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Bajo la nube

por RedaccionA mayo 10, 2022
mayo 10, 2022
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Por: Alec MacGillis. 10/05/2022

La historia de cómo Amazon desarrolló su plataforma de informática en la nube y el impacto en el territorio.

Si bien la metáfora ha hecho fortuna, la nube es algo totalmente terrenal. En este fragmento del libro Estados Unidos de Amazon. La historia del futuro que nos espera, el periodista Alec MacGillis narra el surgimiento de Amazon Web Services y su impacto en el desarrollo de los centros de datos. Un texto publicado por cortesía de Periscopi, Península y Farrar, Straus and Giroux.

La nube. Un término tan delicado y etéreo. Evocaba imágenes como la de una pelota trazando un arco hacia un lado del campo de béisbol, o un tranquilo domingo de verano en el campo. En realidad, la nube era de lo más terrenal y material; la antítesis de la ligereza y la luminiscencia.

La nube vivía en los centros de datos, las enormes estructuras sin ventanas que empezaron a proliferar en determinados rincones del paisaje estadounidense a finales del siglo XX a medida que las comunicaciones y la vida comercial se trasladaban al mundo online. Los millones de transacciones, interacciones y actividades que hasta hacía no tanto formaban parte de lo cotidiano — enviar una carta, pagar con un billete, leer un periódico, poner un disco, proyectar una película— habían abandonado su existencia corriente y ubicua para pasar a un terreno oculto casi por completo a la vista. En el interior de los centros de datos estaban los enormes servi­dores a través de los cuales circulaba todo: las transaccio­nes comerciales, los secretos gubernamentales, las declara­ciones de amor. En 2018 estábamos generando 2,5 trillones de bytes de datos cada día, una cantidad que aumentaba a un ritmo tan exponencial que el 90 % de los datos del mundo se habían generado únicamente en los dos años anteriores. Cada minuto, de media, el mundo realizaba 2,4 millones de búsquedas en Google, miraba 4,1 millones de vídeos de YouTube y publicaba 47.000 imágenes a Instagram.

Las instalaciones eran casi autosuficientes: un centro de datos de casi 19.000 metros cuadrados y con servidores por valor de 400 millones de dólares necesitaba solo una vein­tena de ingenieros y técnicos para funcionar. Lo que sí consumían era electricidad y agua, lo primero para que las máquinas funcionaran y lo segundo para enfriarlas.

Y necesitaban medidas de seguridad. Los centros de datos eran los centros neurálgicos de la nación y como tales se los protegía. Las paredes eran el doble de gruesas que las de la mayoría de los edificios y podían resistir vientos de hasta 240 kilómetros por hora. Los bloques de hormigón del suelo podían sostener 1.700 kilos por metro cuadrado. Las máquinas se guardaban en jaulas y estaban protegidas por cortafuegos. Algunos edificios tenían techos de hormi­gón para poder albergar enormes generadores de reserva. Las instalaciones habrían podido confundirse con refugios antiaéreos lo suficientemente grandes para un pueblo en­tero de paranoicos.

En teoría, los centros de datos podían instalarse en cual­quier lugar en el que en las proximidades hubiera cable de fibra óptica, mucha agua y electricidad barata. En la prácti­ca, se concentraban en un mismo sitio. Había cantidades casi infinitas de transacciones comerciales y comunicacio­nes humanas metidas en unos pocos edificios situados en unos pocos emplazamientos. Incluso más que en otros aspectos del paisaje digital, en la nube predominaban unos cuantos lugares y unas cuantas compañías, los mejor conectados y con más capacidad.

Y la mayor concentración, de largo, era la del norte de Virginia. Desde muy pronto, la zona había acogido a un número desproporcionado de operadores comerciales de internet, atraídos por la concentración de proveedores que trabajaban para el ejército y de empresas de alta tecnología. La región disponía también de una gran cantidad de terreno — las granjas de relieves ondulados se extendían hacia el oeste y el sur del río Potomac en dirección al Piedmont, con los picos de la Blue Ridge asomando en la distancia— y de electricidad barata, por el carbón de los Apalaches. En 1992, un grupo de operadores de internet se reunieron para comer en el Tortilla Factory, en Herndon, Virginia, para tomar una decisión que sellaría el destino de la zona: concentrarían sus redes físicamente en un nuevo punto compartido, para mejorar así el alcance y el valor de sus servicios de cara a los clientes. El centro, denominado Metropolitan Area Exchange-East, estaba situado en una sala de bloques de hormigón, dentro de un garaje subterráneo, en Tysons Corner, un barrio periférico que se extendía por la autopista de circunvalación.

