Por: Anton Jäger. 20/07/2023
Un sistema judicial disfuncional, una deuda gigantesca, una democracia de partidos paralizada, extremismo islamista en aumento, crecimiento de la derecha flamenca… pero también uno de los PIB per cápita más altos del mundo, una de las economías más sindicalizadas Europa, una sociedad civil sólida, una robusta seguridad social, una socialdemocracia que ha resistido y uno de los partidos de izquierda radical más exitosos del continente. En estas tensiones navega la vida política, económica y social belga.
«Un pueblo sin rastro de nacionalidad y sin inteligencia política: de hecho, las criaturas vivas más insufribles. Por fortuna, una cierta apatía les impide infligir un daño excesivo». Leopoldo I, rescatado de la baja nobleza alemana y llevado al trono belga en 1831, cuando republicanismo y democracia eran aún considerados sinónimos peligrosos, tenía sentimientos encontrados acerca de su mudanza al Estado más joven de Europa. Su nuevo reino iba a servir como una zona tapón católica entre la Francia posnapoleónica y los centros marítimos de Gran Bretaña en el continente: una posición ingrata para un noble protestante con ambiciones globales, molesto con las restricciones constitucionales que le habían impuesto «esos belgas». Tras la muerte de Leopoldo en 1865, el cura párroco se negó inicialmente a enterrar su cuerpo.
En cierto sentido, la observación de Leopoldo ha resistido claramente la prueba del tiempo: la locura política belga rara vez se registra más allá de las fronteras de ese país dividido entre flamencos y valones. Centro accidental de Europa, sede de algunas de las instituciones más poderosas de Occidente, incluidas la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Europea, es notoriamente desconocido y mal querido en el extranjero. Cuando el país aparece en crónicas extranjeras, se invocan repetidamente los mismos motivos: un reino en la encrucijada del Viejo Mundo, una áspera franja de autopista entre París y Ámsterdam, un moderno espacio de oficinas para los lores de la globalización. En términos generales, la nación es vista como una curiosidad histórica y se pasan por alto sus realidades actuales.
Según The Economist, Bélgica es el «Estado fallido más exitoso del mundo». Aquejado por un sistema judicial disfuncional, una deuda gigantesca, una democracia de partidos paralizada y un extremismo islamista en aumento, este país cuenta no obstante con uno de los PIB per cápita más altos del mundo desarrollado, una de las economías más sindicalizadas del continente, una sociedad civil sólida, generosos planes de seguridad social, una clase media numerosa y próspera y un Partido Socialista Valón (PS) que ha resistido hábilmente los peores efectos de la pasokización. También es sede del grupo de izquierda radical más exitoso de Europa Occidental, el Partido del Trabajo de Bélgica (PTB/PVDA, por sus siglas en francés y flamenco): el único partido belga genuinamente nacional, que se compone de un núcleo de militantes que han logrado una actividad digital efectiva, al tiempo que conservan fuertes lazos con lo que queda del movimiento obrero del país.
A diferencia de lo sucedido en Reino Unido, la economía posindustrial de Bélgica ha esquivado muchas tendencias políticas neoliberales, y a sus minorías regionales se les ha otorgado una adecuada autonomía política. A diferencia de Francia, ha practicado abiertamente una forma de amnesia poscolonial, imponiendo controles estrictos a la migración proveniente de su antiguo imperio. Bélgica tiene un sector financiero menos gravitante que el de Países Bajos y su sector inmobiliario es menos propenso a la inflación de activos. Aunque muestra muchos de los síntomas habituales del siglo XXI (desigualdad regional, polarización política, inercia burocrática, fricciones multiculturales), el país ha logrado mantener una relativa estabilidad. En la pax americana y la era de la industria del valor agregado y orientada a la exportación y los servicios especializados, Bélgica dio con un método poco elegante pero duradero para gestionar el declive.
