Por: Mariano Martín Isabel. 23/04/2021
Acaballo entre la novela y la historia, esta que podríamos llamar novelángela (palabra compuesta de novela y ángela —«noticia»— según el modelo de girasol o pasamanos) pone la verdad al servicio de la ficción; o tal vez sea al revés, tal vez lo que son las cosas trabaja de la mano de lo que las cosas tienen que ser, en línea con la palabra francesa nouvelle (de donde deriva novela), que todavía significa «noticia».
Aquel mar que nunca vimoses la historia de una búsqueda; una búsqueda de la historia a través del testimonio de personas reales que en algún momento tienen que convertirse en personajes de ficción; y el autor cuenta su propia historia al tiempo que novela la historia de los demás. En la más pura tradición shakespeariana, este metarrelato es, no ya teatro en el teatro sino relato de un relato, historia de una historia, intrahistoria absorbida por la historia e historiografía literaria. José Antonio Abella, consciente de esta mezcla de géneros como un barro precursor, sabe que sus personajes históricos también son ficciones (pp. 217 y 483). El ejemplo más claro es «la mujer libre» que se transforma en «Casilda», lo mismo que Dulcinea también se transformaba en Aldonza.
El autor se impone a sí mismo una «ética de la imaginación» intentando (p. 166) «que lo verosímil y lo verídico caminen de la mano», sin forzar la historia con la imaginación más allá de lo posible y necesario. Practica, asimismo, un «saber al modo nebuloso» para entender «como se entiende lo que no se entiende, lo que se siente sin sentir, lo que se sabe sin saber» (p. 429), en sintonía con san Juan de la Cruz. Y descubre (p. 373) esa «paradoja melancólica» de «ser siempre más jóvenes que nuestros padres hasta llegar a ese minuto en que nos enfrentamos a sus retratos, al tiempo que se detuvo para ellos y avanza para nosotros, ya más viejos de lo que ellos fueron nunca». En ese «cristal de las ausencias» nos asomamos a un reflejo que no reconocemos: del mismo modo la historia busca los vacíos del tiempo, esos «resquicios que nunca verán la luz porque el tiempo los llenó de polvo», como el autor buscando la verdad en unos protagonistas que ya no la podrán contar porque, en el momento de la búsqueda, o se están muriendo o ya se han muerto.
Este libro es la historia de Antonio Benaiges, un maestro de Montroig que fue destinado a un pueblecito de Burgos, donde quiso a los niños dándoles melocotones mientras practicaba con ellos, de la mano de la técnica Freinet, una pedagogía moderna profundamente innovadora y humana; les prometió llevarlos a ver el mar, allí en Montroig, de donde él venía, pero el 18 de julio de 1936 acabó con todo y con la propia vida del maestro. Estas páginas de José Antonio Abella son un intento de descubrir lo que todos saben y nadie dice porque el miedo los obligaba a «tener el morro atado»; y es una lucha contra el tiempo porque «el tiempo corre en dirección contraria a nuestra busca […] Al final solo quedarán los archivos […] De ahí nuestra responsabilidad» (p. 331).
A partir de una foto el autor reconstruirá una historia. Y es la vida de cada niño la que nos interpela en un lugar donde «los pequeños detalles son el jugo de las grandes historias» (p. 413). No se trata de poner en cada plato de la balanza los muertos de cada bando, sino de ponerlos a todos en el mismo plato, porque todos los muertos son inocentes. En el otro plato están el odio, el terror, la ignominia y la ignorancia. Desde una poética de la sensación se busca esa verdad que, «como las semillas, acaba germinando aunque se entierre» (p. 260); porque la vida es (p. 150) «una larga tentativa de entenderse a sí misma» y nuestra verdadera patria es la infancia, como dice el autor recordando a Rilke (p. 415). Nos están hablando la sangre de la historia, los libros, que son libertad, y el sentimiento de no ser de ninguna parte. «No hay un lugar en el mundo que pueda decir que es mío. El cementerio de Bañuelos podría ser un buen lugar para un apátrida», dice el autor (p. 523): resuena aquí el trozo de tierra conquistado por el soldado de Bertolt Brecht y surge, como un destello (p. 337), la paradoja de Valéry: «lo más profundo es la piel».
Este libro es la historia de unos niños. De un maestro. Un trozo de la historia de un pueblo. De una pedagogía o, más bien, por lo menos de dos pedagogías enfrentadas. De una pobreza esencial, de una bondad esencial, de una tristeza esencial. De un ateo que sabía más religión que muchos creyentes. De la cobardía que ensombrece los mismos lugares que ha iluminado el valor. En ese mundo nos encontramos con Virgilio Soria, Tomás Sánchez Santiago, Pablo Neruda, Bob Dylan, Salvador Dalí, Franz Kafka, Juan Rulfo, Rafael Alberti o García Lorca… Desde estas páginas una voz, en el silencio, con el eco polifónico de estas voces, está llamando al corazón, despertando a la cabeza, invitándonos a leer. Y su lectura no podrá defraudarnos.
Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).
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Fotografía: El cuaderno digital