Por: Samuel Thrope. Viento Sur. 25/02/2017
En 2009, una pareja de la aldea de Tayibe, en el centro de Israel, se hallaba en medio de un agrio proceso de separación. Su matrimonio ya se había disuelto en acritud, pero había varias batallas judiciales en curso, cuando el marido acudió al tribunal islámico y solicitó un arbitraje. El recurso del marido a la ley islámica no fue reflejo de su devoción o de la de su mujer. Para la ciudadanía israelí de cualquier confesión, el divorcio, al igual que el propio matrimonio, están sujetos casi exclusivamente al ámbito de la ley y las instituciones religiosas. Cada comunidad religiosa reconocida –musulmana como esta pareja, pero también judía, drusa y las diversas denominaciones cristianas– tiene su propio sistema judicial autónomo que regula estas cuestiones relativas a la condición personal, de acuerdo con sus propias normas religiosas. Esta es la razón por la que en Israel no pueden casarse dos personas del mismo sexo o de distintas confesiones.
La desigualdad de género es inherente a los sistemas jurídicos religiosos; esta desigualdad se expresa en diferentes tradiciones de distintas maneras, pero es un rasgo común a todas. En la práctica, los tribunales religiosos de todas las denominaciones también son sistemáticamente más indulgentes con los hombres, en parte por el hecho de que las mujeres no pueden ser nombradas juezas ni desempeñar otras funciones en un juicio. Para muchas mujeres, la mera experiencia de vivir un juicio en un entorno masculino tan hostil puede ser a menudo degradante y vergonzosa.
El remedio concreto que buscaba el marido de Tayibe tiene una larga historia en la jurisprudencia islámica. En un arbitraje, el juez ordena a cada parte que nombre a un miembro de la familia u otra persona que negociará en su nombre para resolver los desacuerdos pendientes de la pareja. Si la conciliación resulta imposible, los árbitros pueden recomendar que el tribunal declare disuelto el matrimonio. Apenas se ha publicado información sobre la pareja en cuestión; incluso sus nombres permanecen ocultos por orden del tribunal. Sin embargo, algunos extremos están claros: la mujer es una luchadora. A sabiendas de las consecuencias de sus actos, informó al juez de que había elegido a una mujer para que la representara como árbitra.
El tribunal se mostró reacio. Los tribunales islámicos en Israel nunca habían permitido que una mujer fuera árbitra, pese a que las autoridades legales musulmanas están divididas en esta cuestión y en otras partes del mundo islámico (incluida la Autoridad Palestina) las mujeres pueden ejercer la función de juezas religiosas. Como era previsible, el tribunal rechazó la pretensión de la mujer, pero ella, decidida, no dio su brazo a torcer. Después de perder también el recurso, llevó su caso al Tribunal Supremo de Israel, y en una sentencia de 2013, la jueza Edna Arbel anuló el veto. Lejos de ajustarse estrictamente a la cuestión en litigio, Arbel aprovechó la sentencia para insistir en la centralidad de la igualdad de género en la legislación israelí y su aplicación incluso al sistema judicial religioso. “Los tribunales religiosos, al igual que todos los tribunales y autoridades del Estado”, escribió, “están sometidos a los principios básicos del sistema, incluido el principio de igualdad.”
Al margen de los nobles propósitos de la jueza Arbel, la victoria de la mujer en este caso es más la excepción que no la regla. Esto no solo es cierto en el sentido de que hay pocas instancias, dentro del sistema judicial religioso, en las que se vindican los derechos de las mujeres. Las ciudadanas árabes –muchas de las cuales me han dicho que prefieren los términos “palestinas” o “ciudadanas palestinas de Israel” en vez del que se usa comúnmente, “árabes israelíes”– se enfrentan a retos específicos que son diferentes incluso de los de las mujeres palestinas de Jerusalén, Cisjordania y Gaza. Estos retos rara vez despiertan el interés que merecen en la sociedad y las instituciones dominantes de Israel. O mejor dicho, no despiertan ningún interés en absoluto.
