Por: Miguel León. DISPARAMAG.29/02/2020
Este es el tercer y último artículo de una serie originalmente redactada como un solo texto que ha sido dividido en varias partes para facilitar su lectura. La primera parte intenta demostrar que la cuestión organizativa es uno de los principales problemas a los que se enfrenta hoy en día cualquier proyecto revolucionario. La segunda presentaba una comparación entre dos modelos organizativos contrapuestos: la forma-partido y la forma-grupúsculo.
La comparación de lo dicho en los dos artículos precedentes con Podemos hace evidente que dicha organización se encuentra en una situación trágica, aunque relativamente previsible. Ahora que Vistalegre II está a punto de eclipsar al Vistalegre primigenio, es un buen momento para decir que los promotores de Podemos detectaron excelentemente cuál era el problema crucial al que se enfrentaban los grupos y organizaciones “de izquierdas”, pero trataron de resolverlo deliberadamente en la dirección equivocada. En aquel entonces, antes de las elecciones europeas, los tres sectores principales del partido que ahora se encuentran enfrentados pusieron en marcha conjuntamente una estrategia de captación masiva a todas luces fraudulenta. Se aprovecharon de la debilidad ideológica generalizada, y de la crisis profunda de los modelos organizativos existentes, para proponer discursivamente una “herramienta”, un “método de participación”, mientras la práctica real conducía a una organización fuertemente jerarquizada, autocrática a niveles difíciles de imaginar, y cuyo mejor cemento interno es la distribución de recursos económicos al interior de cada “familia”. Esa lógica burocratizante coexiste, tremenda paradoja, con una dinámica grupuscular palmaria en el seno del grupo dirigente, lo cual explica que el desacuerdo entre mandamases se resuelva con careos y malas artes amplificados por el choque brutal entre facciones y por el recurso a las destituciones arbitrarias y las dimisiones en bloque. En una organización seria todo esto debería quedar razonablemente vehiculado de otra manera.
En Vistalegre se debatió una propuesta organizativa alternativa (“Sumando Podemos”) que a punto estuvo de imponerse. No era perfecta, pero era un buen comienzo. Para garantizar su derrota fue necesaria una alteración muy sospechosa de los procedimientos de votación, y que Pablo Iglesias amenazara con marcharse si “su” modelo organizativo no era apoyado. En aquel momento era inevitable comparar la situación con la historia del PSOE y pensar que Podemos quemaba etapas históricas a una velocidad de vértigo. Ahora que Pablo Iglesias ha amenazado con marcharse dos veces más en menos de un trimestre solo cabe la estupefacción ante un chantaje burdo y, si su liderazgo es simbólicamente tan importante, irresponsable.
Digo que el modelo alternativo propuesto en Vistalegre era insuficiente por cuatro motivos interrelacionados. Primero, porque le faltaba ambición en su apuesta por formas distintas de operar, y por tanto cabe dudar de que la implantación de ese modelo nos hubiera conducido a una situación diferente de la actual. Segundo, porque era una fórmula de compromiso entre corrientes muy distintas y con peso desigual, lo cual hacía difícil confiar en la estabilidad, a medio-largo plazo, de esa coalición en la defensa de un modelo de organización que habría generado fricciones y contradicciones importantes; de hecho, las corrientes y los líderes de partido que contribuyeron a “Sumando Podemos” esta vez se han alineado de forma completamente distinta. En tercer lugar, al menos una de las corrientes que defendía ese modelo había participado del embaucamiento inicial, y ha contribuido después a la lógica de facciones que hoy se ha impuesto; todo esto mina la credibilidad de la propuesta. En cuarto y último lugar, porque la apuesta por una organización política diferente estaba planteada sin cuestionar totalmente el oportunismo de partida; parece que se trataba más de una cuestión de marketing (vender un partido nuevo con una estructura -aparentemente- diferente) que de una clara intención de marcar un antes y un después en la historia de las organizaciones políticas revolucionarias.
