Por: Luis Armando González. 21/02/2024
No es inusual que, en películas en cuya trama se incluye un juicio en el que a un jurado le toca deliberar sobre la culpabilidad o inocencia de un acusado, de boca del juez salga la siguiente recomendación para los integrantes del jurado: “de existir una duda razonable, no deben declarar culpable al acusado”. Ante de llegar al momento en el cual el jurado pronuncia su veredicto, sus integrantes no sólo deben escuchar a las partes, sino sopesar y valorar las pruebas aportadas por ellas. Argumentos y pruebas son el asidero desde el cual aquél llegará a su conclusión, pues su veredicto es eso.
Y, según lo recomienda el juez, ese veredicto –esa conclusión—no puede ser condenatoria si en la mente de los jurados se ha incubado una duda razonable sobre la culpabilidad del acusado. Es claro que esa duda razonable sólo puede deberse, en lo fundamental, a los desaciertos de la parte acusadora en la presentación de las pruebas incriminatorias. A mayores fallas en el rubro de las evidencias destinadas a probar que alguien ha cometido un delito, mayor florecimiento de la duda razonable sobre su culpabilidad.
El criterio de la duda razonable, usado en los tribunales, puede convertirse en una suerte de “principio” más general que puede formularse así: “cada vez que se presenten resultados conclusivos (o finales) sobre un proceso, cabe la duda razonable sobre esos resultados si se han dado fallas y desaciertos en los procedimientos y el tratamiento de la información que debe respaldarlos”.
Este principio puede ser de gran utilidad en ambientes como los actuales, en los cuales se ofrecen a las personas resultados o conclusiones –que se espera que ellas acepten—, pero sin mostrarles los procedimientos o evidencias que supuestamente respaldan determinados resultados o determinada conclusión. O, en otras situaciones, los procedimientos y evidencia mostrados son anómalos y, por tanto, insuficientes para aceptar el resultado o conclusión sugerida, pese a lo cual se induce a las personas a que acepten el uno o la otra, es decir, que den un veredicto favorable al resultado o conclusión propuestas.
¿Puede esto aplicar a la política? Por supuesto que sí, en concreto a un proceso electoral, cuyos resultados pueden ser sometidos al principio de la duda razonable. ¿Cuándo? Cuando, por ejemplo, los procedimientos, en el registro y manejo de la información sobre la votación, adolecen de fallas extraordinarias en lo técnico, lo organizativo o lo logístico. O, en otro ejemplo, cuando el conteo de votos muestra vicios debido a manoseos en las mesas que lo llevan a cabo o las mesas están sometidas a presiones de personas o grupos ajenos al escrutinio. O cuando los ciudadanos son inducidos a votar, en las mesas de votación, por uno u otro partido o por un candidato. O cuando el sistema electoral ha sido vulnerado por un sector político que ha tratado de amoldarlo a sus intereses. La lista de ejemplos se puede extender, pero los anotados son suficientes para dar legitimidad, y hacer necesaria, la duda razonable sobre los resultados de un proceso electoral con esas características.
¿Tiene cabida la duda razonable en el recién finalizado proceso electoral salvadoreño dedicado a la elección de presidente y diputados? Sólo si se quiere dar la espalda a la realidad, se puede decir que no. Y es que, dados todos los desaciertos, fallas técnicas, organizativas y logísticas, presiones (“matonería”, se escucha decir en algunos ambientes), desorden y manoseos de actas y votos, entre otras linduras, es imposible aceptar, sin que exista una duda razonable, el veredicto que ofrecen los resultados de las elecciones. O sea, los resultados oficiales de las elecciones es lo que hay, guste o no. Pero los mismos no están exentos, y así quedarán en la historia política de este paisito trágico cómico, de la duda razonable, esa que hace que cualquier persona sensata se quede, para sí, con la pregunta por cuáles fueron los votos reales obtenidos por los contendientes. Quizás nunca se sepa, sobre todo ahora que los registros electrónicos pueden ser alterados o borrados, siempre que se tengan los recursos y habilidades para hacerlo. En “tiempos de conciliación”, cuando los registros en papel era lo que se imponía, desaparecer cajas con actas de una votación tenía sus complicaciones.
Pero bien, ante tantas fallas y desaciertos, es inevitable no buscar un responsable. Y las miradas se dirigen, como no podría ser de otro modo, al Tribunal Supremo Electoral (TSE). Hay una especie de consenso al respecto, y lo que se debate en algunos círculos es qué tan duras o qué tan suaves y matizadas deben ser las criticas a la máxima autoridad electoral. Visto el tema de una manera más global, la cuestión no es la dureza o suavidad de la crítica al TSE. Tampoco se trata de debatir sobre su responsabilidad en las graves anomalías de la elección para la presidencia y la Asamblea Legislativa, pues esa responsabilidad –se señale esto con suavidad o con dureza—existe.
