Por: Gabriel Bernal Granados. 27/02/2025
Umberto Eco (1932-2016) debutó tardíamente como novelista en 1980 con El nombre de la rosa. Hasta entonces era conocido en los círculos académicos europeos por sus trabajos sobre semiótica, historia de la cultura y lingüística. Sin embargo, a partir de ese momento y debido al éxito internacional de su novela, que en poco tiempo agotó varias ediciones en su lengua original y se tradujo a numerosos idiomas extranjeros, comenzó a ser leído en el mundo entero y a ser considerado uno de los eruditos más distinguidos de la Europa de esos años. Pero la erudición no era todo: si bien el mayor número de las páginas que había escrito hasta ese momento tenían un carácter marcadamente «científico», su prestigio se lo debía ya a la imaginación que rebosaba su primera novela, situada en un monasterio en el norte de Italia en 1327. Antes de llegar a la historia que cuenta Eco en esa novela y a sus pormenores meta-narrativos, quisiera contar cómo fue que di por primera vez con este autor y la historia del franciscano William de Baskerville y su discípulo Adso de Melk.
En 1989 cursaba el segundo semestre del primer año de la preparatoria en la Universidad La Salle, que por aquella época era una preparatoria de «puros hombres», como se acostumbraba decir entonces. Una vez por semana teníamos una clase de religión que nos daba una monja, conocida por todos como la madre Alma. La madre Alma era una señora más o menos alta, debía medir un metro setenta, de pelo negrísimo, peinado de raya a un lado, como hombre, y una piel blanquísima, tan transparente como un pergamino. Usaba unas blusas blancas que procuraba abotanar hasta la parte más alta de su cuello y unos suéteres de lana delgada que le cubrían permanentemente los brazos de la mirada indiscreta de sus alumnos. Completaban el terno unas faldas gris Oxford que le daban abajo de las rodillas y unas calcetas del mismo color que le cubrían la piel de los tobillos. En su manera de hablar había el tono falsamente piadoso o falsamente sabio con el que los religiosos suelen ocultar la marca profunda del rencor que les inspiran los otros. De más está decir que las clases de la madre Alma eran aburridísimas y previsibles. Más allá de su catecismo elemental, no tenían mayor cosa que ofrecer a la incipiente curiosidad intelectual de un muchacho que en ese momento estaba despertando a un mundo de lecturas mucho más complejas.
Un día de mayo, sin embargo, la madre Alma nos llevó a uno de los salones de los edificios de la universidad, alojado en un sótano donde seguramente se encontraba el equipo necesario para proyectar, en una televisión enorme, el contenido de un caset Beta, que era el formato que se usaba entonces para ver películas caseras, y en lugar de dar clase esa mañana de mayo nos hizo ver un filme que nos dejaría una huella profunda. En efecto, se trataba de la adaptación cinematográfica de 1986 de la novela de Eco, dirigida por Jean-Jacques Annaud. En aquella época, recién cumplidos los 16 años, me resultaba imposible, si no que enteramente banal, descifrar el conjunto de alusiones que hacía el relato de Eco a la literatura detectivesca y a las exquisiteces imaginativas e intelectuales diseminadas en los libros de Borges, el daimón tutelar de esta historia.
En un monasterio benedictino de la Lombardía italiana, a donde llegan William de Baskerville y su entenado Adso de Melk, sucede una serie de crímenes que la mente genial de William de Baskerville se sentirá tentada a esclarecer. Aquí no comienza el juego de las alusiones —es demasiado obvia la solución al primero de los acertijos que propone Eco, evidente en el nombre del protagonista del relato: William de Baskerville, cuyo gentilicio remite a una de las historias más célebres de la saga de Sherlock Holmes, El sabueso de los Baskerville—, sino en el principio mismo del libro de Eco, que comienza narrando en primera persona el hallazgo de un manuscrito, en lengua francesa, atribuido al monje Adso de Melk, el narrador, en realidad, de esta cadena de embrollos.
Aunque la estrategia de comenzar un relato atribuyéndoselo a un personaje de una época remota es tan antigua como la literatura misma, no se puede negar que éste ha sido uno de los recursos asociados al surgimiento de nuestra modernidad literaria. Pensemos si no en el Quijote, cuya historia Cervantes la atribuye a un manuscrito, encontrado al azar, de un musulmán llamado Cide Hamete Benengeli. También se encuentra en Poe, que concibió un cuento a partir de un manuscrito hallado en una botella, «Ms. Found in a Bottle». Y también está en Borges, que hace la parodia de Cervantes y hace la parodia de Poe en un poema de Luna de enfrente (1925) titulado «Manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad». Pero también es un procedimiento análogo al del narrador que encuentra, y traduce de un inglés plagado de latinismos, el manuscrito del capitán de una legión romana que descubre la Ciudad de los Inmortales en «El inmortal» (El Aleph, 1949).