Las exenciones tributarias que el estado de Virginia y las administraciones locales, sobre todo los condados de Loudoun y Prince William, concedían a los centros de datos ejercían un poder de atracción adicional. Para aquellos suburbios de Washington, los centros de datos eran los vecinos ideales: proporcionaban los ingresos fiscales necesarios para pagar por las lujosas escuelas que exigían los residentes que se trasladaban a vivir a las nuevas McMansiones, y no añadían apenas coches a las saturadas carreteras. En ese sentido, que casi no crearan puestos de trabajo era, por utilizar el argot del sector, una característica, no un error.

Cada instalación costaba entre 50 y 70 millones de dó­lares. No había ningún detalle que pudiera identificarlas: alguien que pasara por allí no podría saber quién o qué estaba detrás de ellas. «No tenemos nada que decir de nin­gún proyecto, ni real ni imaginario», diría el responsable de desarrollo económico de Prince William en 2000, en respuesta a las preguntas de un periodista.

El pinchazo de la burbuja tecnológica ese año vació muchos de aquellos centros e hizo temer que aquellos enormes cascarones, no aptos para ningún otro fin, se con­virtieran en una ruina urbanística permanente. Pero no fue más que un revés temporal. El auge de la industria del con­traterrorismo tras los atentados del 11-S hizo crecer la de­manda de almacenamiento de datos de alta seguridad; cada vez más, los edificios se equipaban con «trampas», entra­das por las que podía acceder una sola persona equipadas con escáneres biométricos capaces de leer huellas digitales, la palma de la mano o la retina; había también entradas falsas, cristales a prueba de balas y paredes revestidas de Kevlar. Algunos de los centros de datos incluso estaban ubicados a propósito detrás de colinas, para que no fueran tan visibles, y para impedir el paso de vehículos que pudie­ran lanzarse contra el edificio cargados de explosivos; los que estaban menos protegidos por la topografía tenían pe­rímetros de postes de hormigón.

Y entonces llegó la nube.

El origen funcional del término — la idea de ejecutar aplicaciones en servidores ajenos— surgió a principios de la década de 2000 en Seattle. Amazon había puesto en mar­cha Merchant.com, un portal a través del cual vendía a otras páginas web de comercio electrónico la tecnología necesaria para su funcionamiento, y se dio cuenta de que, con interfaces bien diseñadas, para usuarios externos era muy fácil acceder a la tecnología de Amazon. En esa misma época, la compañía descubrió que muchos de sus equipos de desarrollo de software estaban dedicando meses a recrear la misma infraestructura básica para sus proyectos, una y otra vez. ¿Por qué no diseñar una plataforma de infraestructura que hiciera más eficiente el desarrollo del software de Amazon y permitiera ofrecérselo también a otras empresas? Esas compañías podrían diseñar aplicaciones para ejecutarlas en la infraestructura ya existente — desde programas a pagos a mensajería— y así ahorrarse el coste y las molestias de diseñar su propia infraestructura y gestionar sus propios servidores y centros de datos.

La compañía creó Amazon Web Services (AWS), su división de informática en la nube, en 2003, y ofreció por primera vez su servicio de almacenamiento de datos en 2006. En 2017, AWS proporcionaba servicios en la nube a, entre otros, General Electric, Capital One, News Corp, Verizon, Airbnb, Slack, Coca-Cola e incluso a rivales directos como Apple y Netflix, e ingresaba más de 17.000 millones ese año, una décima parte de todos los ingresos de Amazon. «AWS ha construido una de las plataformas tecnológicas más completas y revolucionarias que han existido», declaró el responsable mundial de estrategia corporativa de AWS, Stephen Orban.

Entre su hegemonía en la nube y su hegemonía en las ventas online, Amazon estaba en una posición de dominio que le permitía aplicar una tasa — lo que los economistas llaman «tener una renta»— a dos de los mayores ámbitos de la actividad comercial digital: el almacenamiento de datos y el comercio electrónico. Casi podría compararse a un im­puesto, salvo por el hecho de que este impuesto lo recau­daba una corporación, no un Gobierno electo. O podría compararse con una empresa de suministros: a efectos prác­ticos, Amazon había plantado un contador junto a los centros de datos del país, solo que sin las limitaciones regulatorias a las que se enfrentaban las empresas de suministros.

