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Mi caminar universitario

por RedaccionA noviembre 5, 2023
noviembre 5, 2023
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Por: Luis Armando González. 05/11/2023

A quienes me han acompañado en el recorrido

Una mañana de enero de 1983 –hace cuarenta años— aquel joven de 22 años flaco y con unos pocos pelos en el rostro que era yo subía las gradas del edificio “A”, en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), en busca del aula en la que recibiría el curso para estudiantes de nuevo ingreso correspondiente a ese año académico. A finales del año anterior había realizado el examen de admisión, pero se trató de entrar y salir del campus. Y antes de esto, había ido a la librería “La Casita” en un par ocasiones, entre 1980 y 1982, pero también fueron visitas fugaces. Como estudiante del curso de nuevo ingreso era otra cosa; por lo menos durante el mes y un poco más estaría llegado a diario a la UCA. Y, en efecto, así fue: durante las semanas siguientes, además de ir a mis clases de “Universidad y Sociedad” (impartidas por el profesor[1] Luis Henríquez) y de Matemáticas (impartidas por el profesor Raúl Liborio), comencé a recorrer de lado a lado, y por todos sus rincones, el campus universitario.

Era un recorrido físico, obviamente. Pero, lo que no era obvio para mí, era que también se trataba de un recorrido emocional. Sin que yo fuera consciente de ello, estaba haciendo de esos jardines, zonas verdes, bosques, aulas y pasillos parte de mi sensibilidad, de mis afectos y de un modo de ver la realidad que estaba fraguándose al calor de los planteamientos de una universidad “para el cambio social” hechos por el profesor Henríquez. Quitando a la palabra enamorarse la connotación cursi que arrastra, en esos primeros días y semanas de 1983 me enamoré de la UCA y comencé a hacer míos los principios que la sostenían.

Lo anterior no era irrelevante en mis opciones y preferencias de esos momentos. Entre los 18 y 19 años me politicé, con fuertes acentos dogmáticos, identificándome con posturas radicales de izquierda. De seguir una carrera universitaria, la Universidad Nacional de El Salvador (UES) era el camino natural, tanto por razones ideológicas como por limitaciones económicas. Mis amigos más cercanos –algunos de ellos exprofesores míos en séptimo, octavo, noveno y primero de bachillerato— estudiaban en la UES. Muchas de las lecturas que hacía, al margen de lo que me ponían a leer en las materias oficiales, eran libros pirateados o separatas para las clases de sociología o psicología de la UES o libros que me recomendaban, prestaban o regalaban mis amigos (entre sus mejores recomendaciones, prestamos o regalos había libros de Alexander Luria, Lev Vygotski, Iván Séchenov, Alexander Oparin, Iván Pavlov y Alberto Merani).

En fin, hacia 1979, no se me cruzaba en la mente otro propósito, una vez que saliera de bachiller, que matricularme en la Universidad Nacional. Pero los años siguientes cambiaron mis planes. En junio de 1980 la universidad fue intervenida militarmente y 1981 se inició formalmente la guerra civil —esa es la denominación precisa, y no conflicto armado—, con lo cual el país pasaría a vivir unos de sus periodos históricos más dramáticos. Algo que me impactó fue el desconcierto y frustración de mis amigos universitarios ante el cierre de la UES. Los vi desorientados y atrapados en una especie de sinsentido vital que me conmovía. Algunos de ellos se vincularon a estructuras armadas de izquierda, otros buscaron opciones en universidades como la Politécnica (fundada en 1979) o la UCA y unos terceros se quedaron en el aire, sin saber qué hacer. En algún momento, comenzó a cobrar vida la llamada “universidad en el exilio”, es decir, el funcionamiento de la UES en locales alquilados en los cuales se trataba de mantener, con enormes dificultades, las actividades docentes. 

En 1982, cuando terminé mi bachillerato, estudiar en la UES, dado que se encontraba en el “exilio”, era sumamente complicado, comenzando con los trámites de ingreso que no se sabía bien cómo y en dónde hacerlos. Así fue como apareció en mi horizonte la opción UCA que, no se me ocultaba, era una universidad en la cual tendría que pagar mensualmente una cuota que no estaba seguro de tener mes a mes. Desde este punto de vista, al hacer el examen de admisión, lo que hice fue una apuesta del tipo “a ver qué sigue y ahí decidiré”. Lo mismo fue cuando me matriculé en el curso de nuevo ingreso y en los primeros dos años de estudio.

Pero, por otro lado, la opción UCA no fue elegida a ciegas: ya había leído artículos de intelectuales suyos en ECA (de Segundo Montes y de Ignacio Martín-Baró). Además de Martín-Baró había leído sus estudios introductorios a Problemas de psicología social en América Latina (1978) y a Psicología, ciencia y conciencia (1977). Y de Jon Sobrino había leído, aunque no entendido, su Jesús en América Latina (1982). Sabía que era una universidad de primer nivel y que, si quería una educación de calidad –que me permitiera ser un educador la manera de Paulo Freire o un científico como Luria o Alberto Merani—, ahí era donde tenía que ir. Con Eugenio “Geño” González –compañero y amigo desde el bachillerato— decidimos probar suerte en la UCA; y logramos entrar, él a Ingeniería y yo a Psicología.