El declive, sin embargo, sigue siendo declive, y el próximo año augura serias dificultades. El pánico se está instalando paulatinamente en la antesala de las decisivas elecciones de 2024. Los ministros y los dirigentes partidarios están renunciando; la extrema derecha flamenca está conspirando para romper su cordon sanitaire y ascender al gobierno; los nacionalistas flamencos aspiran a un avance «confederal» para separar aún más las dos regiones; la izquierda radical sigue creciendo en Flandes y Valonia, mientras que Bruselas tambalea al borde de la bancarrota. ¿Podrá el modelo belga sobrevivir a semejantes sacudones?
Lo peculiar del estado de ánimo nacional quedó patente cuando Conner Rousseau, el líder telegénico del Partido Socialista Flamenco –que recientemente ha pasado a llamarse Vooruit (Adelante) –, fue golpeado por una dañina serie de escándalos justo cuando su partido estaba escalando en las encuestas. Circuló que habría intercambiado mensajes de contenido sexual con menores y fue criticado por participar de un reallity de canciones pop disfrazado de conejo gigante [sin revelar inicialmente su identidad]. Aunque se retiraron los cargos iniciales, se rumorea que vendrán otros. En las últimas semanas, la blogosfera de derecha se ha colmado de especulaciones sobre las supuestas fechorías de Rousseau. En un notorio intento de controlar daños, el líder partidario publicó en las redes sociales un video coreografiado, producido por el ex-comentarista deportivo Eric Goens, en el que declara bisexual. El video fue enviado a algunos periodistas con un generoso cheque adjunto. Poco después, la prensa comenzó a adjuntar descargos de responsabilidad por su cobertura de los aparentes deslices de Rousseau: ninguna de las acusaciones había sido probada y probablemente no había nada concreto.
El timing de las revelaciones llamó la atención. Con las elecciones a la vuelta de la esquina [se celebrarán en junio de 2024], la creciente popularidad de Rousseau amenazó con alterar las perspectivas de coalición en el visiblemente complejo sistema democrático de Bélgica. Con una población de 11 millones de habitantes y un territorio del tamaño de Gales o Maryland, Bélgica tiene seis gobiernos oficiales (uno federal, cinco regionales) y tres comunidades lingüísticas. Regionalmente, el país se divide entre flamencos, valones y bruselenses; lingüísticamente, entre hablantes de neerlandés, francófonos y germanoparlantes. La gran región del norte de Flandes se encuentra entre las más ricas de Europa, mientras que la región más pequeña de Valonia, al sur (que alguna vez tuvo acerías, fábricas textiles y minas) es comparativamente pobre. En el Parlamento federal de Bélgica, de 150 escaños, componer una coalición de varios partidos es la condición sine qua non para cualquier formación de gabinete exitosa.
Según las proyecciones más recientes, el partido flamenco de extrema derecha (Vlaams Belang, Pertenencia Flamenca) obtendrá 22 escaños (hoy tiene 18), mientras que los nacionalistas flamencos de derecha de Nueva Alianza Flamenca (Nieuw-Vlaamse Alliantie, N-VA) obtendrán 20 (hoy tienen 25). Se espera que los liberales flamencos, conocidos como Liberales y Demócratas Flamencos (Open Vlaamse Liberalen en Democraten, Open VLD), retrocedan de 12 a seis bancas; los socialistas valones pasarán de 19 a 20 y los socialistas flamencos, de nueve a 16. En la izquierda radical, el pronóstico es aún más impresionante: el PTB/PVDA supuestamente saltará de tres bancas a ocho en Flandes, de siete a 10 en Valonia y de dos a tres en Bruselas. Eso lleva el cómputo general del partido a 21, mayor que el del PS: una sorprendente anomalía en medio de la declinación de la agitación populista de izquierda en otras partes del continente.
Sin embargo, el éxito de la izquierda en el nivel federal contrasta con la emergencia de un bloque de derecha en Flandes, lo que abre la posibilidad de una coalición entre Pertenencia Flamenca y N-VA. Anteriormente, N-VA logró ganarse a una gran parte del electorado de extrema derecha con su programa de confederalización táctica: una regionalización radical de las potestades tributarias, la política económica y la seguridad social, pero sin una declaración unilateral de independencia. Sin embargo, después de casi 20 años en el gobierno regional, la reforma confederal prometida por el N-VA no se ha llevado a cabo, y el próximo año es visto como su última oportunidad. Pertenencia Flamenca, por su parte, ha captado a votantes del N-VA mediante su fusión de chovinismo con prestaciones sociales y separatismo sin remordimientos, proclamando que Flandes debe salir de su jaula belga lo antes posible.
