Por: Sam Gindin. 21/07/2021
Este texto es una reseña de “Persistent Inequalities: Wage Disparity Under Capitalist Competition”, de Howard Botwinick (Haymarket Books, 2018).
La clase obrera en el capitalismo no es una clase coherente, sino una clase fragmentada –una amalgama de individuos intentando sobrevivir–. Será necesaria la política para cambiarlo.
¿Por qué ha sido tan difícil para los trabajadores – la clase mayoritaria en el capitalismo e indispensable para su funcionamiento – unirse y desafiar al sistema que los explota?
En 1993, Howard Botwinick, un activista laboral de larga trayectoria, exploró un aspecto crucial sobre esta pregunta en el recientemente reimpreso Persistent Inequalities: Wage Disparity Under Capitalist Competition. Miró más allá de las desigualdades entre capital y trabajadores y argumentó que las persistentes desigualdades dentro de la clase obrera eran también “escollos clave en el desarrollo de un movimiento obrero en los Estados Unidos.”
Enfrentarse a esto significó darle la vuelta a la opinión popular sobre la relación histórica entre la competición y la monopolización. En vez de la trayectoria capitalista que socavaba la competición y la substituía por monopolización, Botwinick argumentó que la actual fase del capitalismo estaba caracterizada por una competición intensificada. Es esta competición capitalista la que principalmente estructura y reproduce la fragmentación de la clase obrera. Esto, junto con la presión de los trabajadores sin empleo desesperados por trabajar, enmarca una economía política de los mercados laborales capitalistas.
A medida que Botwinick llega a la conclusión de su detallado trabajo, entra en el diálogo de un dilema de nuestra actualidad. “¿Cómo”, se pregunta, “reconstruimos tanto a la izquierda como al movimiento obrero para que puedan trabajar en tándem para reconstruir esos [sindicatos militantes] y otras instituciones de clase que finalmente nos permitan reagruparnos para superar definitivamente el capitalismo?”
Para muchos activistas, centrarse en la “economía política de los mercados laborales” parecería un duro y técnico sendero. Pero, como apuntó Karl Marx sobre la izquierda radical de su tiempo, este tipo de sensibilidades pueden ser debilitantes. Un corolario indispensable de la acción revolucionaria, como Marx escribió en su prefacio a la edición de 1872 del Capital, era el estudio duro, señalando concretamente que “No hay un camino fácil a la ciencia y sólo aquellos que no sucumben a la fatigosa escalada de su empinado sendero tienen una posibilidad de coronar sus luminosas cumbres.”
Más allá del mercado dual
Los socialistas han afirmado durante largo tiempo que no había grandes misterios en las desigualdades del mercado laboral. Es el desigual desarrollo del capitalismo el que lleva a dos mercados laborales diferenciados. El mercado primario está formado por trabajos relativamente estables que requieren más educación y entrenamiento y ofrecen una mayor remuneración y mejores condiciones laborales. Este tendería a estar asociado a grandes empresas intensivas en capital con poder de monopolio y cierto nivel de sindicación.
El mercado secundario – con su sobrerrepresentación femenina y de minorías raciales – consiste en precarios trabajos a tiempo parcial realizados por trabajadores relativamente poco cualificados que se enfrentan a condiciones opresivas y a menudo tienen otro trabajo de las mismas características. Se suele dar en empresas más pequeñas, intensivas en trabajo y muy competitivas que están, en general, libres de sindicatos.
No parecería muy necesario entrar a analizar mucho más en detalle. Pero Botwinick insiste que, sea cual sea la validez de esas narrativas, tienen serias deficiencias. Las corporaciones normalmente nombradas “monopolios”, como Amazon o Walmart, no necesariamente pagan mayores salarios. Y algunos sectores con pequeñas empresas muy competitivas, como el de la construcción, la estiba y, durante algún tiempo, la industria textil, tienen salarios por encima de la media.
Esta aparente anomalía tampoco se explicaría por la ausencia de sindicatos. Incluso los monopolios con sindicatos no parece que encajen en el esquema antes descrito. Los salarios de los trabajadores de la industria del automóvil, por ejemplo, no solamente se han estancado durante más de una década; ahora sus convenios colectivos incluyen a sisters and brothers[1] del sindicato a los que se les paga menos por el mismo trabajo realizado y son excluidos de los planes de pensiones de prestación definida.