O podría compararse con la lucrativa jugada de los ban­cos y los fondos de alto riesgo que llevó al colapso financiero de 2008, el equivalente a «la banca siempre gana». Pasara lo que pasase, Amazon cobraba su tasa. «Veo paralelismos entre el comportamiento de Amazon y las prácticas credi­ticias de ciertos grupos financieros antes de la crisis de 2008 — sostendría la columnista del Financial Times Rana Foroohar—. Unos utilizaron precios dinámicos, en forma de préstamos hipotecarios de alto riesgo de tipo variable, y explotaron enormes asimetrías informativas a la hora de vender valores respaldados por hipotecas y complejos acuerdos de deuda a inversores incautos, entre los que es­taban ciudades como Detroit. Amazon, por su parte, dis­pone de muchos más datos de mercado que los proveedo­res y los compradores del sector público a los que pretende vincular. De hecho, veo cada vez más paralelismos entre los grupos online y las grandes instituciones financieras. En ambos casos, se sitúan en el centro de un reloj de arena de información y comercio, y le cobran a todo el que quiera pasar. Como un gran banco de inversiones, Amazon puede crear un mercado y a la vez participar en él.»Data Center Alley | Google Maps

Data Center Alley | Google Maps

La situación recordaba también a la de los gigantes del ferrocarril de finales del siglo XIX, que eran dueños tanto las vías como de gran parte del petróleo y el carbón que se transportaba sobre ellas, lo que les permitía exprimir al máximo a los productores de combustible.

Con cada vez más empresas trasladándose a la nube, y otras compañías siguiendo el ejemplo de Amazon y buscando la manera de ofrecer capacidad de almacenaje, los centros de datos se extendieron como nunca antes. En el norte de Virginia, ocupaban más de 800.000 metros cuadrados. Dominion Virginia Power, la principal empresa de suministros del estado, que dependía en gran medida del carbón como fuente de energía, se preparaba en 2013 para un incremento del 40 % en la demanda de electricidad para los centros de datos solo en los siguientes cuatro años. Cada centro de datos consumía tanta energía como 5.000 hogares.

Los terrenos iban ocupándose, sobre todo en el condado de Loudoun, donde en 2013 había 40 centros de datos que sumaban una superficie de casi medio millón de metros cuadrados, el equivalente a 25 centros comerciales Walmart, y se esperaba doblar esa cantidad en la siguiente década. En un periodo de solo dos años, 2011 y 2012, Loudoun sumó 75.000 metros cuadrados de espacio dedicado a albergar centros de datos, pero ni un solo metro cuadrado de oficinas convencionales. La tierra se vendía a más de un millón de dólares el acre — una media hectárea— en el corazón del llamado Data Center Alley del condado.

Loudoun presumía de que un 70 % de todo el tráfico de internet pasaba por sus centros cada día. Ashburn, un suburbio más allá del aeropuerto internacional de Washington-Dulles donde en un inicio se habían concentrado los centros de datos del condado, se citaba al mismo tiempo que Tokio, Londres y Frankfurt al hablar de los grandes núcleos de internet del mundo. «No exagero si digo que el Data Center Alley es esencial para el tejido social de la cultura occidental», diría el responsable de desarrollo econó-mico del condado de Loudoun, Buddy Rizer. Alardeaba también de que más de 200 millones de dólares en impues­tos salían de los centros hacia sus arcas cada año, hacien­do posible que el condado, el más rico del país, financiara servicios como guarderías que funcionaban toda la jorna­da, y que otras comunidades más necesitadas no podían permitirse.

Amazon ya tenía varios centros de datos en el norte de Virginia, que operaban bajo el nombre de su filial de cen­tros de datos, Vadata. Pero necesitaba más capacidad, mu­cha más, porque aspiraba a hacerse con nuevos ámbitos de negocio. En 2013, se adjudicó un contrato de 600 millones de dólares por la nube de la CIA, y varias ramas del ejército empezaban a valorar la posibilidad de trasladarse también a la nube.

En 2014, una empresa no identificada pidió poder cons­truir un centro de datos de 46.000 metros cuadrados cerca de la población de Haymarket, en el condado de Prince William. El lugar que tenía en su punto de mira, junto a la autopista John Marshall, estaba alejado del resto de los cen­tros de datos del área, mucho más al oeste, lo que permitía una mayor discreción. Estaba más allá del Parque Nacional del Campo de Batalla de Manassas y colindaba con el Rural Crescent, una franja de terreno protegida del desarrollo ur­banístico.

Aun así, la empresa sin nombre consiguió la aprobación del condado: Prince William no tenía normas de zonifica­ción para los centros de datos. Seguramente no le perju­dicó que varios trabajadores del equipo de desarrollo eco­nómico del condado viajaran dos veces a Seattle en 2013 para asistir a una serie de reuniones en la sede principal de la compañía, en uno de los casos acompañados de funcio­narios de Dominion, la empresa de suministros de Virgi­nia.

Lo único que quedaba por hacer era conectar el nuevo centro a la red eléctrica.

LEER EL ARTÍCULO ORIGINAL PULSANDO AQUÍ

Fotografía: Lab.cccb

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