y sus bases civiles de sustentación). La profundización de la naturaleza periférica y dependiente de Argentina es el resultado más lógico y dramático1.
A lo antedicho, habría que añadir un proceso que también es expresión del nuevo carácter del capitalismo vernáculo y de la correlación de fuerzas sociales, pero que tiene menos visibilidad, aun cuando en los últimos 40 años se ha manifestado de varios modos y en forma recurrente: la «captura del Estado» por parte de los sectores dominantes. Ello no se vincula necesariamente con la presencia de intelectuales orgánicos del establishment económico en resortes estratégicos del aparato estatal, o con prácticas más o menos difundidas de corrupción, sino con otra cuestión, sin duda relevante y en apariencia más abstracta. Muchas veces, en su funcionamiento efectivo, el Estado alimenta a través de diferentes mecanismos, que suelen comprometer traslaciones de ingresos onerosas y regresivas, la expansión de distintos segmentos del poder económico. Esto lo hace incurrir en ciertos déficits que se suelen «resolver» apelando a recursos provistos por las mismas fracciones del gran capital que están detrás de los desequilibrios (que a cambio obtienen beneficios extraordinarios, por lo general de tipo financiero). Esta suerte de «estar de los dos lados del mostrador» aumenta la capacidad de veto de estos actores y debilita de manera notable a los gobiernos, en particular en lo que tiene que ver con una eventual instrumentación de políticas que impliquen algún grado de confrontación, precisamente con el poder económico.
Desde la recuperación de la democracia hasta hoy, esta captura del Estado se ha manifestado sobre todo en dos esferas: la fiscal y la externa. Por su relevancia, en lo que sigue nos abocamos a problematizar esta cuestión en ambos frentes.
La captura del Estado: una aproximación a partir del déficit fiscal y su financiamiento
En Argentina existe un amplio consenso acerca de que el déficit fiscal es expresión de un intervencionismo estatal excesivo y, en buena medida, ineficiente. También son recurrentes los señalamientos en cuanto a que allí radica la explicación de la elevada emisión monetaria que, a su vez, sería una de las causas sobresalientes de la alta inflación que aflora una y otra vez.
A partir de esta caracterización, se concluye en forma bastante simplista que, para hacer frente a los desequilibrios fiscales (y a la suba de precios), se debe intervenir básicamente en dos ejes. Por un lado, en un recorte drástico del gasto público, en particular de aquel destinado a dinamizar la inversión, financiar la previsión social, la educación y la salud, transferir recursos a las provincias y sostener la dotación del personal estatal. Por otro lado, en la reducción de la cantidad de moneda en circulación, para lo cual la política económica debería asegurar la vigencia de una tasa de interés elevada en términos reales (esto es: que se ubique en niveles superiores a la inflación, lo que es lo mismo que decir que los rendimientos financieros deben superar a los de la economía real)2. Pese a que se basa en supuestos de dudosa comprobación y cientificidad, esta lógica argumental ha probado ser muy potente y efectiva en términos de la «construcción de sentido», aunque no casualmente esconde muchas cuestiones referidas a intereses socioeconómicos bien concretos.