En contra de los planteamientos de la teoría del mercado dual, no hay un muro que separe los peldaños superiores e inferiores del mercado laboral – aquellos que se encuentran en los peldaños superiores hoy podrían encontrarse en el mercado laboral secundario mañana. Las condiciones de la clase se describen mejor como gradaciones de una precariedad general de la clase obrera.
Lo que aquí se está tratando es algo mucho más complejo que un mercado laboral dual, defiende Botwinick, y la clave se encuentra en una mayor comprensión de dos características centrales del capitalismo: la competencia generalizada y los grupos de trabajadores desempleados.
Destrucción creativa
En un rompedor artículo de 1977 en la Cambridge Journal of Economics, Jim Clifton desafió la noción que se tenía del capitalismo temprano como caracterizado por una intensa competición, con una “monopolización” que solamente se habría dado posteriormente, a través de procesos de concentración (la expansión de las unidades de capital en tamaño) y de centralización (menos unidades de capital en cada sector). De hecho, Clifton afirmó, la cosa se dio al revés. La competición inicial fue en gran medida localizada y la competencia total entre empresas, sectores y regiones sólo se materializó con el posterior desarrollo del capitalismo.
El problema no era la realidad de la concentración y centralización del capital y la consiguiente creación de instituciones corporativas con gran poder económico, social y político. Botwinick denominó a estas corporaciones “capitales reguladores” por su influencia en las normas sectoriales de productividad, precios y salarios. Pero, al igual que Clifton, vio que este desarrollo intensificaba, en vez de erosionar, la competencia capitalista.
La competencia capitalista – la consecuencia de estructuras socioeconómicas que mueven al capital a innovar, a buscar condiciones más favorables para la acumulación e incrementar su parte del beneficio global – se basa en la fluidez y movilidad del capital, no en el número de empresas en una industria. A medida que las empresas crecen, también lo hacen sus capacidades técnicas, administrativas y financieras para reestructurar sus propias operaciones, entrar en otras industrias y expandirse geográficamente – esto es, para competir. La globalización universaliza esta competición. La financiarización, al estar relativamente desvinculada de raíces físicas, la ha acelerado aún más.
En las últimas décadas, las empresas han ido y venido a un ritmo acelerado. De las diez mayores empresas de los Estados Unidos que figuraban en Fortune en 1995, sólo una permanecía en 2020. Nombres que lideraban su campo hace no mucho tiempo – Blockbuster en el alquiler de vídeos, Compaq en la fabricación de ordenadores – se han ido, y otros antiguos gigantes como General Electric, General Motors y/e IBM han coqueteado con la quiebra.
A través de este proceso, los límites sectoriales se difuminaron. Las mayores empresas de la industria del aluminio competían con las grandes siderúrgicas para obtener componentes de automoción. La supremacía de Google en los motores de búsqueda y la de Facebook en las redes sociales no les impidió entablar una fuerte competencia por el dinero de la publicidad. IBM, Amazon y Microsoft pueden ser considerados “monopolios” en sus propias áreas principales, pero son duros competidores a la hora de establecer ventajas en la computación en nube.
Marx comprendió el proceso agresivo, interminable y en cambio constante de esta competencia: “la vieja lucha debe volver a empezar, y es tanto más violenta cuanto más poderosos son los medios de producción ya inventados”. De las múltiples implicaciones socioeconómicas e ideológicas de esta violencia, la que más preocupaba a Botwinick era su relación negativa con la formación de la clase obrera.
Dependencias asimétricas
El capitalismo hace que los trabajadores compitan entre sí. Pero lo que fragmenta especialmente a la clase obrera es la desigualdad del desarrollo capitalista en los lugares de trabajo y entre las regiones.