El libro The War on Women in Israel (La guerra contra las mujeres en Israel), de Elana Sztokman, es un ejemplo reciente, justamente, de este tipo de olvido. Sztokman, nacida en EE UU, ex directora ejecutiva de la Alianza Feminista Ortodoxa Judía y prominente escritora sobre temas relacionados con las mujeres judías, ha lanzado una feroz condena de la creciente discriminación de género y de las agresiones a mujeres en el Estado judío. Su libro se centra en la creciente influencia de ideologías radicalmente antifemeninas dentro de la comunidad ultraortodoxa judía, o haredí, y entre un público más amplio.
Sztokman sostiene que el Estado es cómplice de la expansión de estas ideologías. Aunque la decisión de mantener la práctica otomana de los tribunales religiosos separados cuando se fundó el Estado de Israel en 1948 fue en gran medida un favor que se hizo a la comunidad haredí, que en aquel entonces era muy reducida, Sztokman critica que los líderes actuales de Israel, en la mayoría laicos, se han confabulado con los elementos más radicales de la sociedad haredí a expensas de los derechos de las mujeres, sea por interés económico, por indiferencia o por cálculo político. “La idea de que una versión extrema del judaísmo, practicada por una pequeña minoría”, escribe en un pasaje típico, “puede llegar a considerarse suficientemente importante como para recibir el apoyo de toda la fuerza legal de un Estado aparentemente democrático –incluso en detrimento de la mayor parte de la ciudadanía– es realmente espantosa.”
Este planteamiento hace que el hecho de que las mujeres árabes no aparezcan mencionadas en The War on Women in Israel sea todavía más frustrante. Pese a su título inclusivo y su mensaje democrático, las mujeres israelíes cuyas dificultades relata Sztokman y las heroínas y activistas israelíes que ensalza son todas israelíes judías. “Mi interés primordial en este libro está en los problemas de las mujeres”, explica en una nota al pie de página, una de las referencias del libro a las palestinas. “No es que no me preocupe la discriminación que sufren los árabes o palestinos; lo que ocurre es que el conflicto palestino ya se estudia tan profusamente… y la cuestión de género, no.” De un plumazo, Sztokman expulsa a las mujeres árabes de la sociedad israelí, relegándolas al terreno separado del conflicto palestino.
Aida Touma-Sliman –51 años, dinámica y portadora de gafas, con su abundante cabellera salpicada de canas– es una feminista comprometida, fundadora de la influyente organización Mujeres Contra la Violencia y antigua editora del diario comunista Al-Ittihad. En una conferencia en la Universidad Hebrea de Jerusalén, celebrada antes de las elecciones israelíes del pasado mes de marzo, parecía estar en todas partes al mismo tiempo: en el escenario, saludando a quienes la agasajaban, contestando al teléfono y hablando con seguidoras más jóvenes, parando solo el tiempo suficiente para conceder una entrevista impecable a la televisión con la naturalidad de una política. Touma-Sliman es desde hace tiempo miembro y candidata perenne del partido socialista árabe-judío llamado en hebreo Hadash, y con la victoria sin precedentes del partido en las recientes elecciones, a las que se presentó formando parte del bloque árabe llamado Lista Conjunta, resultó elegida al parlamento por primera vez. Actualmente preside la Comisión sobre la Condición de las Mujeres e Igualdad de Género, siendo la primera mujer árabe que preside una comisión parlamentaria.
Cuando le comenté a Touma-Sliman la ausencia de las mujeres árabes en The War on Women in Israel, la avezada activista se limitó a reír. Las voces y perspectivas de las mujeres árabes, dijo, apenas se escuchan en el discurso público israelí. “Las mujeres árabes palestinas están en los márgenes de la sociedad israelí”, explicó. Para la mayoría de judíos israelíes, las mujeres “son ‘buenas árabes’ en la medida en que nos esforzamos al máximo por ser invisibles.” Utilizando una metáfora que he oído decir a otras activistas, Touma-Sliman dijo que las mujeres árabes están atrapadas en tres círculos de discriminación: junto con las mujeres israelíes, en la sociedad machista y militarista de Israel; junto con los hombres palestinos, formando arte de la minoría árabe del país, muchos de cuyos miembros siguen sintiéndose asediados a raíz de la violencia del verano pasado y del descarado racismo de derechas que acompañó a la campaña electoral; y como mujeres árabes dentro de la sociedad palestina conservadora y tradicional.
