Por: Jaume Claret. 23/02/2025
El ensayo no es un género fácil, asediado desde varios frentes y con un público nunca del todo definido. Con todo, hay sellos perseverantes en su apuesta, ya sea recuperando pasadas tradiciones como Anagrama con sus Nuevos cuadernos –algunos de ellos con versión en catalán, ya sea a través de la consolidación de proyectos editoriales como Arcadia –con ediciones simultáneas mayoritariamente en catalán y castellano—, ya sea abriendo nuevas perspectivas como las singulares colecciones de Fragmenta Editorial, o en proyectos con acento propio como la valenciana Barlin Libros, entre muchos otros.
El escritor e historiador (agitador y agitado) Andreu Navarra (Barcelona, 1981), colaborador también de Política&Prosa, ha presentado recientemente una vindicación y homenaje al género. Razón y demolición. El arte de escribir ensayos construye una historia genealógica donde la dupla formada por el francés Michel de Montaigne con sus Ensayos (traducidos por J. Ballod Brau, Acantilado, 2021) y por el holandés Baruch Spinoza con sus diferentes tratados –liderados por su Ética traducida por Vidal Peña García en Alianza, 2011)— constituye la base referencial. A partir de ellos, el omnívoro polígrafo barcelonés proyecta las referencias hasta el presente e incluye desde el filósofo José Luis Villacañas y el pedagogo Gregorio Luri a la también filósofa Marina Garcés y a la escritora Marta Rebón.
Más allá de ofrecerse como una guía de (buena) lectura, Razon y demolición es también una declaración de intenciones política. En palabras suyas: «El consumo de ensayo y la calidad democrática de un país están íntimamente relacionados». Sobre todo porque, según el propio Navarra, el ensayo constituye una fantástica herramienta de ataque y defensa contra pseudoverdades y pseudomentiras y en favor de la libertad: «La inteligencia es una capacidad relacionada con la demolición de las creencias que nos ahogan».

Con una larga experiencia como docente de Secundaria y Universidad, se ha convertido en un referente contra las cambiantes derivadas pedagógicas y tecnológicas en la educación tanto desde el sindicalismo como en diferentes plataformas escritas, en formato online y en volúmenes diversos como Devaluación continua (Tusquets, 2019) o Prohibido aprender (Anagrama, 2021). Esta preocupación también se filtra inevitablemente en esta nueva obra que, con mucha dureza, carga contra el desmontaje de las fortalezas de la tradición educativa en base a una mezcla de prejuicios maniqueos respecto de lo «viejo» y de fascinación acrítica hacia lo «nuevo».
Para Navarra, además, esta sustitución no es inocua ni inocente y lo ejemplifica con la lenta decadencia de la presencia de la lectura, tanto en su versión literaria como de vehículo del conocimiento. «La lectura es la enemiga principal de las burocracias […] Y por eso las burocracias occidentales actuales están intentando sustituir los sistemas educativos de las democracias por programas de gestión emocional. Las burocracias actuales están intentando cambiar el orden liberal por un neofeudalismo aún poco señalado y denunciado.»
El poder de la letra impresa
La alfabetización había sido históricamente una de las grandes reivindicaciones sociales, puesto que se entendía como la palanca imprescindible para pasar de la condición de súbdito a la de ciudadano. En época contemporánea y especialmente las fuerzas progresistas –pero no únicamente—, practicaron un culto continuado a la letra impresa. Ateneos populares, casas del pueblo, sindicatos y todo tipo de asociaciones, promovieron bibliotecas, crearon centros de lectura e, incluso, se atrevieron a lanzar sus propias publicaciones. Todo ello parecía hacer cierta aquella ocurrencia de que allá donde coincidían dos anarquistas, socialistas o comunistas, se fundaban tres diarios.