También hay una serie de circunstancias empresariales: los niveles de tecnología y de cualificación de los trabajadores; la intensidad de la mano de obra de la producción y los costes de una posible interrupción de ésta; los grupos de mano de obra disponibles; la proporción de trabajadores a tiempo parcial frente a los de tiempo completo; las especificidades del producto; la capacidad de resistencia de los trabajadores; y las decisiones empresariales sobre si esa resistencia exige una mayor agresividad o grados de acomodación.
Además, aunque los trabajadores comparten una experiencia común de explotación, su dependencia del éxito de su lugar de trabajo inclina a un buen número de ellos a identificarse con su empleador tanto o más que con otros trabajadores – aunque al mismo tiempo desprecien a su jefe. A esto se suman las ambigüedades sobre quién es el enemigo: el empresario que les exprime para obtener más beneficios, o las incesantes presiones de los nebulosos mercados que vinculan a trabajadores y empleadores en la exigencia de competir o morir.
Esta cuestión es importante porque la competencia lleva a muchas empresas a la desaparición. Esto, por supuesto, oculta una asimetría crucial. El hecho de que los capitalistas más eficaces sobrevivan y se hagan con el capital de los más débiles fortalece a los capitalistas como clase. Para los trabajadores, la competencia fragmenta la clase y socava su arma más importante, la solidaridad de clase, debilitando su potencial poder de clase.
Incorporar a los trabajadores del sector público en la ecuación añade divisiones internas en la clase obrera. Los trabajadores del sector privado pueden sentir resentimiento de los del público porque, al estar fuera de las presiones directas del mercado, suelen tener mayor seguridad y mejores condiciones laborales. Al fin y al cabo, son los impuestos de los trabajadores del sector privado, a menudo peor pagados, los que ayudan a pagar los salarios y las prestaciones del sector público.
La clase obrera que surge a partir de todo esto no es una clase coherente, sino fragmentada – una amalgama de trabajadores individualizados o divididos en subgrupos que tratan de sobrevivir. Aunque esto incluye la resistencia y contradicciones también para el capital, el desafío es cómo una clase tan moldeada y deformada por el capitalismo puede llegar a rehacerse a sí misma.
La opción pública
Una dimensión especial del impacto de la competencia en la fragmentación de la clase obrera y el desequilibrio de poder entre capital y trabajo es el “ejército industrial de reserva” de Marx. Estas reservas de mano de obra se reproducen sistemáticamente por medio de despidos tanto en los lugares de trabajo que se pierden en la carrera competitiva como en aquellos cuyo éxito está vinculado a las mejoras de productividad que sustituyen a los trabajadores a través de la maquinaria, la tecnología, la organización del trabajo y la aceleración de las operaciones.
Estos trabajadores, especialmente desesperados, reducen la presión sobre los empresarios que tienen que pujar por los trabajadores de otros puestos de trabajo y sirven de advertencia disciplinaria a todos los trabajadores de lo que les espera si se salen de la línea. Botwinick amplía el alcance del ejército de reserva más allá de los desempleados e incluye a los que siguen trabajando, pero en las condiciones más opresivas. Así, incluso cuando, el desempleo cae a mínimos históricos como en los Estados Unidos antes de la pandemia, la presión disciplinaria sobre los trabajadores permanece.
La persistencia de este peldaño inferior del mercado laboral se basa en que algunos trabajadores se encuentran en especial desventaja a la hora de competir por los puestos de trabajo, y especialmente en sectores del capital que encuentran su nicho competitivo en la “superexplotación” de este segmento de la mano de obra. El desproporcionado número de norteamericanos negros y latinos en estos puestos de trabajo ha llevado a exigir que se corrija este desequilibrio racista. Detener el racismo es un imperativo colectivo casi obvio en la izquierda, como fin en sí mismo y como algo fundamental para construir la unidad de clase. Sin embargo, Botwinick subraya que la cuestión principal es acabar con las condiciones reprobables para todos; no aspirar a que se distribuyan “de manera justa” entre los grupos raciales.