Pese a que las mujeres de distintas comunidades se ven afectadas de modo diferente por estas presiones –una urbanita educada de Haifa, por ejemplo, dispone de más recursos que una beduina del desierto de Negev–, los problemas a que se enfrentan todas las mujeres árabes se agravan en función de cómo interactúan estos tres círculos y se refuerzan mutuamente. Esto tal vez puede verse más claramente en el caso de la violencia contra las mujeres. Aunque las mujeres árabes no representan más que alrededor del 10 % de la población israelí, según los registros policiales el 25 % de las 71 mujeres asesinadas por sus parejas de 2009 a 2013 (el último año del que hay datos disponibles) eran árabes, al igual que alrededor del 15 % de las víctimas de casos de violencia domésticas en general.
Igual de alarmante es el hecho de que todos los años mujeres árabes mueren asesinadas por sus familias en lo que comúnmente se entiende por “crímenes de honor”. Sin embargo, estos casos de lo que las activistas llaman “feminicidio” no son simplemente una represalia por la vergüenza supuestamente infundida por la transgresión sexual de una hija o una hermana. Según investigaciones de Mujeres Contra la Violencia, también entra en juego la voluntad de reforzar la autoridad masculina. “A medida que las mujeres han ganado en movilidad y libertad de decisión, los hombres han sentido cada vez más una amenaza para su autoridad en la familia y de este modo han reforzado su control sobre la vida de las mujeres”, escribió Touma-Sliman en la colección “Honor: Crímenes, paradigmas y violencia contra las mujeres”, de 2005. Con estos crímenes, “los hombres intentan estabilizar un mundo cambiante recurriendo a la violencia contra las mujeres”.
Esta violencia se ve exacerbada por el sistema de justicia penal israelí. Activistas han informado de que hay investigaciones de feminicidios que se cierran a menudo por falta de pruebas, por mucho que los autores sean conocidos, o en las que los miembros de la familia declarados culpables salen con condenas mínimas. A las mujeres que acuden a la policía en busca de ayuda y protección, a menudo no se les hace caso o, peor aún, las entregan a notables de la comunidad que las devuelven a sus familias y al peligro. En al menos dos casos, en 1997 y 1998, activistas entregaron a la policía una lista de mujeres de la ciudad de Ramle que habían sido amenazadas por sus familias y temían denunciarlo por sí mismas. A pesar de las advertencias, algunas mujeres de esas mismas listas fueron asesinadas posteriormente.
Las activistas sostienen desde hace tiempo que detrás de estos fallos se oculta un motivo siniestro. El sistema judicial, denuncian, a menudo cierra casos en los que mujeres árabes han sido asesinadas por sus familiares, y lo hace por motivos políticos, amparándose en la excusa de la falta de pruebas suficientes. Es el hecho de que existe una discriminación que se solapa, en estas instancias y otras, el que convence a Touma-Sliman de que las feministas no deben concentrarse en un único terreno. “No creo que una lucha feminista pueda separar entre luchas, que yo pueda decir: quiero combatir la violencia contra las mujeres, pero no politizarla, no me hables de los colonos o del pueblo palestino”, dice. “Este no es el feminismo que conozco. El feminismo es un movimiento que no solo aspira a la liberación individual, sino también al cambio estructural para construir una sociedad más justa.”
La política israelí que describe Sztokman de control religioso sobre el matrimonio y el divorcio no apunta específicamente contra las musulmanas y las cristianas. Las limitaciones al divorcio en el judaísmo implican a menudo que las mujeres judías sufren tanto o más que aquellas. La ley rabínica estipula que un hombre tiene que entregar a su esposa un acta de divorcio –un guet– para que el matrimonio quede disuelto. Si el marido se niega a entregar el guet, la mujer queda en un limbo legal, a veces durante años, sin poder casarse otra vez. Sin embargo, en el caso de los tribunales religiosos, las mujeres árabes también se ven atrapadas entre círculos de discriminación que se solapan. “Las mujeres palestinas se ven condenadas al silencio cuando hablan del daño que causa la legislación familiar”, dice Shirin Batshon, de 36 años, una dinámica y lúcida abogada y activista feminista, originaria de la ciudad de Lod. “No solo por el Estado, sino también por la dirección política palestina.”
