Por: Agustina Machiavello. 27/05/2025
La promesa reside en la palma de la mano, en la frialdad de un vidrio que se siente como una extensión de nuestros anhelos y temores. Pero esa huella digital que nos abre puertas virtuales, ¿no señala también la creciente distancia, la palpable ausencia de la calidez de una piel, de la certeza de una mirada con otro? En la aceleración de este presente, donde el lenguaje, la información y la tecnología dan forma a nuestra cotidianidad, aparece el semiocapitalismo como una posible clave para descifrar las nuevas formas de aislamiento.
En los tiempos de la peste nos encerramos en pantallas: espejos luminosos que devolvían rostros pixelados en una soledad compartida. La urgencia sanitaria estableció dinámicas tecnosociales en ese momento latentes, y ahora ineludibles. Hoy continuamos duelando como eran las cosas antes de la pandemia, y no incluir este aspecto en un análisis contextual es un error. En esa suspensión incierta se grabó la fragilidad de un mundo donde el contacto era riesgo. ¿Qué cicatrices invisibles dejó la virtualización de los afectos en nuestra manera de amar, desear, sentirnos parte de algo, o de dejar de ver el mundo como antes lo veíamos y por lo tanto a nosotros mismos?
Los términos sirven para intentar comprender un poco más lo que nos pasa. En ese sentido, el concepto de semiocapitalismo, introducido por Bifo Berardi, nos invita a observar cómo el capital se alimenta hoy de los signos que producimos y consumimos, de nuestra atención dispersa, de nuestra imaginación. Se trata de pensar el presente bajo un régimen en el que el capital ya no extrae valor únicamente del trabajo físico, sino también de nuestras emociones, afectos y lenguajes. Una economía de la información donde producimos subjetividad como parte del engranaje productivo. Pero, ¿cómo se experimenta esta economía en la intimidad de nuestros sueños, en la alquimia del encuentro con otro cuerpo, con otra alma? ¿Acaso la lógica implacable del neoliberalismo, con su culto a la competencia y al rendimiento individual, no siembra también una desconfianza sutil, un aislamiento en los vínculos que deberían nutrirnos?
Se nos vende la ilusión de una conexión sin fronteras, un diálogo constante a golpe de click. Sin embargo, la realidad nos deposita a menudo en burbujas algorítmicas dónde sólo resuena el eco de nuestras propias certezas. La diversidad se diluye, la otredad se vuelve sospechosa y todos nosotros perdemos tolerancia. Y en ese torrente de inmediatez y sobrecarga informativa, las palabras se vacían de peso, la reflexión se posterga, y el encuentro genuino con quien piensa diferente se vuelve una rareza. La verdad misma se licúa en un mar de signos maleables, donde la efectividad del impacto prima sobre la honestidad del contenido. Así, el tejido de un “nosotros” se deshilacha, dando paso a una atomización que el neoliberalismo celebra.
En esta sociedad del riesgo, donde cada uno carga con el peso de su propio destino, como lúcidamente señaló Ulrich Beck, la vulnerabilidad se vive en soledad, como una falla individual. Aparece el empresario de sí mismo del que nos habla Jorge Alemán que navega un mercado laboral virtualizado y precario, donde las plataformas, emblemas del semiocapitalismo, disfrazan nuevas formas de explotación con promesas de autonomía. ¿Cómo se construye un lazo sincero, una conexión profunda, cuando hasta nuestros afectos parecen estar atravesados por la lógica del intercambio y la rentabilidad?
Entonces, la huella digital que dejamos en el vasto territorio virtual, ¿no es un grito silencioso buscando llenar el vacío de una presencia real, de una mirada que nos reconozca más allá de lo sígnico, en nuestra carne? Tal vez no sea casual, esa tristeza sorda que muchas veces nos acompaña, esa sensación de que algo esencial se nos escurre entre los dedos. Podría ser esta la gran función de este teatro digital: distraernos de las estructuras de poder que, invisibles pero omnipresentes, dan forma a esta nueva forma de aislamiento, y que penetran en nuestro fuero mas intimo, mas humano, en el mundo de las sensibilidades.
La pérdida de referentes sólidos, la dificultad para encontrar un sentido trascendente en nuestras vidas, no es simplemente una consecuencia colateral de la modernidad. Podría argumentarse que forma parte de una estrategia, quizás no siempre consciente pero sí funcional al sistema. Un individuo desorientado, con sus lazos colectivos debilitados y su capacidad de crítica adormecida por la constante estimulación y la promesa de gratificación instantánea, es un sujeto menos propenso a cuestionar las estructuras de poder existentes. La sensación de sinsentido puede actuar como un anestésico, una niebla que nos impide ver con claridad las desigualdades y las formas de control que se perpetúan a través de estas nuevas lógicas tecnológicas.
El poder como sabemos en este contexto, ya no se ejerce principalmente a través de la coerción física o la prohibición explícita, sino de una manera más sutil: a través de la producción y circulación de significados que deforman nuestras subjetividades y nuestras percepciones de la realidad. El semiocapitalismo se convierte en una herramienta privilegiada para esta operación, inundándonos con un flujo constante de signos que priorizan el consumo individual, la competencia y la adaptación a un sistema que pareciera inevitable. En este torbellino de estímulos, las preguntas fundamentales sobre el sentido de la vida, la justicia social o el bienestar colectivo pueden quedar relegadas a un segundo plano, eclipsadas por la urgencia del último trending topic o la promesa vacía de la próxima compra en el hot sale.
La tristeza larvada, la desmoralización constante, pueden interpretarse no solo como estados anímicos individuales, sino también como síntomas de una sociedad que ha perdido ciertos anclajes colectivos, como malestares de época. Siendo de alguna manera utilizado para seguir abonando a una estructura que prefiere individuos preocupados por su propia supervivencia individual. La pérdida de sentido, también puede ser una forma de despolitización, un silenciamiento subyacente pero efectivo de las voces disidentes. Aunque es medular decir que esta lectura no agota la complejidad del presente. También asistimos a una crisis de las formas tradicionales de representación política -de las instituciones en general- y a una creciente dificultad para que las estructuras de poder convoquen y conecten con la realidad de las personas. La revolución tecnológica y el neoliberalismo ejercen una influencia innegable, pero la respuesta y la capacidad de organización social y política también están en un proceso de redefinición, buscando nuevas formas de articularse en este escenario cambiante.
La luz al final de este túnel no reside en una fe ciega en la tecnología o una demonización absoluta, sino en una cierta conciencia de cómo las estructuras de poder neoliberales se valen del semiocapitalismo para moldear nuestros vínculos y nuestra percepción del mundo. Pero también está en el encuentro. ¿Cómo construir puentes de conexión auténtica en este laberinto digital? ¿Cómo resistir a la lógica individualizante que nos debilita, pero también cómo revitalizar la capacidad de encuentro y organización en un contexto de crisis de las formas políticas tradicionales? Las preguntas resuenan, urgentes, entre nosotros.
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Fotografía: Revista resistencias