Los reclamos para aumentar el salario mínimo son claramente un paso hacia delante. Pero dado el extremo desequilibrio de poder existente, deja abierta la posibilidad de que los empresarios encuentren otras formas de rebajar las subidas de salarios concedidas: reducción de otros beneficios, aceleración, aún mayor, de procesos o simplemente ignorar la ley porque, a falta de sindicalización, estos trabajadores tienen poco poder para hacerla respetar. Es mucho mejor, argumenta Botwinick, ampliar la intención del salario mínimo – dar a todo el mundo acceso a las necesidades básicas – a necesidades mucho más amplias y a través de programas universales como la sanidad, el acceso a vivienda adecuada, el acceso a la educación, el cuidado de los niños, las pensiones y la seguridad comunitaria. Esto no sólo sería especialmente beneficioso para los más desfavorecidos, sino que también sentaría las bases estratégicas para construir el tipo de alianzas de clase que podrían realmente ganar programas como estos.
En este espíritu de garantizar lo esencial de la vida incluso dentro del capitalismo sigue otra exigencia: sustituir al capital como el “empleador de última instancia” por empleo garantizado por parte del Estado en puestos de trabajo que proporcionen productos o servicios socialmente útiles, que estén sindicados y que cumplan con las normas sociales y laborales. Esta propuesta, que se remonta al llamamiento de Martin Luther King en la Marcha de 1963 en Washington por el trabajo y la libertad y, aún más atrás, a la Employment Act de 1946, establecería un suelo en las condiciones de trabajo, obligando efectivamente incluso a los empleadores más inescrupulosos a igualar al menos estas condiciones para atraer a los trabajadores.
Perspectivas de clase
Uno de los muchos puntos fuertes de Persistent Inequalities es la visión ponderada de Botwinick respecto al sector más organizado de la clase obrera: los sindicatos. Botwinick valora plenamente su centralidad para el cambio en términos progresistas, pero no se esconde a la hora de examinar sus límites actuales.
Al abordar el impasse de la clase obrera, no es una respuesta convincente señalar a las corporaciones agresivas, los gobiernos hostiles, la reestructuración económica o la globalización. Todo esto fue un refuerzo, más que una causa, de la debilidad del trabajo; después de todo, fueron los límites preexistentes del movimiento sindical los que permitieron estos desarrollos. Como señala Botwinick, una vez que el movimiento se enfrentó a los ataques más duros, “la democracia participativa y la solidaridad de clase eran recuerdos lejanos, y ya no sabían cómo movilizar eficazmente a sus miembros”.
La compleja realidad es que, aunque los sindicatos surgen de la clase obrera, no son organizaciones de clase sino particularistas; representando a grupos específicos de trabajadores que se encuentran en el mismo lugar de trabajo. Durante las embriagadoras décadas de la posguerra, esto era un problema mucho menor – ya que los trabajadores podían conseguir logros por su cuenta que inspiraban otros logros en otros lugares. Pero esa época, en gran parte debido a su éxito y a la reacción del capital, hace tiempo que terminó.
No es que el capital haya escapado a sus contradicciones. Las mismas tácticas que el capital utilizó para reducir los costes han dado lugar a una mayor perturbación de las cadenas de suministro y las redes de distribución por parte de los trabajadores, y los trabajadores de la sanidad y la educación representan hoy el tipo de poder estratégico que tenían los trabajadores industriales en la década de 1930. Pero estas son sólo aperturas potenciales. Aprovecharlas exige un cambio radical – una transformación en los sindicatos – hacia perspectivas de clase. Es decir, no sólo buscar aliados entre otros trabajadores, sino abordar también otras dimensiones de la vida de los trabajadores y comprometerse con el desarrollo más profundo de los propios miembros de los sindicatos como condición para construir la clase.
Consideremos el hecho de que la organización inspirada en el atractivo de las cuotas o incluso la estrecha orientación a la autodefensa no ha revertido los lánguidos índices de densidad sindical. En los años 30, los United Mine Workers, reconociendo los peligros de estar aislados, enviaron a cientos de organizadores a organizar a los trabajadores del acero. Es ese espíritu de llevar a cabo una cruzada para construir la clase, empezando por sus propios miembros, y de superar el chovinismo intersindical haciendo lo impensable y cooperando entre sindicatos, lo que es tan esencial para conseguir avances espectaculares.