En 2013, Batshon escribió una carta abierta a Haneen Zoabi, que entonces era la única diputada árabe en la Knesset por el partido Balad, pidiéndole que promoviera la cuestión del matrimonio civil de los ciudadanos árabes de Israel, una cuestión que el Balad no había apoyado. En opinión de Batshon, esta falta de apoyo a la reforma del matrimonio y del divorcio no se debe a creencias religiosas o al tradicionalismo. “Parte del conservadurismo en este terreno tiene que ver con el hecho de que esta es una sociedad sometida al ataque permanente desde el exterior”, me dijo cuando me reuní con ella en su despacho en Haifa. “Necesita protegerse; es la psicología de una minoría que necesita proteger su tradición y su cultura.”
“Mire lo que ha ocurrido con los partidos árabes”, prosiguió Batshon, refiriéndose a la Lista Conjunta que estaba formándose en la época en que hablamos. “El Balad, que se autodefine como un partido laico y democrático, tiene que juntarse con el movimiento islámico. ¿Piensa usted que no van a pagar un precio? Si alguna vez hubo una posibilidad de que el Balad impulsara el matrimonio civil, hoy en día ya no la hay. ¿Quién tiene la culpa de que así sea? Entre otras razones, es el ataque a la minoría. Si tomamos el ejemplo de los árbitros, ¿Qué ocurrió?”, continuó Batshon, quien intervino en el caso para la organización feminista palestina Kayan. “El tribunal islámico no aceptó nombrar a una mujer. Ningún miembro de la dirección palestina tomó cartas en el asunto. ¿Qué tuvo que hacer esta mujer? Tuvo que recurrir al Estado, que también la discrimina en otros terrenos, y decirle: ‘Protegedme del tribunal islámico.’”
Durante décadas, las mujeres palestinas han sido postergadas en el mundo del trabajo. En 2014, según cifras oficiales, alrededor del 31 % de las mujeres palestinas en Israel tenían empleo, un porcentaje muy inferior al de cualquier otro sector de la sociedad israelí. Los estudios realizados demuestran al unísono que esta escasa proporción tiene poco que ver con una oposición conservadora o tradicional a que las mujeres trabajen fuera de casa; como ocurre con otros israelíes, el aumento del coste de la vida implica que para la mayoría de las familias palestinas, ingresar dos salarios es un imperativo económico.
Recientemente, el gobierno israelí ha empezado a impulsar el aumento del empleo en la comunidad árabe, y en particular entre las mujeres; la primera reunión del primer ministro Benjamin Netanyahu después de las elecciones con el cabeza de la Lista Conjunta, Ayman Odeh, el pasado mes de mayo, abordó entre otras cuestiones la del empleo. Aplicando programas desarrollados por el Comité Judío Estadounidense para la Distribución Conjunta y otras ONG internacionales, el gobierno trata de corregir la falta de inversiones en infraestructuras, cuidado de la infancia, educación y formación profesional en las comunidades árabes, que las activistas –y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) en un informe de 2010– han calificado de obstáculos a la integración de las mujeres el mercado de trabajo.
Nabila Espanioly, una de las feministas más conocidas de Israel, no alberga ninguna duda de que la inversión es crucial para el cambio social a favor de las mujeres árabes. Pero insiste en que esto solo es una parte de la historia. Espanioly, de 60 años, dirige el Centro Al Tufula, que tiene su sede en Nazaret. Solemne y pausada, esta psicóloga clínica formada en Alemania describe cómo Al Tufula pasó de ser el centro pedagógico original dentro de lo que comenzó como la primera guardería de Nazaret en 1989 –la planta baja del edificio todavía está ocupada por espacios de juego de colores brillantes y pequeñas barras de mono– a una organización polifacética que abarca todos los aspectos del empoderamiento de las mujeres. Al igual que Touma-Sliman, Espanioly también ha militado durante mucho tiempo en el partido Hadash. Estuvo a punto de entrar en la Knesset justo antes de la caída del anterior gobierno, pero fue superada por Touma-Sliman en las elecciones primarias para cubrir el segundo puesto en la lista del Hadash.
