Por: Gilberto González Colorado. Docente de la Normal Veracruzana. 28/05/2018
El apotegma que reza: “Tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales” constituye un principio universal que pretendería reivindicar la Equidad como imperativo compensatorio de la vida social, toda vez que en un universo donde reina la igualdad el trato deberá ser, de acuerdo a ello y sin distinción, “igual para todos”, en tanto que en un universo donde priva la desigualdad (que es la regla en las sociedades capitalistas), el valor supremo deberá ser el de la compensación proporcional al que instruye la equidad, atendiendo más y mejor a los que menos tienen en función de las desigualdades existentes.
Se trata este de un imperativo que “impone al legislador la obligación de tener y dar justificaciones suficientes para tratar desigualmente situaciones análogas; de modo que a él corresponde –sobre todo procesalmente- la carga de argumentar para justificar ese tratamiento distinto, pues de lo contrario se presumirá la inconstitucionalidad de su actuación por contravenir, a primera vista, su deber originario de regular casos parecidos de igual manera” (Burgoa I. y Pérez Portilla, Karla, Principios de igualdad: alcances y perspectivas, México, UNAM-Conapred, 2005, p. 91, Subrayado mío).
Todo este alegato viene a mención habida cuenta que, contrariamente al principio de equidad así establecido, a propósito de la aplicación de la Reforma Educativa de 2013, en México estaríamos en presencia de un caso de flagrancia de un sui géneris trato intencionadamente “igualitario a los desiguales” cuando, so pretexto de la incorporación a rango constitucional del concepto de Calidad Educativa, la autoridad (SEP/INEE) ha procedido a imponer exigencias evaluativas similares en sujetos cualitativamente desiguales -profesores y alumnos del nivel básico del Sistema Educativo mexicano (SEM)-, provenientes de la más disímbola extracción socioeconómica y de códigos culturales distintos, metiendo en el mismo rasero evaluativo a prácticamente todos los agentes educativos (escuelas, maestros, alumnos) e incorporando en ese esquema de control tanto a las escuelas normales urbanas como a las rurales, faltando de tal modo a aquel principio igualitario y de elemental constitucionalidad antes mencionado: tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales.
Las movilizaciones históricas que a partir de la promulgación de esa Reforma Educativa ha protagonizado el magisterio mexicano responden al hecho incontestable de ver vulnerados sus derechos laborales así como su estatus profesional, en tanto han sido los profesores el blanco predilecto de esa reforma al ser considerados como el sector directamente responsable del hecho educativo en sí, caracterizado por ser, a su vez, un sector sensiblemente disímil ante el abandono oficial del que ha sido objeto por largas décadas, cuyas desigualdades –lo sabemos todos- no son la excepción, sino la regla.
De acuerdo a ello, es justo aquí donde la autoridad se advierte omisa, en definitiva, en cuanto a que ignora de manera palmaria aquel principio que instruye: “tratar idénticamente situaciones análogas”, incumpliendo así con el principio de proporcionalidad que mandata la equidad. Y todo ello en nombre de una tendenciosa legalidad que entraña aquella reforma a través de la cual, de manera subrepticia, ha venido a imponer así un criterio de homogeneización de las subjetividades como la condición sine qua non de una modernización surgida del modelo neoliberal y globalizador en boga, que somete por la vía de la imposición de normas y exigencias a naciones periféricas y dependientes como lo es la nuestra.