Hoy en día, sin embargo, el resultado más probable de la votación es la llamada «opción Vivaldi»: una continuación de la coalición que ha reinado desde 2019, cuyos colores partidarios reflejan las cuatro estaciones: liberales, verdes, demócrata-cristianos y socialistas valones y flamencos, una suerte de equivalente belga de la GroKo (Gran Coalición) de Alemania. Sin embargo, la aritmética parlamentaria también permite otras combinaciones, como una coalición exclusivamente de izquierda o roja-roja-verde (uno se siente tentado a llamarla la «opción portuguesa»), compuesta por el PTB/PVDA, Vooruit, el PS y los verdes flamencos y valones. ¿Qué tan plausible es un Frente Popular à la belge? El PTB/PVDA ya ha expuesto sus condiciones para participar en el gobierno: romper con la austeridad de la Unión Europea, volver a fijar la edad de jubilación en 65 años y gravar a los millonarios, políticas que los partidos verdes, más conservadores, son reacios a adoptar por miedo a enfadar a sus socios europeos. Sin embargo, la posibilidad de un gabinete federal progresista, aunque parezca lejana, ha incomodado a la derecha.
El actual panorama político de Bélgica se remonta al desarrollo desigual y combinado de su economía de posguerra. En el siglo XIX, Bélgica fue la sede original del capital financiero: una poderosa unión entre la banca comercial y de inversión, la producción industrial y el sector de seguros, encarnado por el poderoso banco Société Générale. Pudo fomentar un sector industrial en Valonia que superó a los de países con territorios mucho más grandes. En su apogeo, la Société Générale Belgique no solo era el holding más grande del país, que controlaba, directa o indirectamente, cerca de 20% de la industria belga; también tenía intereses en 1.261 empresas, incluidas siderúrgicas, diamantíferas, aseguradoras, químicas y armamentísticas.
Nada de esto quedó tras dos ocupaciones alemanas. La Société Générale jamás reinvirtió sus ganancias en industrias nuevas y especializadas, y prefirió adquisiciones europeas, arreglos de carteles o la fijación perezosa de precios. En la década de 1950, una sección del sindicato de izquierda radical Federación General del Trabajo de Bélgica (FGTB/ABVV) propuso un paquete de «reformas estructurales» para acabar con la vieille dame [vieja dama] y poner la economía al nivel de Suecia, Alemania o Francia. Este programa nunca fue considerado por la elite belga, que pudo aferrarse al poder en parte gracias a las ganancias provenientes del uranio del Congo durante la era nuclear.
Mientras tanto, un proletariado más joven se incorporó en Flandes a las nuevas industrias (ingeniería petroquímica y petróleo) que surgieron alrededor del delta fluvial [Rin-Mosa-Escalda] en Amberes. Para ese momento, las coordenadas económicas del país ya se habían fijado: conflicto regional entre valones y flamencos, competencia de productores extranjeros y enorme poder estadounidense. Después de 1960, se perdieron oficialmente las colonias congoleñas, la base industrial estaba agotada y Flandes recibió autonomía regional. A lo largo de la década de 1970, las anticuadas instituciones belgas fueron progresivamente desmanteladas y la economía fue reestructurada para la globalización. La vieja elite fue desplazada del escenario y el eje económico del país giró hacia el norte, hacia los puertos de Amberes y Róterdam. Bajo supervisión militar estadounidense, Bélgica se preparó para incorporarse a la deflacionaria Unión Europea.