En la negociación en el sector público, hoy se reconoce generalmente que, para evitar el aislamiento, los sindicatos deben estar vinculados a un interés comunitario más amplio (que, de hecho, no son “otras” sino diferentes dimensiones de la vida de la clase obrera). Esto no puede limitarse a campañas de publicidad; significa reconsiderar las prioridades y estructuras de la negociación, la asignación de fondos sindicales, la naturaleza de la formación del personal y de los cuadros, y convencer a los miembros de que apoyen plenamente todas estas cosas – sin las cuales siempre existe el riesgo de un contragolpe.
Y en el sector privado, la aceptación generalizada tanto de los derechos de propiedad de las empresas como de la hipercompetitividad restringe poderosamente las mejoras para los trabajadores. Ningún sindicato, ni siquiera los sindicatos en su conjunto, pueden superar esta limitación sin una lucha política basada en una clara orientación de clase.
Más allá de la competencia
Al abordar la democracia restringida en el capitalismo, la izquierda generalmente plantea el poder del capital, pero rara vez aborda la naturaleza autoritaria de los mercados impulsados por la competencia capitalista – un contexto que Botwinick sitúa en el centro de su análisis.
Por ejemplo, a pesar de todas las contribuciones políticamente valiosas en los programas de Jeremy Corbyn y Bernie Sanders, ignoraron en gran medida la jaula de hierro de la competitividad. En su lugar, se centraron en que los representantes de los trabajadores obtuvieran puestos en los consejos de administración de las empresas y que los trabajadores participaran en la distribución de las acciones. A esto, añadieron la necesidad de romper los “monopolios” y los bancos de mayor tamaño – esto es, para aumentar la competencia.
A parte de malinterpretar las capas de poder en estas instituciones que los puestos minoritarios en los consejos de administración y las acciones de los trabajadores no superarán, la subestimación de las presiones del capitalismo para competir también minimiza las posibilidades de invertir radicalmente el rumbo de las empresas. Se corre el riesgo de que los trabajadores se integren en la visión del mundo de las empresas en lugar de desafiarlas. En cuanto a la reestructuración antimonopolio, históricamente ha amplificado las cargas e inseguridades de los trabajadores. Y el fraccionamiento de los bancos parece una receta para intensificar la competencia que hace poco por los trabajadores, mientras que probablemente aumentaría la inestabilidad económica global.
Cualquier estrategia de la clase obrera debe comenzar con la comprensión de que la “competitividad” no es un objetivo que los trabajadores compartan con el capital, sino más bien una restricción del mundo real que los trabajadores deben estirar y limitar como parte del avance hacia una sociedad que la sustituya por una planificación democrática para un uso social igualitario. Puesto que no podemos, por ahora, eliminar la competencia, y puesto que intentar regular los mercados que conservan los derechos de propiedad privada ha dado, en el mejor de los casos, resultados dispares, una alternativa estratégica para limitar el impacto debilitante de la competencia sería luchar por asegurar ciertos espacios dentro del capitalismo en los que los criterios no lucrativos y no mercantiles puedan tomar el control.
Consideremos la crisis medioambiental como ejemplo. Dado que para abordarla es necesario transformar todo lo relacionado con la forma en que trabajamos, viajamos y vivimos, se trata de un extenso terreno en el que podemos argumentar de forma creíble y popular que los intereses privados, que compiten por alcanzar sus propios y estrechos objetivos, no pueden estar por encima del alcance de la emergencia. Abordar el medio ambiente tiene que ser algo planificado, y la planificación requiere cierto control sobre lo que se va a organizar. Esto exige secundar las instalaciones de fabricación de los bienes materiales necesarios para la planificación medioambiental e implica la creación de instituciones que impidan el cierre de instalaciones potencialmente útiles pero no rentables desde el punto de vista privado y su reconversión a un uso social.
