Por: Portal oaca. 21/02/2025
Pensamiento libertario y participación popular en el siglo XXI
No hay anarquismo más genuino que el
que es capaz de dirigir hacia sí mismo la
más implacable de las miradas críticas.
Tomás Ibáñez
Hoy en día, con una maquinaria estatal hiperdesarrollada, particularmente en el aspecto militar, subsidiaria de un mercado omnipresente, y sin fuerzas sociales que la cuestionen, la palabra “revolución” ha desaparecido del vocabulario de los oprimidos y explotados. No vemos por ningún lado esa afluencia masiva de descontentos de toda clase que vuelve inevitables las grandes conmociones sociales. Ya nadie siente la proximidad de grandes cambios y pocos son quienes los desean. Mas bien, la mayoría los teme. En estas condiciones, el rechazo del principio de autoridad -básico en los libertarios- tropieza con el muro infranqueable de la resignación y el miedo, las lacras ideales para un desarrollo infinito del Estado. El pensamiento antiautoritario, al no poder confluir con ninguna revuelta digna de mención, queda aprisionado en la propaganda, mientras que la acción, escasa y desconectada de una reflexión realmente subversiva, carece de “la audacia de la idea” (como diría Kropotkin) y, pasados los primeros momentos de euforia existencial, andará por caminos que la contradirán hasta difuminarse.
Por un lado, la parálisis del movimiento obrero, vieja de muchos años, redujo al mínimo las organizaciones anarcosindicalistas, el eje alrededor del cual rotaba el movimiento libertario. La institucionalización burocrática de la negociación laboral puso muy cuesta arriba a la acción directa de unos trabajadores cada vez menos combativos. Por el otro, la desintegración de las ideas de la modernidad -universalidad, razón, progreso- precipitaron al anarquismo actual -el que proviene de la ocupación de plazas, de la música punk y del altermundialismo juvenilista- en el presentismo, la interseccionalidad, el identitarismo y la desmemoria. Para acabar de arreglarlo, la presencia mayoritaria en la superficie de los conflictos de miembros de las clases medias asalariadas, notablemente identificadas con el Estado, los métodos autoritarios y las leyes burguesas, ha arrastrado a toda movida llamativa hacia la fluidez relativista, la confusión y el posibilismo. Una vez evaporado el proletariado radical y consolidada la mentalidad mesocrática, en lugar de minar la supremacía del Estado y socavar el respeto a los gobiernos, la protesta social tiende a autolimitarse en sus demandas y encerrarse en lo local, sin poner de facto en entredicho la legitimidad de las instituciones, ni tampoco cuestionar seriamente el juego político de la dominación. Con la excusa de conseguir resultados inmediatos o de repudiar la violencia, se soslaya el compromiso, se frena la causa revolucionaria y se la desplaza hacia un horizonte remoto inalcanzable.
Muchos son los cambios regresivos sobrevenidos en la sociedad bajo el régimen capitalista, y no solo en el movimiento obrero: en la división del trabajo, en la sociabilidad popular, en la conexión generacional, en la extensión de las psicopatologías, en la burocratización, etc. El sistema dominante se ha sofisticado y reforzado a medida en que, con la ayuda de la tecnología informática y el endeudamiento, ha crecido su poder y profundizado su alcance. De resultas, el esquema bipolar burguesía/proletariado ya no explica nada, pues hace tiempo que quedó fuera de la realidad. La revolución como resultado de un enfrentamiento clasista de ese estilo ahora es imposible. Tampoco hay proyecto revolucionario creíble que se apoye en esa supuesta rivalidad. La generalización del salario, los servicios públicos, la atomización, el consumismo, la vigilancia digital, y, repitámoslo, la influencia político-ideológica de las clases medias, son factores que han modificado sustancialmente la naturaleza de las clases y su correlación de fuerzas, al tiempo que han limado los antagonismos y desarmado las conciencias. Los mecanismos de la domesticación y la sumisión son cada día más eficaces, y los medios estatales de control social, más poderosos. El apabullante peso del presente, principal fuente de conformismo, y el consiguiente menosprecio de la memoria, han diluido la confianza en el futuro, luego en la utopía, allí donde reposaban las esperanzas de una trasformación revolucionaria.
