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La azotea.

por La Redacción agosto 1, 2020
agosto 1, 2020
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Por: Gerardo Tecé. ctxt. 01/08/2020

Gracias al confinamiento conozco este lugar mejor que la palma de mi mano. Se pueden dar 81 pasos en un gran rectángulo irregular si las condiciones de tendido de ropa de los vecinos son óptimas.

Poner la lavadora en el verano sevillano no es un deporte cualquiera. Son las diez de la mañana y, cuando subo a tender a la azotea, el agradable calorcillo a estas horas anuncia un infierno que viene de camino. Un infierno que llegará convirtiendo la amable azotea que sirvió de oasis en los meses de cuarentena en el árido y brutal desierto de Atacama. Subir a tender en el verano sevillano es un proceso que requiere de estudio previo y disciplina de gimnasta bielorrusa. Estudio previo porque el tiempo que se necesita para tender la ropa obliga a elegir horas en las que el termómetro esté aún tranquilo. Disciplina porque es obligatorio darle vuelta a cada una de las prendas para que, cuando el infierno que está al llegar llegue y el sol pegue sin piedad, no las destiña por la parte visible. Así que hay que sacar cada una de las unidades-ropa de la bolsa de forma individual y darles la vuelta haciendo que todos los vecinos vean el interior made in Bangladesh, descubriendo que, como ellos, tú también eres un explotador de menores. Tras cada prenda girada toca colocar la ropa en el alambre y sobre ella las pinzas situadas de tal forma que, cuando haya que subir en estado Atacama, los palillos, como algunos antiguos llaman por aquí a las pinzas, sean fáciles de retirar. La operación de girado de la prenda, confesión de la explotación y colocación a conciencia de la pinza, se repite tantas veces como unidades-ropa uno tenga que secar. El proceso de tendido es, de largo, más tedioso y duradero en el tiempo que el proceso de recogida. De ahí la importancia de efectuarlo en horas life-friendly.

Acabado el tendido, bajo a casa, enciendo la tele y me encuentro con un debate sobre los últimos datos del puto bicho. Parece que la cosa rebrota, rebrota y en nuestro culo podría volver a explotar si no nos lo tomamos en serio o si no cambiamos de modelo productivo. Lo segundo, a estas alturas, me parece más sencillo de lograr. Mientras escucho la tele respondo un par de correos y llamo a un amigo, que me cuenta lo bien que se está en la playa estos días, motivo por el cual le cuelgo el teléfono tras un par de insultos. No se le habla a alguien que está en Sevilla de la playa, igual que no se le habla a un calvo de peinados alocados. Toca salir a hacer la compra y voy a por carne al mercado. Tras un tiempo sin verlo, compruebo que el carnicero sigue manteniendo la teoría que desarrolló durante la cuarentena y que tanto molestaba al frutero que tenía en frente: este virus ha sido desarrollado en un laboratorio para quitar de en medio a viejos y enfermos. Cuando el frutero le responde –pero qué coño dices, Manuel– el carnicero pone sobre la mesa un dato definitivo e imposible de rebatir: pues qué casualidad que los que se mueren son viejos y enfermos. Ahí el frutero, atrapado en la disyuntiva de arrojarle un tomate de Los Palacios o callarse, decide callarse. Subo a casa y me pongo con la comida. Mucha lechuga de acompañamiento, que dicen que es buena para el infierno climático. Tras comer, el sueño del calor térmico unido al sueñecito de la digestión –el sueño de la digestión se llama sueñecito porque todo lo acabado en ito le quita sentimiento de culpa al asunto– dice hola qué tal, he venido a echar aquí la tarde contigo, se coloca a mi lado en el sofá y uno no es de piedra.