Decía que en Vistalegre II han variado las alianzas. Ha sido fundamentalmente debido al choque entre Iglesias y Errejón, pero no solo. Sirvan unas pocas pinceladas para retratar la dimensión de los cambios: Echenique, que apoyaba “Sumando Podemos”, ahora es defensor de “Podemos Para Todas” (Iglesias). Urbán y Rodríguez, que también apoyaron “Sumando Podemos”, ahora defienden “Podemos en Movimiento”. Y “Recuperar la Ilusión” (Errejón) acaba de alcanzar un acuerdo transaccional con “Profundización Democrática” (que también provenía de “Sumando Podemos”) para presentar un único documento organizativo que probablemente es el más parecido a la propuesta derrotada en el primer Vistalegre. Ver para creer, y desconfiar profundamente.
Así pues, los defectos que aquejaba el primer Vistalegre están ahora exacerbados. No solamente hay discrepancias sobre el discurso, al cual se fía erróneamente la constitución de la homogeneidad política, sino que ninguna de las tres principales facciones en liza comparte ya con cualquiera de las otras el mismo modelo organizativo, y para más inri ninguna de ellas ha ganado sustantivamente en radicalidad a ese respecto. Estamos, por lo tanto, ante una gran crisis interna que amenaza con conducir a la disgregación de Podemos; cualquiera de las soluciones disponibles que pueden evitar el colapso de la organización reforzará el modelo fallido de la forma-partido, y representará por sí misma un fracaso notable, independientemente de las repercusiones electorales que tenga en el futuro.
En este tipo de textos siempre queda coja la cuestión propositiva, y temo que, lamentablemente, este artículo no va a ser una excepción. La discusión detallada sobre el tipo de organización que necesitamos construir es una discusión bien concreta que, por eso mismo, no es fácil abordar en abstracto. Está condicionada por quiénes la van a constituir y a quiénes se aspira a incorporar; por el ámbito de acción de dicha organización, y por los objetivos que se marca.

Hecha esa advertencia, creo que debemos descartar, al menos por un largo tiempo, que vaya a surgir una sola organización capaz de aglutinar todas las demandas y conseguir todos los objetivos potencialmente enunciables. No solamente hay obstáculos objetivos que lo impiden sino que además no sería inteligente apostar por esa vía. Considero que entramos en una etapa de experimentación organizativa que podemos desaprovechar o explotar al máximo, pero que no vamos a poder esquivar. Esa etapa de experimentación coincide con un momento de aguda fragmentación sociopolítica y de importantes reajustes en el equilibrio de fuerzas existente en diferentes ámbitos de lucha de clases; todo ello en una situación de gran desprotección frente a la presión que ejercen dinámicas transnacionales sobre las cuales no tenemos ningún poder de decisión. Eso significa que cada núcleo de resistencia en cada frente se va a ver en la necesidad de organizarse en función de sus circunstancias particulares, y que habrá elementos de cada experiencia (errores o aciertos) que sean extrapolables y otros que no. Por este motivo no solo pienso que no existe una fórmula mágica aguardando al alquimista brillante capaz de descubrirla, sino que además considero contraproducente intentar buscarla: en un contexto como el actual no podemos poner todos los huevos en una sola cesta.
La caracterización de nuestro momento histórico como una etapa de experimentación nos permite añadir, con cierto fundamento, algunas observaciones más:
La experimentación requiere audacia, desde luego, y es difícilmente compatible con el miedo; sin embargo, la experimentación es también un proceso largo que no se puede afrontar exitosamente con impaciencia y temeridad, sino con prudencia y buen tino. El miedo en política, cuando uno está tratando de impulsar algo nuevo, es inevitable. Es un miedo que tiene mucho que ver con el apego individual a lo creado colectivamente, con una especie de rechazo instintivo a asumir que lo común es de todos por igual y no de cada cual en función de cuánto hace. Como además es un hecho que no todos los miembros del grupo contribuyen del mismo modo, se generan percepciones comunes, a veces muy distanciadas de la realidad, sobre la desigual contribución de los miembros. En una situación de miedo generalizado, cada cual reconoce a los otros su mayor o menor derecho a una parte de lo construido simplemente esperando que, a cambio, los demás le reconozcan también su derecho a una parte del pastel.
Que este miedo sea inevitable no quiere decir que no pueda ser neutralizado. Y puesto que se alimenta de la desigualdad entre contribuciones, será necesario establecer mecanismos que las corrijan, ya sean positivos (por ejemplo, rotaciones obligatorias o designaciones por sorteo) o negativos (limitaciones al número de responsabilidades asumidas por una misma persona, o al tiempo durante el cual puede hacerlo). Este tipo de mecanismos correctores son esenciales para constituir una homogeneidad política sólida, pero es inevitable que su implementación produzca errores, defectos y conflictos que solo serán corregibles si les dedicamos tiempo, esfuerzo y atención.