El resultado fue lo que el comprador italiano de la Société Générale, Carlo de Benedetti, denominó «capitalismo del gorro de dormir»: vivir de los dividendos del siglo anterior negándose al mismo tiempo de manera obstinada a adaptarse a la era presente. La amenaza competitiva del acero estadounidense y alemán nunca fue enfrentada con seriedad. En cambio, se subastaron las joyas de la corona industrial de Bélgica en la década de 1970, lo que dejó el paisaje económico de Valonia vacío y abandonado. La región nunca pudo producir un Volvo o un Phillips; Valonia siguió dependiendo en gran medida de las transferencias o se convirtió en proveedora de servicios para Bruselas, cuando esta se reinventó como una «Washington sobre el Senne». Flandes, sin embargo, se benefició de sus puertos internacionales y de la producción de petróleo. Al servicio de las nuevas multinacionales, su marca de capitalismo se parecía a la de los empresarios exportadores del norte de Italia; hoy, sus elites se preocupan principalmente por la oferta de mano de obra y la competitividad internacional; les importan relativamente poco la demanda interna o la negociación corporativa.
La organización patronal Red Flamenca de Empresas (VOKA) ha pasado la última década reclamando límites a las prestaciones por desempleo. Las pymes domiciliadas en Flandes, en particular, piden a gritos más mano de obra y salarios más bajos para mantener en marcha la economía exportadora del Norte. Dado que una política de fronteras abiertas es políticamente imposible en una región cada vez más cautivada por las visiones del «Gran Reemplazo», la única opción que queda es activar a la gran cantidad de valones desempleados. Los capitalistas de VOKA creen que este estrato carece de disciplina básica debido a la «poltrona» de la seguridad social, algo sin lo cual han aprendido a vivir sus pares de Alemania del Este o el norte de Francia.
En Flandes occidental, los trabajadores franceses de Lille y Dunkerque ya están siendo llamados a cubrir la escasez de mano de obra. Sobre esta base, las organizaciones patronales están presionando para que haya más rutas de cercanía a través de la frontera lingüística: así como los flamencos fueron una vez a trabajar al sur, los valones ahora deben ir a Flandes («Si la montaña no viene a Moisés, Moisés debe ir a la montaña», reflexionaba recientemente un analista). El N-VA, partido de vanguardia del capital flamenco, ha promovido enérgicamente esta agenda, presionando por la llamada «degresividad» (la reducción de las prestaciones por desempleo a lo largo del tiempo), el fin de los esquemas de indexación salarial que perviven en Bélgica y el establecimiento del control estatal sobre los pagos de beneficios que actualmente manejan las administraciones sindicales. Siendo el partido más rico de Europa occidental, respaldado por un imperio inmobiliario y un sinnúmero de subsidios estatales, los nacionalistas flamencos, incluso cuando están en retirada electoral, tienen bolsillos para financiar su ofensiva neoliberal.
En sintonía con esta dinámica, Thomas Dermine, secretario de Estado para la Reactivación y las Inversiones Estratégicas, miembro del PS y estrella en ascenso, viene haciendo un llamado indirecto a este creciente bloque de inversores flamencos. Novato en la elite del partido, se unió a los socialistas después de temporadas en McKinsey y Harvard: su objetivo es lograr una forma de reconciliación regional. Según su mirada, las regiones belgas deben aprender a trabajar juntas en un clima económico cambiante, lo que, en la práctica, significa liberar más recursos valones para las empresas flamencas. «La economía flamenca se enfrenta hoy a la falta de espacio y personal», afirma, y «Valonia tiene una gran reserva de mano de obra y terrenos baldíos por docenas». En lugar de que los valones tengan que desplazarse hasta Flandes occidental, Dermine quiere que las pymes del norte se dirijan al sur y establezcan allí empresas. Por extensión, el PS sería capaz de mantener su hegemonía regional al tiempo que atiende las demandas de los nacionalistas flamencos de una mayor regionalización.
Esta, al parecer, es la alternativa brutal a una «coalición del poder adquisitivo» roja-roja-verde. Bélgica se enfrenta a la deconstrucción radical de su sistema de seguridad social con la aprobación socialista valona, a la par de un lento proceso de orbanización flamenca. Aún no se sabe si esto se puede evitar. Pero probablemente requerirá un grado de inteligencia política que el primer rey de Bélgica no pudo detectar en sus súbditos.
Nota: este artículo fue publicado originalmente, en inglés en el blog de la New Left Review, con el título: «Middling Kingdom». Puede leerse el original aquí. Traducción: Carlos Díaz Rocca.
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Fotografía: Nuso