Así, so pretexto de tener que calificar los niveles de idoneidad en el desempeño docente (concepto del cual se ha hecho depender el de Calidad Educativa), la autoridad ha convertido a la evaluación en el quid de la educación, asumiéndola como la quinta esencia de la controversial reforma educativa que, presumiblemente, vendría a salvar al SEM de la intrascendencia y mediocridad que hoy lo socava, magnificándola a su vez como el instrumento por excelencia capaz de incidir en “el máximo desempeño docente” que invariablemente habrá de llevar al “máximo logro educativo” de los alumnos, bajo un enfoque reduccionista causa-efecto que confunde la Calidad Educativa con otro tipo cualquiera de calidad en el mundo capitalista de la producción de mercancías, a partir de lo cual, en automático, pasa a aplicar de manera por demás indiscriminada evaluaciones estandarizadas a todos, en un alarde del más absoluto desconocimiento de la naturaleza que entraña la enseñanza, la educación y la profesión docente, amén de ignorar el sustento epistemológico propio de las ciencias de la educación. En suma, una especie de embozado terrorismo de estado, enderezado en contra de los maestros, del normalismo y, en consecuencia, de la propia educación pública.
Y es que solo de semejante miopía educativa puede provenir el grosero “iluminismo” que da lugar a dos asertivas consignas que ilustran a la perfección el menosprecio de esta reforma por la profesión docente y el normalismo: 1. “¡Se acabó el monopolio de las escuelas normales!”, sentenció la máxima autoridad educativa apenas dio a conocer su Reforma, para a continuación agregar: 2. “¡Cualquiera con estudios de licenciatura puede aspirar a una plaza docente!”, lo que coloquialmente se traduce como: “cualquiera puede ser maestro”. Ambas expresiones, sin sustento pedagógico alguno, resultan una falaz argucia que induce a reconocer que la enseñanza es una función de tal insignificancia que no requiere de mayor preparación profesional ni de rigor científico alguno. ¡Falso de toda falsedad!
Adviértase cuánta arrogancia y desdén se destilan en cada una de esas afirmaciones de parte de una desatenta autoridad que por sí sola se enreda en sus prejuicios para dar lugar a una grande y perniciosa contradicción epistemológica, misma que, para no variar, parece también ignorar: si la Calidad Educativa depende de la idoneidad de los maestros, y esta, teóricamente, solo la puede otorgar el sub sistema educativo históricamente responsable de la formación docente en el país, la Educación Normal, ¿cuál es entonces el sustento pedagógico que le permite afirmar que “cualquiera puede ser maestro” de educación básica, después de haber declarado “el fin del monopolio de las normales”? Aún más: sentenciar que ha acabado ese “monopolio” significa por tanto reconocer que hay otras tantas instituciones educativas alternas que ya se pueden encargar también de la formación docente del nivel básico de educación, lo cual a primera vista parece una afirmación aberrante al no haber en el horizonte educativo del SEM absolutamente ninguna institución educativa que pueda asumir esa responsabilidad, no con la jerarquía profesional que históricamente le ha correspondido a las escuelas normales, pues no es lo mismo Formar maestros que Habilitar administradores y operadores de programas, como parece sugerirlo su propuesta de transición hacia un Modelo Universitario. Por tanto, ¿a qué tipo de idoneidad y Calidad Educativa le apuesta esta autoridad cuando a voz en cuello afirma que “cualquiera puede ser profesor”? Así visto, en definitiva, al margen de imprecisas definiciones, hasta aquí no se aclara en nada, qué tendríamos que entender los docentes por Calidad Educativa, ni tampoco el correlato del cual depende la misma, la Idoneidad. Ergo, si cualquiera puede ser profesor, concluimos con ello que la idoneidad es, entonces, un atributo o don ubicuo que lo mismo le asiste a un maestro normalista que a cualquier otro profesionista que no lo es: un ingeniero, un abogado, un agrónomo, da igual. Todo un dislate que, parece ser, no tiene otra finalidad que la descalificación del normalismo con la Calidad Educativa como ariete y señuelo que hace que toda esa Reforma se constituya en una descomunal y embrollada falacia que lleva a la educación hacia derroteros muy ajenos a los que en el discurso pregona.