Si se hiciera una historia seria y rigurosa de la situación fiscal en Argentina tras la reconquista de la democracia (y, vale insistir, desde 1976), se corroboraría que cuando hubo déficit fiscal (casi todo el tiempo, salvo en un primer tramo del ciclo de gobiernos kirchneristas), este se explicó en parte considerable por las abultadas transferencias de recursos que el Estado nacional canalizó a diversas fracciones de la clase dominante (acreedores externos, capital extranjero y grupos económicos nacionales), con el trasfondo de una estructura impositiva sumamente regresiva. Sin pretender exhaustividad, cabe consignar algunos de los mecanismos mediante los cuales el poder económico ha internalizado fondos estatales (o sea, del conjunto de la sociedad) en el transcurso de los cuatro últimos decenios:
– los abultadísimos pagos de la deuda pública, tanto externa como interna;
– las fuertes y variadas subvenciones conferidas a actividades en extremo rentables controladas por capitales transnacionales (exportadores del sector agropecuario, productores de petróleo y gas, megaemprendimientos mineros);
– el «sacrificio fiscal» implícito en numerosos instrumentos de intervención: franquicias impositivas, arancelarias y aduaneras en diferentes regímenes de promoción a la inversión, «devaluaciones fiscales» a través de una reducción importante de la carga impositiva que grava a las corporaciones líderes y a los sectores más ricos de la sociedad, etc.;
– la concesión de subsidios y/o de tipos de cambio de preferencia para firmas que integran el núcleo de la actividad exportadora, así como la reducción o la eliminación de retenciones;
– la estatización, la licuación o la condonación de deudas multimillonarias a grandes empresas y conglomerados económicos (pasivos que, por lo general, han constituido formas simuladas de remitir ganancias al exterior y eludir al fisco, o se han asociado a severos incumplimientos contractuales por parte del sector privado más concentrado, avalados por el Estado);
– la privatización de «cajas estatales», como ocurrió con la reforma previsional de la década de 1990 que, en los hechos, transfirió esos recursos a los bancos y otras entidades financieras;
– los sobreprecios reconocidos a proveedores de distintas reparticiones gubernamentales y contratistas de la obra pública;
– las asociaciones público-privadas en las que la norma ha sido que el Estado realice las inversiones de mayor riesgo y los privados usufructúen los resultados; y
– el otorgamiento de subsidios a la demanda de ciertos bienes en rubros que, en paralelo, son activamente promovidos y protegidos (por caso: automotriz, electrónica de consumo y productos de la llamada «línea blanca»).
Hay vasta evidencia de que semejante captación de excedentes por parte del capital más concentrado (nacional e internacional) ha movido muy poco el amperímetro en materia de inversiones y de ampliación y diversificación de la capacidad productiva del país. Antes bien, los recursos apropiados por las vías mencionadas por distintos estamentos del poder económico han alimentado la fuga de divisas (mayormente a «paraísos fiscales» y merced a los fondos provistos por el sector público con su endeudamiento externo) y/o se han «reciclado» en el plano interno hacia la esfera financiera a partir del aprovechamiento de las numerosísimas emisiones de títulos de deuda estatal que tuvieron lugar.
Sobre este aspecto, cabe mencionar que, durante el gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989), dadas las características del escenario internacional, se jerarquizó el endeudamiento interno para financiar el déficit fiscal, y que bajo el régimen de convertibilidad (1991-2001) se privilegiaron la deuda externa y la interna (esta última, sobre todo a partir de la crisis mundial desatada a fines de la década de 1990, que restringió la liquidez para los países de la periferia latinoamericana). Con las singularidades del caso, la recurrencia a la deuda interna y externa se recreó de modo brusco en el interregno de la alianza Cambiemos, que gobernó el país entre 2015 y 2019, mientras que en la administración reciente del peronista Frente de Todos (2019-2023) el foco estuvo puesto en el endeudamiento en moneda local. Una etapa en la que el financiamiento provino de otras fuentes fue durante la experiencia del kirchnerismo: cuando empezaron a manifestarse problemas en el frente fiscal, se optó por avanzar en la reestatización del sistema previsional y en la colocación de títulos en pesos, en buena medida con distintas áreas del propio Estado (en estos años, el deterioro en las cuentas públicas no se asoció tanto a transferencias de recursos al gran capital –que sí existieron–, sino a un incremento del gasto público con una lógica contracíclica y a algunos ejes de la política de ingresos que se estableció).
A modo de síntesis, se puede apuntar que las mismas fracciones dominantes que se han beneficiado con las mencionadas transferencias de ingresos estatales también han obtenido pingües ganancias por prestarle al sector público para financiar el déficit fiscal que las tiene como responsables centrales, y consuman así una verdadera captura estatal. Ante ese escenario, no llama la atención que la presión fiscal se haya vuelto cada vez más injusta al pesar relativamente más sobre quienes menos tienen, y que se asista a un deterioro manifiesto en la prestación de servicios públicos. Y tampoco que estos sectores del poder económico y sus representantes académicos, mediáticos, etc. pongan «el grito en el cielo» cuando desde el Estado se motorizan rebajas de impuestos (al valor agregado, a las ganancias) que buscan recomponer en parte el poder adquisitivo de los salarios u otras acciones similares (aumento en planes sociales, jubilaciones y pensiones); se trata de decisiones de política que suelen comprometer muchísimos menos recursos estatales que los apropiados por el gran capital (fondos, estos últimos, que casi nunca aparecen en los debates públicos sobre la cuestión fiscal).