Adso y su maestro William de Baskerville llegan a este monasterio para darse cuenta, a través del cuervo que se posa en una tumba recién cubierta de tierra, de la muerte de uno de los monjes que formaba parte del scriptorium de la congregación. Eso es todo lo que necesita el olfato canino de William de Baskerville para comenzar sus pesquisas, que no sólo giran en torno al descubrimiento del perpretador de esta serie de crímenes, sino a la existencia de un libro mal visto por los sectores más conservadores y endurecidos de la Iglesia católica: el segundo libro de la Poética de Aristóteles, que el filósofo griego dedicó a la comedia y las bondades incantatorias de la risa.
La película de Annaud es rica en atmósferas y sugerencias libidinales, como el beso en la boca, común entonces como una forma de saludo entre dos clérigos, con que el abad de la congregación recibe al recién llegado Baskerville (la homosexualidad soterrada en los monasterios que contribuía de manera natural a enrarecer los ambientes netamente masculinos que lacraban el curso de la vida intelectual y espiritual de aquel periodo), y los rostros inolvidables de cada uno de los miembros de esa abadía. Los rostros deformados por la edad y la corrupción del alma, que podrían tener un origen común en el encierro y la abundancia material de las órdenes medievales, parecen salidos de los cuadernos de Leonardo, que sin duda fue un referente importante en la hechura de esta película. De todos estos personajes, el más venerable y corrupto es el padre Jorge de Burgos, senescal del monasterio y recipiendario de todos sus secretos, a pesar de su emblemática ceguera.1
Más claro no podía ser: Jorge de Burgos encubre —o desvela— el mayor de los homenajes que Eco le hace a su maestro, Jorge Luis Borges, casi calcando su nombre e imprimiéndole el estigma de su ceguera al personaje central de su relato. De Burgos se encuentra en posesión del secreto que lleva a William y Adso (que no es sino un avatar del señor Watson, que casi siempre acompaña a su amigo Holmes en sus aventuras) a descubrir el paradero de la biblioteca y a perderse en su laberinto. La magnífica asesoría en arquitectura que recibió la dirección de este filme hace incluso que el laberinto coincida con la descripción que del mismo se encuentra en el primer párrafo de «La biblioteca de Babel»:
El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas.
En el centro del laberinto, tras la superficie de un espejo desleído por el paso del tiempo, que recuerda al espejo que aparece al final de otro cuento de Borges, «La busca de Averroes»,2 se encuentra una cámara secreta, donde finalmente coinciden los destinos de Baskerville y De Burgos, quien se encuentra en posesión del volumen en griego que contiene la disquisición de Aristóteles sobre la risa (otra clara alusión a «La busca de Averroes», donde el comentarista musulmán de Aristóteles no puede descrifrar el significado de la palabra teatro por estar prohibido, en el Islam, cualquier forma de representación icnográfica por considerársele herética). El libro ha sido untado de veneno en el borde superior derecho de sus cantos, por eso todo aquel que lo lee se mancha primero el índice de la mano derecha y después la lengua de una tinta negra que termina provocando asfixia y finalmente la muerte.
Además de William, al monasterio ha llegado un temible enemigo de otro tiempo, el inquisidor Bernardo Gui, inspirado en un personaje real del mismo nombre: Bernardo Gui o Guidoni, un inquisidor de origen francés contemporáneo del periodo en que suceden las muertes de los monjes letrados. Pero ese no el punto que nos interesa sino la posibilidad, bastante obvia, de que la disputa teologal que ocurre entre estos dos personajes, William de Baskerville y Bernardo Gui, en realidad esté basada en la disputa entre dos clérigos que constituye el meollo de la trama, en Borges, de su cuento «Los teólogos».
Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Ardieron palimpsestos y códices, pero en el corazón de la hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas Dei, que narra que Pláton enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñará esa doctrina.
Así comienza el relato de Borges que da cuenta de la enemistad entre dos distinguidos miembros de la iglesia católica de la alta Edad Media, que ven enzarzados sus destinos en una eterna disputa; así, en una vida, uno adopta un punto de vista que en otra será precisamente el opuesto. Así Bernardo con William, quien finalmente descubre lo que hay detrás de las muertes de los miembros del scriptorium, que no son sino iluminadores y traductores; escoliastas en una palabra, cuya encomienda es el cultivo y la conservación de ese jardín que en realidad es toda biblioteca y que mueren debido a la curiosidad libidinal con que hojean el libro prohibido de Aristóteles, mojando el dedo índice en la avidez de su lengua y pasando las páginas del volumen envenenado.
Como en «Los teólogos» de Borges, esta historia termina con un incendio, que acaba con la estructura laberíntica de la biblioteca y con prácticamente todos los volúmenes que ésta contiene. De Burgos muere en el vano intento de cancelar para siempre la existencia de uno de los rasgos más humanos por antonomasia, la risa, mientras que William de Baskerville, a punto de morir en el incendio, logra salvar unos cuantos volúmenes, aquellos que cupieron entre los lienzos percudidos de su tosco sayal.