Abro un ojo y son las cinco de la tarde. De repente recuerdo que, hace ya como siglo y medio, había tendido la ropa en una amable azotea, a estas horas conocida como Atacama Brutal Experience. Han pasado siete horas de pleno sol y voy para arriba con las prisas e incertidumbre del bombero al que le llega un aviso de incendio, le suena la dirección y mientras se desliza por la barra cae en que es la de su casa. En el verano sevillano, a estas horas centrales de la tarde, uno sube a recoger la ropa no con la duda habitual de si se habrá terminado de secar o no, sino con el temor, más que fundado, a encontrarse los calzoncillos y camisetas ardiendo sobre el cordel. El imbécil tendió de diez de la mañana a cinco de la tarde y, claro, siete horas a 43 grados, pues imagínese, combustionó todo y el incendio se ha propagado por el resto del edificio, declara en mi cabeza ante las cámaras de Antena3 el vecino del primero, visiblemente molesto porque mis calcetines de rayas llenaron su salón de humo. Salgo del angustioso pensamiento y al empujar la puerta metálica que separa la escalera interior del edificio y la azotea mi miedo a salir en el telediario o, como mínimo, a salir de tiendas a por nueva ropa interior aumenta. La puerta de metal está casi incandescente. Abro y giro la esquina que lleva al tendedero de mi propiedad –que los alambres tengan dueño y no sean todos hijos del señor es algo que llevo sin entender desde la infancia– con la ansiedad del que espera ver aparecer su maleta en la cinta del aeropuerto. Por suerte, allí está todo, en el mismo estado material que lo dejé. Eso sí, el sol ha desteñido la escritura de la etiqueta made in Bangladesh convirtiéndola en made in Vaya Usted a Saber. La ropa está, pero también están los 43 grados de este verano sevillano, en el que cada esquina de una ciudad que no ha salido de un confinamiento sanitario para meterse en otro climático parece a estas horas el cuarto de máquinas de Churrería Los Calentitos. Así que hay que ser rápido.

Me beneficia el conocimiento del terreno. Gracias al confinamiento conozco esta azotea mejor que la palma de mi mano, o por lo menos, mejor que cualquiera de las azoteas de los muchos pisos por los que he pasado. En esta azotea se pueden dar 81 pasos en un gran rectángulo irregular si las condiciones de tendido de ropa de los vecinos son óptimas, si permiten recorrer el carril exterior sin obstáculos. El espíritu del destendido de ropa, a estas horas y en estas circunstancias de drama climático, no tiene nada que ver con las gimnastas bielorrusas, ni con estudio previo, ni con la madre que lo parió: el espíritu en estas circunstancias es correr como si la vida te fuera en ello. Con un tambor de lavadora de tamaño razonable, la llegada a Atacama, recogida y vuelta a un lugar seguro, es una operación que se puede llevar a cabo en menos de un minuto y medio si uno tiene, como es mi caso, entrenamiento de fuerza militar de élite en destendido a temperaturas extremas. Pinza fuera, agarra ropa, suelta ropa en bolsa, pinza al cesto. La operación de cuatro pasos, realizada de manera tan rápida que al ojo humano le cuesta percibirla, se realiza tantas veces como unidades-ropa uno haya tendido previamente. El número de unidades-ropa, a las cinco de la tarde y a 43 grados, siempre parecen demasiadas.

Bajo de Atacama a casa y, por contraste, ya no me parece tan urgente llamar al técnico para que arregle el aire acondicionado del salón. Somos animales que se alimentan de contrastes. Mientras me seco el sudor con una toalla –en todo deporte extremo se suda bastante– pienso en la azotea y en la cantidad de tiempo que me dedicaba a planear tardes de paseo en ella durante el confinamiento –¿habrá carril libre de ropa para caminar en el circuito grande?–. Pienso también en lo rápido que se me olvidó que la azotea existía cuando llegó aquella vacuna homeopática a la que llamamos nueva normalidad. Igual no tenemos remedio. Igual estamos configurados así. Igual necesitamos llenarnos de sensaciones, por muy malas que sean, para fijar nuestra atención en algo, para respetarlo, para no olvidar que cosas pequeñas pueden llegar a serlo todo. O igual es el calor, que me hace delirar.

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Fotografía: ctxt.

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