La captura del Estado: una mirada desde el sector externo
Como se señaló, uno de los cambios estructurales más relevantes que incorporó la última dictadura, y que ha caracterizado y condicionado el derrotero democrático posterior, atañe al empeoramiento (cuantitativo y cualitativo) de un problema crónico de la economía argentina: la escasez de divisas (como rasgo tendencial se observa que, en su desenvolvimiento, la economía consume un cúmulo de recursos externos que generalmente supera a los que genera).A la restricción externa «clásica» (agravada ahora por las formas y la virulencia de la desindustrialización y la regresión de la estructura productiva iniciadas a fines de los años 1970), se le han sumado otros componentes tanto o más pesados que se derivan del comportamiento de distintos segmentos de la clase dominante en el marco de la transnacionalización y financiarización a escala global. Nos referimos en concreto a los pagos de la deuda externa, la remisión de utilidades, dividendos y otros recursos por parte del capital extranjero predominante, y la fuga de capitales motorizada sobre todo por un puñado de grupos económicos locales y los sectores más adinerados de la sociedad. Se utiliza para ello una estrategia que combina, con intensidades diversas según la coyuntura (interna y externa), la internacionalización financiera y la dolarización de los excedentes.
Esta verdadera esquilma de recursos ha reforzado con creces el cariz «divisa-dependiente» de la economía argentina. Y, en consecuencia, ha fortalecido de manera notable la centralidad, el predominio económico y el poder de veto (capacidad de coacción) de las fracciones dominantes que suelen oficiar de proveedoras (no excluyentes) de divisas según los vaivenes del mercado mundial y las prioridades de los distintos gobiernos en el plano de las alianzas sociales: los acreedores externos, el capital extranjero y los grandes exportadores.
La captura del Estado se despliega de nuevo, esta vez desde la balanza de pagos: los mismos núcleos del poder económico que asumen un rol protagónico en el financiamiento externo de una economía periférica y dependiente (y estructuralmente cada vez más necesitada de divisas)3 aparecen «del otro lado del mostrador» como actores centrales de su desfinanciamiento por vías de lo más variadas.
Las recurrentes crisis de balanza de pagos que ha tenido Argentina de 1983 al presente son una muestra por demás elocuente de esa extracción de recursos, con su corolario de un empobrecimiento ostensible de la estructura productiva y del perfil de especialización e inserción internacional. A este respecto, también hay que tener presente la «solución» que desde la praxis estatal se les ha dado a estas crisis: sea a partir de la aplicación de políticas de ajuste y devaluación de la moneda que terminan licuando los salarios y erosionando las condiciones de vida de los trabajadores y otros perceptores de ingresos fijos (jubilados, pensionados, beneficiarios de planes sociales, etc.); sea mediante recursos externos provistos por algunos de los actores que generan los desequilibrios a cambio de la concesión de importantes prebendas.
A título ilustrativo, vale la pena enumerar algunas de esas prebendas brindadas a los proveedores de divisas en los distintos gobiernos del ciclo democrático reciente: las variadas franquicias concedidas a la cúpula exportadora en el marco de los regímenes de promoción industrial y los subsidios a las ventas externas de bienes no tradicionales durante la gestión de Alfonsín; la liberalización del régimen legal para el capital extranjero y la suscripción de numerosos tratados bilaterales de inversión (tbi) en tiempos del menemismo (con cláusulas leoninas para Argentina, no así para el capital transnacional); las fuertes y variadas subvenciones estatales a los sectores hidrocarburífero y minero en el ciclo kirchnerista; la firma de nuevos tbi, la quita o la reducción de derechos de exportación y una liberalización financiera pronunciada en tiempos de Cambiemos; y el establecimiento de tipos de cambio preferenciales para los exportadores y la garantía de acceso a divisas a la cotización oficial para que grandes empresas cancelen préstamos internacionales en el gobierno del Frente de Todos. Asimismo, durante casi todos los mandatos presidenciales se ensayaron distintos tipos de «blanqueo» tendientes a lograr cierta repatriación de los capitales locales fugados a través de una gama variada de beneficios fiscales, indagando poco y nada en el origen de esos recursos.