La cuestión social, que en la sociedad de clases enfrentadas se reflejaba unificada en la meta de la emancipación proletaria, hoy, sin un sujeto histórico que la abarque, sin comunidad obrera que la encarne, sin un proyecto social que la sitúe en cabeza, se dispersa en una pluralidad de problemáticas heterogéneas, separadas, circunscritas en sus respectivos movimientos “sociales”: feminista, gay, ecologista, antimilitarista, okupa, antidesarrollista, pro vivienda, vegano, etc. Donde hubo una clase, ahora deambulan diversos colectivos interclasistas, cada uno con sus objetivos específicos y su dinámica particular, incapaz de convertirse en sujeto universal, puesto que nunca podrá fusionar todas las cuestiones particulares, incluida la suya, en una sola. Tampoco es que lo pretenda. Lo más característico de todos ellos es la timidez en la acción y la ambigüedad en cuanto a los fines, algo que se corresponde bien con la voluntad aislacionista, el activismo virtual y el refugio en el presente. En esa tesitura, la gestualización sin consecuencias, las tácticas reformistas y la tendencia al acomodamiento con las instituciones dominan sobre las alternativas de cambio reales y el deseo de autoorganizarse para llevarlas a cabo. Donde faltan las referencias y privan medidas legalistas, donde la acción se funde en el espectáculo y el debate permanece prisionero de las redes sociales, la auténtica participación queda anulada: en tal escenario la democracia directa no es viable. Y sin ella, no hay revolución.
Hay autores cercanos muy válidos -por ejemplo, Bookchin, Scott, Graeber, Ellul, Mumford, Anders, Vaneigem-, pero no existe un razonamiento especulativo, económico o científico, que explique convincentemente el momento actual en su totalidad, y menos aún que ofrezca una base teórica completa con la que orientarse en la praxis. No son tiempos propicios para la libre discusión de masas, ni siquiera para la discusión a secas. El orden establecido mantiene a las masas ocupadas en otros menesteres. Así pues, el pensamiento de aquellas permanece adormecido. Como pobre compensación, tampoco lo son para las ideologías progresistas y las ortodoxias pasadistas, sean o no de corte obrerista, puesto que han quedado desfasadas, fuera de juego, igual que el concepto decimonónico de proletariado. Pero en cambio, lamentablemente, los tiempos son muy adecuados para las fórmulas salvíficas tipo decrecimiento, huida al campo, “asalto” a las instituciones, nuevo pacto verde o economía circular. También, resultan idóneos para los fundamentalismos redentores, los patriotismos de campanario y los catastrofismos apocalípticos a menudo empleados por la dominación. Por eso mismo, el pensamiento libertario contemporáneo, si quiere ser útil, antes que nada ha de guerrear contra todo discurso irracional, absteniéndose de inventar un nuevo credo posmoderno y menos todavía de crear una organización polimorfa para difundirlo. Ha de desentrañar las mentiras de la economía y enmendar los errores de la historia. Ha de desenmascarar las prédicas demagógicas del poder. Ha de mostrar los espejismos de la ideología y demostrar la inutilidad perniciosa del Estado. Con estos objetivos, ha de partir críticamente de lo que hay y penetrar en ello, impulsando, en líneas generales, los desarrollos rupturistas que conducen a una sociedad sin amos: el proceso de la desindustrialización, el de la desmercantilización, la desurbanización, la desmilitarización, la descentralización y la desestatización.
Cierto es que los partidarios del libre acuerdo, la autogestión, el equilibrio con la naturaleza y el comunalismo están lejos de oponer a las fuerzas de la dominación una fuerza de superior magnitud. Pero también es cierto que se libran pequeñas batallas en los terrenos más variopintos, las cuales necesariamente han de converger unas con otras porque han sido originadas por las contradicciones del mismo sistema: en el terreno de los alquileres, en el de los desahucios, los empleos, las pensiones, el patriarcado, la sexualidad, la alimentación, la asistencia médica, la inmigración, las cárceles, las infraestructuras industriales y viarias, los medios de comunicación, la defensa del territorio, etc. Siempre y cuando las luchas alcancen un determinado nivel, cuando desborden el orden público, se liberará la energía suficiente para incrementar la capacidad popular de autoorganización, solidaridad y unidad, creándose condiciones para que aparezcan estructuras comunitarias -horizontales, asamblearias, federativas- y se forjen instituciones autónomas, ajenas al Estado, que sepan resistir a las maniobras partidistas y a las manipulaciones exteriores.
Un clima de guerra civil favorece el despertar de las iniciativas populares y el desarrollo intelectual y moral de los oprimidos. La destrucción, como diría Bakunin, se vuelve fuerza creadora. Pero en un contexto de poder casi absoluto de la clase dirigente, causa más grietas a la inmovilidad que impone su dominio la acción constructiva que la destructora, mucho menos practicable. No obstante, la negación sigue de cerca a la afirmación. Más que de tácticas desde dentro, violentas o pacíficas, es cosa de estrategias de segregación y demolición. Si lo que se persigue es la participación igualitaria en la práctica, más que de pragmatismo y liderazgo, es cuestión de debate y cargos rotatorios. Más que de organización, se trata de tejido social, de espacios de vida donde puedan replantearse las relaciones sociales a todos los niveles, o mejor, de una contrasociedad rebelde, con sus hábitos cooperativos y defensivos propios al margen de lo establecido. Y quien dice contrasociedad dice contracultura, en cuya concepción y desarrollo el espíritu libertario -a condición de que se desprenda del lastre de modalidades ideológicas fallidas y clichés de moda- tiene mucho que aportar.
Miquel Amorós
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Fotografía: Portal oaca