La historiadora y profesora de la Universidad Complutense, Ana Martínez Rus (Madrid, 1971), se ha especializado precisamente en la edad de plata de la edición y la lectura en España coincidiendo con la Segunda República Española y el posterior bibliocausto franquista (véase, por ejemplo, Edición y compromiso, Renacimiento, 2022 y Libros al fuego y lecturas prohibidas, CSIC, 2021, respectivamente). Esta ruptura entre dos concepciones de la cultura y el conocimiento se evidencia de forma dramática durante la guerra civil. Precisamente, en su reciente Artillería impresa (Comares, 2023) se explicita, de forma tan amena como brillante, cómo también el campo editorial fue terreno de enfrentamiento: «La producción editorial formó parte de las trincheras que separaron el país durante la guerra entre la España leal y la de los sublevados ya que las prensas se convirtieron en poderosos instrumentos de propaganda al servicio de la causa bélica».
Por un lado, la industria editorial se tuvo que adaptar a las respectivas retaguardias. Así, el control republicano sobre las grandes ciudades le otorgó un mayor número de sellos y talleres, pero el movimiento contrarrevolucionario también se cobró un peaje en el funcionamiento. Por su parte, los rebeldes se vieron obligados a crear sus propios centros editores. Estos alineamientos, de buen grado o forzados, marcarán los respectivos futuros de cada casa editorial y del panorama editorial español contemporáneo. Sin este corte radical no se entiende la extinción de todo un rico mundo de la impresión –rebrotado en parte en el exilio americano— y la aparición de toda una nueva galaxia vinculada en mayor o menor medida al nuevo régimen. También habrá algunos supervivientes que conectarán a ambos mundos como ahora Gustavo Gili (Irún, 1868-Barcelona, 1945), de quien Martínez Rus reconstruye las vicisitudes y subraya la profesionalidad y la pericia y, a la vez, la calidad humana y cívica.
Por otro, hallamos prioridades diferentes. Porque más allá de la voluntad propagandística y del control ideológico, la República querrá mantener su apuesta por la alfabetización y por la difusión de la cultura y los otros no. Sintéticamente, mientras que el rector de la Universidad de Zaragoza, Gonzalo Calamita, defendía que «el fuego purificador es la medida radical contra la materialidad del libro» a finales de 1936; la Sociedad de Naciones felicitaba al Ministerio republicano en 1937 por haber aumentado el presupuesto destinado a educación.
Las mil formas del ensayo
Una posible definición de este género podría vincular tres rasgos principales: una forma de expresión capaz en su mejor versión de presentarse como un arte, con un fuerte arraigo en la experiencia humana y con una innegociable voluntad de incidencia política. No es extraño, por lo tanto, que el estadounidense Richard Sennett (Chicago, 1943) haya elegido como subtítulo de su reciente El intérprete (traducido por Jesús Zulaika Goicoechea, Anagrama, 2024) esta tríada: Arte, vida, política. En él, y a partir de su pasado como músico y de la experiencia vital acumulada, analiza cómo las artes escénicas se han proyectado sobre el individuo y la sociedad.
Desde una mirada próxima a la historia cultural, pero sin olvidar nunca su compromiso con una determinada mirada política progresista y con una trayectoria previa como sociólogo y especialista en estudios urbanos, el libro nos advierte del peligro de caer en la representación vacía y en cierto aislamiento respecto de los proyectos colectivos. Para evitarlo nos hace falta conocimiento, pero sobre todo nos hace falta red, nos hace falta comunidad. Pese a que la «Ilustración creía que, cuando la gente tiene toda la información, seguro que exige acción», la realidad no siempre funciona de forma tan mecánica y prosaica. «Si los hechos son abrumadores, entonces una persona no puede hacer nada al respecto. No tiene recursos. Por lo tanto, niega lo que sabe». Y aquí se abre el camino hacia el fatalismo, la desmovilización o, peor todavía, se permite la entrada de las fuerzas destructoras de la civilidad. El ensayo se nos revela así como un género de primera necesidad.
Fuente: Política & Prosa 31 de enero de 2025
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Fotografía: Conversación sobre la historia. Andreu Navarra en 2019 (foto: Manolo García/Ara)