Palabras finales
Es indudable que desde diciembre de 1983 hasta nuestros días, la democracia política se ha consolidado en Argentina, pero no menos cierto es que la democracia económica y social constituye una tarea todavía pendiente e impostergable.
Dada la radicalidad de las mutaciones del capitalismo local e internacional que han tenido lugar en el periodo aquí abordado, y la problemática tratada de la captura del Estado, es claro que para avanzar sobre tamaña asignatura pendiente se requiere trabajar activamente en la construcción de una fuerza social lo más amplia posible, en la que los sectores populares ocupen el centro neurálgico. En especial, si se consideran los enormes desafíos que involucran el diseño y la puesta en marcha de un programa de desarrollo y de reconstrucción nacional, así como el poder económico y la capacidad de daño que tienen los actores con los que habría necesariamente que confrontar para la concreción de tal objetivo.
Avanzar por esas vías no sería más serio ni más riesgoso que las consecuencias de no hacerlo o de llevar a cabo una estrategia inadecuada de conciliación de intereses que, a la postre, resultaría inapropiada e inconveniente, en tanto profundizaría aún más el cuadro de dependencia de la economía argentina. La conciliación con el poder económico, ensayada muchas veces en las últimas cuatro décadas, ha probado ser de hecho una «vía muerta» para generar transformaciones estructurales perdurables en favor de las mayorías populares. Para peor, los fracasos recurrentes de esa alternativa no han hecho más que erosionar la legitimidad de la democracia en amplias capas de la sociedad que ven sin esperanzas el accionar de un Estado capturado y terminan por apuntalar propuestas que se oponen en muchos planos al ideario democrático.
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- 1.La bibliografía sobre el periodo que aquí se aborda es copiosa. Con un fin orientativo para los lectores interesados, se remite a Enrique Arceo: El largo camino a la crisis. Centro, periferia y transformaciones en la economía mundial, Cara o Ceca, Buenos Aires, 2011; Daniel Azpiazu, Eduardo Basualdo y Miguel Khavisse: El nuevo poder económico en la Argentina de los ochenta, Legasa, Buenos Aires, 1986; E. Basualdo: Estudios de historia económica argentina. Desde mediados del siglo XX a la actualidad, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2006; Hugo Nochteff: «Reestructuración industrial en la Argentina. Regresión estructural e insuficiencias de los enfoques predominantes» en Desarrollo Económico No 123, 1991; M. Schorr (ed.): El viejo y el nuevo poder económico en la Argentina. Del siglo XIX a nuestros días, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2021 y Andrés Wainer (edit.): ¿Por qué siempre faltan dólares? Las causas estructurales de la restricción externa en la economía argentina del siglo XXI, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2021.
- 2.La problemática inflacionaria no constituye el eje de estas reflexiones. Pero no podemos soslayar que, en el caso argentino, antes que ser un problema monetario, la inflación se relaciona estrechamente con el carácter trunco y primarizado de la estructura productiva y con las lógicas de acumulación desplegadas por los núcleos concentrados del capital que la conducen en el contexto de la globalización.
- 3.A grandes trazos, se puede mencionar que durante la presidencia de Alfonsín se jerarquizaron las divisas suministradas por la elite empresaria exportadora, mientras que en el transcurso de la convertibilidad la prioridad pasó por la deuda externa y la inversión extranjera (tanto la especulativa como la directa, asociada a la compra de empresas estatales y privadas nacionales). Por su parte, durante el ciclo kirchnerista, hasta comienzos de la década de 2010, el financiamiento externo de la economía fue mayormente provisto por los grandes exportadores de materias primas y derivados, y luego se intentó en forma denodada e infructuosa retornar a los mercados financieros internacionales. Finalmente, durante el gobierno de Mauricio Macri se asistió a un proceso virulento de endeudamiento externo (primero con acreedores privados, luego con el Fondo Monetario Internacional), y en el gobierno más reciente del peronismo se les concedió centralidad a las divisas provenientes del superávit comercial.
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Fotografía: Nuso