Hay muchos factores de desigualdad que condicionan la participación en el seno de una organización: distintos grados de extroversión generan mayor o menor tendencia a hablar y eventualmente ejercer funciones de liderazgo; distintas capacidades conducen a especializaciones que no tienen por qué ser igualmente valoradas; las diferencias de edad y de género pueden introducir jerarquías involuntarias… Mecanismos como el sorteo pueden servir para afrontar varios de estos problemas simultáneamente, pero al mismo tiempo pueden ser necesarios correctores específicos.
Entre los “factores subjetivos” me interesa tratar brevemente tres:
El primero es la temida existencia de filias y fobias personales. En la medida en que existen y resultan irresolubles, es necesario un proceso colectivo de aprendizaje que nos permita separarlas de la cooperación en el marco de una organización política. Por otro lado, cualquier espacio de convivencia está inevitablemente expuesto a la circulación de afectos, positivos y negativos, que no se pueden excluir de la dinámica de la organización y tampoco dejar pasar como si fueran políticamente irrelevantes. Probablemente una de las claves del asunto sea la formación en cuestiones de dinámica grupal y psicología, y sobre todo la adquisición cotidiana, colectiva, de una educación emocional más rica que la que generalmente adquirimos en una sociedad donde priman el individualismo y la agresividad.
El segundo es la diferencia de opiniones. Estamos habituados a que las lógicas de representación giren en torno a las personas, y ese es precisamente uno de los asuntos esenciales que necesitamos corregir. Lo esencial no es encontrar quién nos represente, sino definir con creciente claridad qué ideas nos representan porque las compartimos. Cuando entramos en lógicas de representación personal, las diferencias de opinión se convierten en conflictos interpersonales donde cada cual lo que busca es a un representante que piense como él; cada desacuerdo puede convertirse en un fracaso organizativo porque crea una discordia que no se resuelve. Sin embargo, desde la lógica de la clarificación de ideas, cada desacuerdo abre una vía de trabajo, y lo importante ya no es encontrar a alguien que piense igual que tú para que te represente, sino forjar ideas comunes. Esta lógica de trabajo implica, eso sí, que hay cuestiones especialmente controvertidas sobre las que una organización no va a poder pronunciarse de inmediato, o incluso que no podrá hacerlo nunca con todo el detalle que desearía o que se le puede exigir desde fuera (aunque sí podrá explicar los motivos de su impotencia). También demuestra, eso sí, que la homogeneidad política no está reñida con la pluralidad. Lo que en principio puede parecer un defecto de cara a la acción, puede ser visto también como el mejor fundamento para construir progresivamente una agenda política propia, autónoma.
El tercero, relacionado con el anterior, es la diferencia de conocimientos, cualificaciones, destrezas… especialmente cuando se articulan en torno a la separación entre lo manual y lo intelectual, que contiene un importantísimo factor de violencia simbólica. Una parte de esta cuestión tiene que ver con la rotación de tareas y la igual asunción de responsabilidades, puesto que muchas de estas diferencias se difuminan con la práctica. Otra parte tiene que ver con la puesta en valor de la práctica teórica: aprender a apreciar el esfuerzo intelectual como un acto políticamente productivo si se dan las condiciones adecuadas, y al mismo tiempo descubrir todo el esfuerzo intelectual que realizamos cotidianamente, todo el conocimiento que adquirimos, y que, por no estar simbólicamente marcado como algo perteneciente a “la intelectualidad”, creemos que es irrelevante en estos términos. Evidentemente estoy hablando de procesos que llevan tiempo, y que pueden estar sujetos a diferencias de capacidad, aptitud e interés, pero tienen una importancia capital desde el punto de vista de la constitución de la homogeneidad política a la que tantas referencias hago.