Habrá que decir de paso que esas dos “joyas” argumentativas (“el fin del monopolio de las normales” y “cualquiera puede ser profesor”) han sido sendas bofetadas en pleno rostro de un alicaído normalismo, cuyo mutismo rayó en un tipo de complicidad -“El que calla otorga”-, al no ser capaz de dar una respuesta digna y oportuna contra una postura oficial que en definitiva lo descalificaba como opción educativa, lo que contribuyó a animar más a esta autoridad para asestarle una tercera bofetada más: la Estrategia nacional para el Fortalecimiento del Aprendizaje del inglés, una manera eufemística de confirmar el carácter accesorio y contemplativo de las actuales escuelas normales al imponerles no más que su puntual papel de operadoras del pragmatismo de una asignatura –la enseñanza del Inglés- con lo que de facto se ven desplazadas a no ser sino un remedo de aquella convicción nacionalista y con sentido de justicia social que distinguió al normalismo de antaño como genuina filosofía socioeducativa mexicana que contribuyó a darle identidad a este país.
A la luz de todo ello, para quien así lo quiera entender –es mi punto de vista-, pese al actual discurso pretendidamente reivindicativo del Normalismo que anuncia el “Fortalecimiento y Transformación de las Escuelas Normales”, el cual se inscribe en el mismo tenor de aquella política pública que desde años atrás contempló la implementación de diversos programas con el mismo fin (PEFEN, PROGEN, PROFEN, PRODEP, etc.), lo cierto es que, en los hechos, el conjunto de estas tres declaraciones parecen venir a contradecir esa tentativa “fortalecedora” (empero sí transformadora) y no hacen sino confirmar lo que en los hechos parece ser el verdadero objetivo de esta Reforma Educativa: lograr el aniquilamiento y réquiem definitivo a la Educación Normal en nuestro país, un objetivo largamente acariciado por administraciones pasadas para deshacerse de una modalidad que no ha generado sino constante zozobra política al proyecto de modernidad de los gobiernos neoliberales, al punto de haber llegado a considerarse a las escuelas normales, en algunos círculos cercanos al poder, como verdaderas “fábricas de guerrilleros”, toda vez que han sido los maestros -particularmente los provenientes de las escuelas normales rurales-, el sector que históricamente se ha manifestado de manera abierta en contra de las políticas gubernamentales que, de una manera u otra, se han juzgado como atentatorias de los intereses de la clase trabajadora.
Reitero la idea de que, tras un somero análisis de la situación que actualmente viven las escuelas normales, lo que se puede colegir es que en la práctica la actual Reforma Educativa constituye no más que un elaborado dispositivo estratégico que tiene como uno de sus objetivos la desaparición del normalismo (último bastión y emblema de la educación pública en México) el cual, en su pragmático cálculo, podrá ser de momento perfectamente sustituido por cualquier otra modalidad educativa –sea con el mismo nombre o con cualquier otro- en el contexto de un proceso que, en primer lugar, pasa por la condición de inhibir la potencial capacidad de atracción estudiantil que las escuelas normales pudieran tener sobre el estudiantado, particularmente entre los sectores medios y de la clase baja de la sociedad mexicana, con la finalidad de ir socavando, paulatinamente, la matrícula de la disfuncional modalidad educativa, hasta hacer que esta irremediablemente perezca por inanición en su inscripción: al carecer del reconocimiento social y de cualquier incentivo profesional que le brinde alguna magnificencia, la profesión docente está prácticamente condenada a no ser más que una “gloriosa reliquia” que, de no ocurrir otra cosa, tiene ya contados sus días como opción educativa. Y, en segundo lugar, imponiendo a las escuelas normales modificaciones curriculares compatibles con los criterios eficientistas que dieron lugar a esa reforma a través de su Nuevo Modelo Educativo inspirado en el enfoque en competencias para la vida y el trabajo.