La pregunta de rigor es la siguiente: ¿por qué una institución con una trayectoria casi impecable en el manejo de varias elecciones presidenciales y legislativas cometió fallas inauditas (técnicas, de organización, de control, logísticas y de pérdida de autoridad)? A quienes se prefieren quedarse sólo con el recuento de las fallas que marcaron las elecciones (sea una lista larga o una lista corta) durante el día de la votación (a nivel local y en el extranjero), después del cierre de los centros de votación y durante las dos semanas de escrutinio de votos, posiblemente les parezca inútil preguntarse por el (o los) por qué de lo sucedido.
Pero sin tener una idea realista de esos por qué, será imposible diseñar las soluciones más pertinentes en orden a que lo sucedido no se repita. Es decir, hay que explicar lo sucedido y no sólo describirlo. La descripción de un problema o un conjunto de problemas, por muy completa que sea, no basta para proponer soluciones (o recomendaciones). Lo razonable es identificar los factores que generaron ese problema o esos problemas, pues son esos factores los que deben ser atacados o alterados para que el problema o los problemas se solucionen o sean menos graves.
De ahí que no sea absurdo o ilógico preguntarse por los factores que explican (o podrían explicar) los desaciertos y las fallas del TSE en la primera fase del proceso electoral salvadoreño en este 2024. A lo mejor sea útil intentar, primero, identificar –en las fallas y desaciertos— aquellos que se debieron en exclusiva al TSE; y segundo, aquellos que, aunque tuvieron como agente inmediato al TSE, fueron causados o inducidos por otros agentes de mayor peso. Quizás sirva de ayuda en el análisis de lo que se acaba de anotar la película de Pedro Almodóvar Carne trémula (1997). He aquí un resumen de una parte de esta estupenda película:
Su contexto es la transición de España del franquismo a los primeros años de la democracia. El nacimiento de Víctor en un autobús marca el inicio de la trama. Este, siendo joven, se enamora de Elena, quien lo desprecia, luego de haber tenido un encuentro fugaz (de tipo sexual) con él. Víctor se cuela en el departamento de Elena para pedirle explicaciones sobre su comportamiento y discuten. Un disparo accidental hace que una vecina llame a la policía. Sancho y David, dos agentes, se hacen presentes en la escena. El primero, con varios tragos de alcohol en su cuerpo, se muestra agresivo en contra de Víctor que, con la llegada de los dos agentes, se amedrenta y no suelta el revolver que tiene en su poder; el segundo, trata de calmar los ánimos. Sancho se lanza sobre Víctor y ambos caen al suelo. Del revolver que ambos se disputan sale un disparo que da en la espalda de David, quien termina con una parálisis en sus extremidades inferiores. Deja la policía, se casa con Elena y se convierte en estrella de basketball en silla de ruedas. Víctor es condenado a purgar una pena en la cárcel. Sancho, amargado y alcohólico, continua en lo siempre: maltratar a Clara, su esposa. Al salir de la cárcel, Víctor tiene la firme intención de conquistar a Elena, pero quiere hacerlo como un experto en dar placer sexual. Casualmente conoce a Clara, quien se muestra dispuesta a ayudarlo. Víctor entra en contacto con Elena; David se entera y lo encara, manifestándole que no permitirá que le arrebate a Elena y culpándolo de la condición en la que se encuentra. Víctor lo derriba de la silla de ruedas y toma una pistola de juguete que, con fuerza, pone en manos de aquél. Lo hace colocar su dedo en el gatillo, encima de su dedo pone el suyo y lo presiona para que dispare. Enseguida le aclara que si bien es cierto que aquel día fatal él tenía el arma en su mano y su dedo estaba en el gatillo, quien presionó su dedo fue Sancho, siendo éste el que en realidad le había disparado, en venganza porque (David) había tenido un amorío con Clara.
La trama de Carne trémula sigue, pero es este último aspecto el que sirve para uno de los propósitos de estas reflexiones. Y es el de sembrar la inquietud de preguntarse, siempre que sucede algo trágico, desagradable o condenable, por los Sanchos que presionaron el dedo de otros para apretar el gatillo. Estos otros sí tuvieron su dedo en el gatillo y señalarlo no es decir una mentira; pero, si se quiere impedir que se produzcan más disparos, es el dedo de los Sanchos el que debe ser alejado de la pistola.
San Salvador, 20 de febrero de 2024
Fotografía: Google