Los “factores objetivos”, por otro lado, no son menos determinantes, y sin embargo nos atrevemos a explicitarlos y reflexionar sobre ellos con menos frecuencia:
Por ejemplo, si las diferencias económicas entre miembros son agudas, los mejor situados pueden querer, con la mejor de las intenciones, hacer una contribución económica mayor, de acuerdo con sus capacidades. El riesgo que ello entraña es que, poco a poco, se cree una situación en la cual quien paga manda. Aquí entran en juego no solamente la organización interna, que puede introducir límites al “excesivo” altruismo, sino también las determinaciones económicas a las que esté expuesta la organización según su actividad y sus fines. Esto significa que la consecución reiterada de fines excesivamente ambiciosos en términos económicos introduce un riesgo de desequilibrio político interno porque la organización va a depender mucho más de la aportación económica de ciertos miembros que de la labor de los demás. También implica que una organización podrá ser tanto más ambiciosa cuanto más se libere, colectivamente, de esas determinaciones económicas y, por otro lado, que no hay objetivo más ambicioso que precisamente el de liberarse colectiva y autónomamente de las determinaciones económicas a las que estamos sujetos.
En la misma línea, otra de las grandes diferencias materiales que termina produciendo desajustes políticos serios es la cuestión del tiempo. La diferente disponibilidad de tiempo libre genera diferentes grados de dedicación e impone límites objetivos muy serios a la igual asunción de responsabilidades. Esto convierte la liberación colectiva de tiempo en un objetivo político prioritario de cualquier organización, y correspondientemente la politización, la transformación en problemas comunes, de cuestiones que tradicionalmente hemos considerado individuales y privadas. Por otro lado, también exige destecnificar los puestos de responsabilidad, que normalmente concebimos como si llevaran intrínsecamente asociados ciertos niveles de dedicación y exigencia: habrá que asumir que las mismas funciones pueden ser ejercidas con ritmos distintos y ofreciendo resultados diferentes, poniendo en valor el hecho mismo de la rotación frente a la actual preocupación por los rendimientos.
La fase de experimentación también nos fuerza a adoptar una postura distinta a la actual frente a las instituciones. Si las instituciones son un fin en sí mismo, es evidente que las vías disponibles para alcanzarlo son muy pocas y el margen para la experimentación es exiguo. Además, la concepción generalizada de las instituciones como fin en sí mismo genera relaciones de competencia más que de cooperación, incluso con nuestros potenciales aliados, y las dinámicas de competencia dificultan enormemente la exploración de nuevas soluciones. Por el contrario, si las instituciones son un medio, las posibilidades de relación se multiplican tanto como se diversifiquen los posibles fines, y el campo de experimentación se ensancha notablemente; en un marco como ese evidentemente también existen confrontaciones, pero es mucho más fácil restringirlas al antagonismo de clase y, en lo tocante a nuestros posibles aliados, establecer relaciones de cooperación muy flexibles.
No creo que, desde la absoluta generalidad en la que me sitúo en este texto, sea posible ni prudente añadir mucho más. Tampoco creo estar descubriéndole nada a nadie, porque separadamente estos problemas están siendo explicitados, y afrontados con creciente acierto, por múltiples organizaciones. En todo caso puede que una presentación sistemática como la que he planteado ayude a disipar las dudas de quienes ya se han lanzado a transitar estos caminos.
En lo que se refiere a Podemos tengo la impresión, y creo que no soy ni mucho menos el único, de que el partido no saldrá fortalecido de Vistalegre II. Incluso veo un riesgo importante de que el partido se disgregue con tanta rapidez como se formó. Ahora bien, como ya he planteado en algún texto anterior, Podemos es en realidad una constelación que puede sobrevivir perfectamente sin el “núcleo irradiador”, aunque deberá adoptar otros métodos, otros tiempos y tal vez otros objetivos.
Lanzo este texto sabiendo que de ningún modo podrá alterar lo que ocurra en Vistalegre II. Sí puede servir, sin embargo, para que quienes lo observan, desde dentro o desde fuera del partido, como un acontecimiento ajeno, tengan alguna herramienta más de la que servirse. Lo escribo para que empiecen a pensar ya en el día después, en el mes que viene, en el próximo verano… Lo escribo como una invitación a discutir, a pensar y a hacer, pero desde nuevas coordenadas, que ya está bien de oscilar entre la tragedia y la farsa.
De momento, lo cierto es que tres compañeros han seguido de cerca el proceso de redacción de estas páginas, y que sus valiosas aportaciones han quedado incorporadas al texto final. Es justo cerrar con ese reconocimiento.
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Fotografía: DISPARAMAG.