“Para muestra, un botón”: adviértase cómo esta tendencia depredadora del normalismo mexicano parece pronunciarse aún más (en el marco de las políticas neoliberales que hoy engullen a la nación) con la reciente imposición de medidas adicionales ya anunciadas por la misma autoridad, imponiendo ahora a los estudiantes de Educación Normal el requisito de alcanzar el nivel C-1 en la asignatura de Inglés (en lugar del Profesionalizante B-2 que inicialmente se le exigió), lo cual en definitiva se revela como otra medida restrictiva más en tanto se trata de un nivel académico que exige de un número aproximado de 1500 horas o más, nivel con el que a duras penas casi puede un estudiante de licenciatura en ese idioma, lo que de facto lo convierte en un requisito que difícilmente podría alcanzar un estudiante promedio de Educación Normal, lo que en consecuencia invariablemente vendrá a comprometer la escolaridad de los estudiantes normalistas (provengan del medio de donde provengan) en tanto su perfil profesional reclama per se de otras prioridades, todo lo cual, en su conjunto, tenderá aún más a crear un efecto inhibitorio del interés de nadie por estudiar la profesión docente en semejantes condiciones de asfixia institucional.
Así, con esta serie de medidas -más otras que se le pueden asociar y que derivan de la Ley General del Servicio Profesional Docente (LGSPD)- la suerte de las normales –cuestión de tiempo- parece estar ya echada y, ajenos a ello, los mismos normalistas, con su silencio, su acriticidad y su callada disciplina, pareciera que ya nos ubicamos en los prolegómenos y vísperas de los funerales de esa otrora gloriosa tradición educativa en México, exequias a las que, cual invitados de palo, estamos asistiendo como sus propios sepultureros. Triste pero real.
Visto desde una óptica pro empresarial (“Mexicanos Primero”, por ejemplo), con una prospectiva modernizante nada desdeñable por delante, este normalismo no tendría nada de qué quejarse en estos momentos, cuando se le delega así, ¡una función central en la gesta del nuevo ciudadano que la modernidad empresarial neoliberal exige hoy a la educación mexicana!, y en donde por necesidad salen sobrando pretensiones nacionalistas, arcaicas y obsoletas, como las que inspiraron al normalismo antiguo que hoy nadie se atrevería a defender más. En consecuencia, si el Idioma Inglés (así, con mayúscula) es hoy prácticamente la segunda lengua en el mundo, no nos debe de importar más que las escuelas normales rurales (y también las urbanas) desaparezcan del mapa curricular nacional ante la anhelada oportunidad de arribar – ¡al fin! – a la creación de una ultra moderna república bilingüe mexicana que nos habrá de poner en la misma órbita de los países del anhelado primer mundo, oportunidad que la bendita globalización hoy nos pone en bandeja de oro. De modo que, si este nebuloso normalismo no quiere correr la fatal suerte de desaparecer, pues entonces que haga lo propio para estar al día con los tiempos que corren y… ¡que aprendan a aprender y que aprendan a enseñar y a soñar en inglés, y aprender y enseñar educación financiera y educación socioemocional!, ¡faltaba más!, ¡Renovarse o morir es la consigna, se quiera entender o no! No por nada es a esta nueva realidad a la que responde el llamado (Nuevo) Modelo Educativo con su particular concepción de la Calidad Educativa a través de “la Enseñanza con un Enfoque en Competencias”, entre otras de sus flamantes “novedades” pedagógicas ya en marcha en el país…
Pero visto en retrospectiva, lo que en tales circunstancias conocimos los mexicanos a partir de este sexenio de gobierno (2012-2018) fue, ni más ni menos, que la imposición de una serie de “reformas estructurales”, de corte empresarial, avaladas por el Pacto Contra México (sic), la primera de las cuales fue la Reforma Educativa, la cual, a través de sus ejes articuladores (la Calidad Educativa, la Evaluación y la Idoneidad), se reveló desde sus inicios –contrario a lo que en el discurso oficial de su presentación se sostenía- como una estrategia educativa de corte racista y discriminatoria al ignorar en su ejecución, lo mismo diferencias culturales regionales, que contextos y necesidades socioeconómicas, que características pedagógicas, que niveles o tipos de educación, en fin, que privilegió por una parte los códigos de la cultura dominante, y por la otra de plano ignoró las desigualdades y rezagos ancestrales que, hoy como ayer, constituyen la más seria desventaja para los sectores sociales más desfavorecidos, y de cuya franja más significativa suele surgir buena parte del magisterio mexicano, sobre todo de ese normalismo hoy todavía en pie de lucha al sentir avasallada su existencia por una reforma a todas luces punitiva.