Como dije, ya desde mis primeros días en la UCA nació un sentimiento de apego y afecto hacia esa casa de estudios. Ya desde esas primeras semanas quise saberlo todo de la institución, su historia, su estructura, la filosofía que la animaba. Las sesiones dedicadas a “Universidad y sociedad”, junto con el texto de apoyo del mismo nombre, me emocionaron y vincularon emocionalmente, y no sólo conceptualmente, a la UCA. Ni se me cruzaba por la mente la idea de que los siguientes 25 años de mi historia personal se tejerían desde mi vínculo con la universidad. Ahí conocí, en 1983, a Ana Delma, mi amiga y compañera de estudios, quien se convertiría en la mamá de mis hijos, Oscar Arnulfo y Luis Rubén, y con quien conviví 30 años.

Pese a que me matriculé en la carrera de Psicología, casi desde el principio –dado el conductismo de algunas de asignaturas de los primeros años— me sentí defraudado, así que en 1984 (o inicios 1985) decidí cambiarme a Filosofía, animado por la querida profesora Crista Béneke. No fue mala decisión, pues la reflexión filosófica (y dado lo cómodo que siento con lo sistemático) no se me hizo inaccesible, además de encontrarme en un ambiente en el cual la figura dominante era el P. Ignacio Ellacuría. Me sentí acogido y estimulado por el círculo de profesores y estudiantes de filosofía; y decidí que mis esfuerzos no irían encaminados a la metafísica, sino a la filosofía social, la filosofía política y la filosofía del conocimiento.

A finales de octubre de 1986, justo en el contexto del terremoto del 10 de ese mes, recibí una carta que me enviaba el P. Ellacuría. En ella, me ofrecía un empleo como “Documentalista” en el Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI), de la UCA. En caso de aceptar, decía la nota, debía iniciar el 1 de noviembre. Era una carta cálida, de una hondura humana extraordinaria, que cambiaría absolutamente mi vida. Tengo mil motivos para honrar la memoria de Ellacuría y entre esos motivos está el agradecimiento por el trato digno que recibí de él en esta carta.

Dejé de trabajar en la UCA en junio de 2008, o sea, 22 años después. Se trata de dos décadas en las que alcancé niveles extraordinarios de felicidad –ver crecer a mis dos hijos, las cenas de cumpleaños de Ellacu, la asignación de mi primera asignatura (Filosofía para economía), mi aceptación como becario en México— junto con niveles extraordinarios de tristeza –el asesinato de Ellacuría, Amando, Montes, Martín Baró, Juan Ramón, Joaquín López y López, Elba y Celina, la muerte de profesores y amigos queridos (Crista Béneke, Jon Cortina, Francisco J. Ibisate, Carlos Cerna), mi salida de la UCA—,  pero que, en lo bueno y en lo malo, contribuyeron a la forja de la persona que he llegado a ser a mis 62 años.

La persona que he llegado a ser debe más de lo que puedo suponer a las amistades entrañables que cultivé desde que buscaba mi aula en aquel enero de 1983 hasta mi salida de la UCA en junio de 2008. Debe, de una manera que me es imposible calcular, a los profesores que acompañaron con sabiduría y paciencia mi formación; algunos ya partieron hacia la otra orilla (tal como la llama el poeta Octavio Paz) y otros todavía están con nosotros, como baluartes de los afanes humanos por saber más y más de la realidad.

Me siento honrado de haber sido parte de esa comunidad universitaria que fue la UCA de las décadas de los años ochenta, noventa y dos mil. Aprendí, entre otras cosas, no sólo que, en el plano personal, el cultivo del conocimiento es algo que sólo termina cuando damos el último suspiro, sino que el conocimiento humaniza, pero que eso suceda no debe dar la espalda a la realidad, con sus conflictos y contradicciones. O sea, el conocimiento (científico, filosófico, tecnológico, religioso, literario) puede ser usado con fines humanizadores o no humanizadores, lo cual depende de decisiones políticas, sociales o económicas. También aprendí dos asuntos más: la primera, que los seres humanos no somos dioses y que, en ese sentido, somos falibles; que se debe desconfiar de quienes se creen dioses, porque los más probable es que cometan abusos sin límites. Y la segunda: que lo más importante en las decisiones que se toman deben las personas y su dignidad, siendo este un criterio para juzgar a políticos, gobernantes, empresarios o líderes religiosos.          

San Salvador, 2 de noviembre de 2023


[1] Digo profesor en el sentido “profesor universitario”, no profesor como grado académico.

Fotografía: jesuitas.lat

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