Resta únicamente por comentar el último y más entreñable de los acertijos de este relato. ¿Por qué la novela de Eco se llama El nombre de la rosa? La clave se encuentra, una vez más, en Borges. Tratando de encontrar las pistas que los lleven a penetrar en el laberinto, donde ambos intuyen que les será revelada la identidad del asesino serial del monasterio, William y Adso se separan. Este último termina en el almacén donde se guarda la despensa del monasterio. Para no ser descubierto por el fraile encargado de la custodia del almacén, el padre Remigio da Varagine (cuyo nombre transparenta el de otro fraile, autor de La leyenda dorada: Santiago de la Vorágine), Adso se oculta entre unos costales de grano. Una vez que el padre Remigio se ha marchado sin notar la presencia de Adso, a su lado, entre los costales y los bultos, aparece una hermosa y jovencísima campesina, que acude con frecuencia al almacén para intercambiar favores sexuales a cambio de alimento. Entre ella y Adso ocurre una de las escenas más hermosas y entrañables de la novela: con torpeza al principio, pues el sayal del novicio es difícil de quitar, Adso y la muchacha hacen el amor. En la película de Annaud no hay censura: puede verse, de espaldas, el cuerpo desnudo de la joven, bronceado por los rayos del sol, montando las caderas atónitas de Adso, que a partir de ese momento no dejará de pensar en ella.
A la joven campesina se le acusa de haber cometido los actos de brujería que derivaron en la muerte de los clérigos del scriptorium, y se le condena a arder junto a Salvatore, el jorobado que interpreta de manera excepcional Ron Perlman, y el padre Remigio en una pira. Sólo si William y Adso encuentran el libro de Aristóteles podrán salvarla de las imputaciones fanáticas del inquisidor Bernardo Gui. Al final, cuando los cuerpos de Remigio y Salvatore arden en sus respectivas piras, la muchacha se salva providencialmente gracias a la confusión que genera el incendio de la biblioteca, oculta en un torreón del monasterio. Los frailes abandonan sus puestos frente al cadalso donde arden los inocentes y corren a tratar de apagar el incendio de la biblioteca. Bernardo Gui se queda solo con su guardia, a manos de los campesinos que han acudido a la atroz ceremonia para tratar de salvar a la muchacha. En la confusión, Bernardo muere, linchado por turba, y la joven se salva. Lo mismo que William, que vio arder al padre Jorge de Burgos en su necedad de preservar la iglesia del poder corrosivo de la hilaridad y la facundia.
Adso y William abandonan el monasterio, toda vez que se ha resuelto el misterio de las muertes de los frailes, y en el camino se encuentran por última vez a la joven. Ante la disyuntiva de seguir la estela de su maestro o quedarse con ella, Adso decide seguir su camino y quedarse para siempre con la duda de cuál sería el nombre de aquella mujer que amó en el granero de la vieja y destruida abadía. En un pasaje que se reitera a lo largo de su obra, Borges recuerda un verso del poeta místico alemán Angelus Silesius, para quien la rosa es sin porqué. Evidentemente, la cita de Borges se refiere a una pregunta compleja, que plantea el problema de la consustancialidad de los nombres y las cosas que nombran. Para los filósofos y los poetas de la antigüedad, las cosas son ajenas al nombre que les da sustancia. La rosa es ajena a las sílabas de su nombre y sería inexacto hablar de un empate entre el nombre de la cosa y la sustancia que la integra. El problema de los nombres y el lenguaje aparece en Shakespeare3 y siglos después en Mallarmé, para quien la rosa sigue siendo ajena a los sonidos que la nombran. La cosa, por tanto, no está contenida en el lenguaje sino que el lenguaje, a fuerza de repetirse, se convierte en una ficción o en la representación de aquello que definimos como historia y que no hace sino rozar la trama, infinitamente compleja, de la realidad. El nombre la muchacha que amó Adso aquella noche en que se extravió en busca de las claves para entrar a la biblioteca permanecerá oculto en el devenir del tiempo, pero no así la sensación o el recuerdo tibio de su piel y de su sexo.
Han pasado los años y yo aún no he podido comprender por qué la madre Alma nos llevó esa mañana a ver esa película. Acabo de verla una vez más, hace pocos días y me ha vuelto a parecer hermosa, aun a pesar de que ahora me encuentro en posesión de las claves que me han dado acceso a los misterios de la alusión y la intertextualidad que desmontan el mecanismo de su trama.
Gabriel Bernal Granados,
Santa María Ahuacatitlán, a 2 de noviembre de 2024.
1 Esta película de Annaud fue de hecho una de las últimas actuaciones de Fiodor Chaliapin, que interpreta el papel de Jorge de Burgos y quien fuera hijo, en la vida real, del famoso cantante ruso del mismo nombre, Fiodor Chaliapin, en cuya interpretación del Boris Godunov de Mussorgski se inspiró Nikolai Cherkasov para modelar el personaje del zar en Iván el Terrible de Eisenstein (1944).
2 Se me podrá objetar a este respecto que la obra narrativa de Borges abunda en espejos, pero sólo en uno de sus cuentos un espejo metálico es el antecedente inmediato de la destrucción de una biblioteca y, por tanto, de la destrucción del mundo que en ella se contiene.
3 En el famoso diálogo del balcón (act. ii, esc. ii), Julieta le dice a Romeo: «What’s in a name? That which we call a rose / By any other name would smell as sweet».
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Fotografía: La santa critica