En virtud de ello, se puede afirmar categóricamente que la Reforma Educativa es una política pública que contraviene el principio de equidad al alentar la desigualdad en perjuicio de los que menos tienen, por lo que revela un sesgo INCONSTITUCIONAL en su aplicación que, en rigor, si en México prevaleciera un Estado de Derecho genuino y no el sesgado aparato jurídico que hoy somete a la nación toda, haría improbable su ejecución como una reforma que no tendría ninguna razón de ser.
Como corolario de todo este análisis, es necesario no perder de vista el reconocer que el concepto de Calidad Educativa es un concepto que ha sido sacado de los sótanos de las grandes corporaciones financieras que hoy por hoy marcan la agenda, el ritmo y el rumbo de los países en el mundo, para constituirse en la piedra angular de todas las reformas de los sistemas escolares nacionales. Se trata de un concepto “sistémico/polisémico” en virtud de ser hoy uno de los fundamentos esenciales de los sistemas político económicos de corte neoliberal, revelándose por ser además un concepto esquivo y evasivo, de difícil concreción, dada la diversidad semiótica del propio término, por una parte, y la diversidad de los contextos sociales, por la otra.
Resulta falso, entonces, el sentido tendenciosamente ideologizante en México de la expresión Calidad Educativa cuando la autoridad aduce que se refiere estrictamente a la “obtención del máximo logro educativo” y, a contrapelo de ello –vale la pena insistir-, procede en la práctica a hacer ‘tábula rasa’ de las diferencias contextuales que distinguen las condiciones de desempeño de los distintos agentes educativos, para determinar a fortiori la idoneidad o no de los maestros, como los únicos responsables de hacer efectiva esa misma Calidad del hecho pedagógico educativo en sí, para a continuación proceder a sancionarlos. ¿Dónde queda entonces el imperativo de Equidad cuando el pragmatismo del concepto de Calidad lo subsume y lo convierte en nugatorio principio de justicia social?
Es de sobra conocido en el ámbito académico/educativo el interés que priva en las altas esferas del mando económico mundial (OCDE, BID, BM, etc.) por fragmentar la matriz epistémica que nutre el pensamiento pedagógico del normalismo a fin de despedagogizar, a la vez que despolitizar, la formación docente en aras de ir configurando, desde ya, un tipo específico de ciudadano funcional que abone el terreno para la entronización de la hegemonía cultural deseable para aquellos trasnacionales intereses. Es justamente a esta tendencia educacional a lo que los educadores críticos le llaman hoy el Apagón Pedagógico (AP) como una manera de denunciar la gran falacia que se esconde tras el discurso de los modernos reformistas educativos y desvelar de paso su falso ropaje de neutralidad.
Finalmente, a partir de todo ello, concluimos que lo que se halla oculto bajo la retórica de la Reforma Educativa mexicana de 2013, al esgrimir esa argumentación y esos preceptos, no es sino la fundamentación epistémica de una estrategia oficial que apuntala así un dispositivo disciplinario –su Reforma Educativa– cuyo propósito último es la configuración (a través de la imposición de un modelo educativo), de un tipo específico de ciudadano, funcional y compatible con el modelo económico hegemónico que aspira a consolidar los intereses macroeconómicos de los organismos rectores del actual mundo neoliberal, modelo que pasa necesariamente por la imposición a rajatabla de un falaz concepto de Calidad Educativa que pervierte así los fundamentos axiológicos y teleológicos de cualquier Reforma Educativa que se precie de serlo, y que socava las bases de la Educación Pública en México y de la Educación Normal como la más noble de las profesiones humanistas existentes.
Fotografía: educacionyculturaaz