Junto a estas ampliaciones de los espacios que se sitúan fuera del nexo entre la competencia y el beneficio, también deberíamos profundizar en la desmercantilización de los espacios públicos que ya existen ostensiblemente al margen de la economía competitiva. La hegemonía de la economía privada limita los fondos a este sector, lo empuja a ser administrado en términos comerciales y mantiene a las corporaciones (y a los estados) constantemente hambrientos de privatizaciones como nuevas fuentes de acumulación. ¿No podríamos luchar para que estos servicios se convirtieran en modelos de administración democrática que beneficien tanto a los trabajadores implicados como a los que reciben los servicios, demostrando en el proceso que hay alternativas a la propiedad privada y que éstas deberían ampliarse?
Estos intentos de ir más allá de la competitividad son inseparables de la limitación del control disciplinario que los mercados financieros tienen sobre la economía. Aunque todavía no estamos en condiciones de socializar las finanzas, se han hecho llamamientos para que los bancos públicos no sólo se ocupen del medio ambiente, sino que reconstruyan las infraestructuras erosionadas. Pero para que esto también escape a la lógica dominante de la competencia, estos bancos no pueden ser llevados a competir con el resto del sistema financiero. Necesitarán un mandato social inequívoco y una fuente de financiación independiente para cumplirlo. Una fuente obvia de tal financiación sería una tasa sobre cada institución financiera; una devolución parcial de las riquezas que el público ha otorgado a estas instituciones.
Estas no son, en sí mismas, demandas revolucionarias. Más bien, pretenden aprovechar la importancia estratégica del énfasis de Botwinick sobre la centralidad de la competencia capitalista para limitar el avance de la clase obrera. Pretenden vincular las necesidades inmediatas con el cambio del contexto en el que tienen lugar las luchas de los trabajadores, y a través de ese proceso, proponen insinuaciones de una alternativa socialista.
La vieja lucha, vuelta a empezar
En su epílogo, Botwinick vuelve a su principal preocupación: superar la brecha material y cultural estructurada entre los trabajadores y construir una clase obrera confiada, coherente y solidaria con la capacidad analítica y estratégica para liderar la transformación de la sociedad. Sabe que los sindicatos son inadecuados para esta tarea, aunque, en el mejor de los casos, pueden adoptar una perspectiva de clase y educar a sus miembros sobre el funcionamiento del capitalismo, abriendo quizás las puertas a algunos debates sobre el socialismo.
Para ir más allá sería necesario un partido socialista, una organización centrada específicamente en la tarea de generar esa clase. Botwinick reconoce el estancamiento de la izquierda en este sentido; tal partido no puede ser simplemente “anunciado”. Sin embargo, la urgencia de la crisis medioambiental le ha convencido de la necesidad inmediata de una organización no especificada que pueda empezar a asumir los atributos de dicho partido.
Hay dos razones para secundar la insistencia de Botwinick. En primer lugar, a menos que los socialistas puedan penetrar en la clase obrera, con un pie dentro y otro fuera de los sindicatos, es difícil imaginar un renacimiento de los sindicatos como las instituciones enraizadas y orientadas a la clase que anhelamos. En segundo lugar, en el paso de la protesta a la política de las últimas décadas, y especialmente en el auge de Momentum y de los Socialistas Democráticos de América, se ha producido un emocionante revival de las ideas socialistas. Sin embargo, sin una organización de masas de la clase, estos logros serán efímeros.
No podemos elaborar una estrategia sin un profundo entendimiento de contra qué luchamos, y no podemos ganar sin la creación de una fuerza social y una agencia que lidere la lucha. Persistent Inequalitites no intenta explicarlo todo ni trazar el camino inequívoco hacia las “cumbres luminosas”. Pero para cualquiera que vea al capitalismo como el enemigo y crea que la clase obrera tiene un papel indispensable en la “fatigosa escalada” para acabar con él y construir algo nuevo, este impresionante libro lleno de matices ofrece pistas y perspectivas cruciales.
[1] Fórmula que se utiliza entre militantes de sindicatos anglosajones, parecida a “compañeros/as”.
Sam Gindin trabajó como investigador y economista de los sindicatos del automóvil canadienses. Veterano colaborador de Panitch, es coautor con él de The Making of Global Capitalism: The Political Economy of American Empire (Verso).
Fuente:https://jacobinmag.com/2021/06/working-class-revolt-competition-capitalism-exploitation
Traducción:Àlex Rosell
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Fotografía: Sin permiso