Para Espanioly, el principal obstáculo al empleo de las mujeres árabes es político: racismo institucionalizado contra los árabes en el mercado de trabajo, tanto por parte de las empresas como del gobierno. En vez de hablar de un techo de cristal que bloquea el ascenso profesional de las mujeres árabes, prefiere emplear la metáfora de una habitación precintada para denunciar la barrera infranqueable que a su juicio excluye a las mujeres árabes de la economía israelí en sentido amplio. Espanioly recuerda un estudio realizado al amparo del Foro de Planificación de la Política Económica del Instituto Israelí por la Democracia, y dirigido por Yosef Jabareen, profesor de la Technion, en el que se compara el mercado de trabajo de Israel con el de los países vecinos. Mientras que en otros países de la región la educación permite mejorar posiciones en el mercado de trabajo, no ocurre lo mismo con los ciudadanos árabes de Israel.
“Cuando ves que las mujeres saudíes son capaces de ejercer un empleo si mejora su educación”, explica Espanioly, “pero a las mujeres palestinas en Israel la educación no les sirve para entrar en el mercado de trabajo, tienes que preguntarte por qué. Y la respuesta es que la mayoría de los puestos de trabajo están en la economía judía. Y nosotras estamos conectadas con la economía judía. De modo que, si la economía judía no se abre a la mujer palestina, la educación tiene el efecto contrario.”
Me reuní con Rajaa Natour, poeta y activista originaria de la pequeña aldea de Qalansuwa, en el centro de Israel, en un café de moda de Jaffa, la histórica ciudad portuaria palestina que ahora está integrada en el área metropolitana de Tel Aviv. Natour, de 43 años, es poeta –su obra ha sido publicada recientemente en la antología bilingüe Two, editada en hebreo y árabe– y activista feminista y enseñante. Fuma sin cesar y habla rápido, más rápido que lo que uno podría imaginar de una poeta. Coordinadora del proyecto “Just Right” en nombre de la Coalición de Mujeres por la Paz, Natour dice que su familia, que es tradicional, es escéptica con su labor y sus compromisos políticos expresos. “Cada vez que publico algo en Facebook, me llaman y dicen: ‘¿Te has vuelto local? ¿Todavía no te han detenido?’”, me cuenta. “No me dicen que no creen en la labor que realizo, pero sé que no creen.”
Como destaca Natour, las activistas perturban intrínsecamente las expectativas culturales de las mujeres árabes, y esto genera conflictos con la familia y la sociedad. “El concepto de lo que tiene que ser una mujer palestina es muy concreto”, dice. Mientras que ir a estudiar a la universidad es aceptable, “al final, se espera que ella vuelva a la aldea. Esta es la narrativa. Cuando una mujer sigue este camino y luego decide vivir sola, lejos de la aldea o de la ciudad en que se crio, y dedicarse a alguna actividad política o ser activista, eso no es nada común.” Natour afirma que las feministas árabes están asediadas por todos los lados: la familia y la comunidad, por un lado, y el Estado y la mayoría judía por otro. Hasta las feministas judías, que se supone que son aliadas naturales, no participan en una lucha común con las mujeres árabes. Considera que parte del problema es estructural: cada organización de mujeres se preocupa por su propia población particular, creando una constelación feminista difusa que descarta la unidad del movimiento.
Pero para Natour es igual de importante el hecho de que el feminismo dominante en Israel está copado por judías asquenazíes, de origen europeo. Sus socias naturales, a su juicio, son las mujeres mizrajíes, descendientes de los judíos de Oriente Medio y de África del Norte, muchos de los cuales vinieron a Israel como refugiados en las décadas de 1950 y 1960. En los últimos años se ha visto renacer el interés por la identidad mizrají entre los israelíes, que se expresa tanto en la música y la cultura como en la política, y ha cobrado fuerza el debate sobre cómo los judíos mizrajíes estaban y siguen estando sometidos a la dominación asquenazí.
“¿Qué diálogo mantengo con mujeres asquenazíes realmente?”, pregunta Natour. “Por supuesto, como mujeres están oprimidas de la misma manera, pero si hablamos de diálogo político, prefiero trabajar con mujeres etíopes y mizrajíes, que están oprimidas de un modo similar, y que me comprenden cuando hablo de racismo, que cuando alguien habla en árabe en el autobús es como su estallara una bomba.” Y añade: “Participar en una lucha cooperativa no significa que adoptas mi postura. No te vuelves palestina. Sigues siendo una mujer judía que combate la ocupación porque también te oprime a ti. Estás en contra del racismo porque te oprime a ti, en contra de la desposesión porque te oprime a ti, y no solo a las palestinas.”
Fuente: http://vientosur.info/spip.php?article12216
Fotografía: Viento sur