Por: Raúl Prada Alcoreza. 06/07/2023
Hablar de la crisis política es hablar de la imposibilidad misma de la política. Éste es el tema. Pregunta: ¿Cómo puede darse la política si es imposible? Aparece la política como proyecto imposible, como proyecto que se propone lo imposible, que hace posible lo imposible. En realidad, efectivamente, no se realiza lo imposible, sino que es una repetida propuesta no cumplida, una promesa buscada y no realizada. Habíamos dicho, recurriendo a Jacques Rancère, que la política es inmediatamente la democracia, que su ejercicio suspende los mecanismos de dominación, sin embargo, hay que anotar que esto es precisamente lo que no ocurre, no se suspenden los mecanismos de dominación, en consecuencia la política es un fracaso. Esta podría ser una conclusión, empero, la política como lucha contra las dominaciones, como ejercicio de la democracia radical, no renuncia a su lucha, es utópica. Al ser utópica busca lo que no se da en ninguna parte, en ningún lugar, no hay topos que la contenga. En ese sentido, la política es el arte del invención de lo que no existe. Más que promesa, pretende ser una creación.
Esta política, en el sentido pleno, por lo tanto, esta democracia radical, en consecuencia, democracia en el verdadero sentido de la palabra, como autogobierno, es lo que se hace, lo que acaece, cuando estalla la rebelión. La rebelión es eso, pide lo imposible, grita: ¡Seamos realistas pidamos lo imposible! La rebelión se rebela contra la realidad, también contra la historia, que es la forma más radical de rebelarse contra el poder.
Como dice Racière esta política, en sentido pleno de la palabra, no tiene que confundirse con la policía, en sentido amplio de la palabra, esa pretensión de la política como orden, como garantía del orden, entonces represión para mantener el orden. Por este camino se llega al terrorismo de Estado. El terrorismo de Estado tiene como enemigo a la rebelión, es su fantasma, al que teme, por eso actúa, de manera preventiva, contra este fantasma, contra todo lo que anuncia la llegada del fantasma de la rebelión. Peor aún, más teme a la revolución, que es la continuación de la rebelión, como realización, como culminación de la rebelión, en el acto de la destrucción del Estado, cuando demuele la fabulosa máquina de poder.
Entonces la política no es la policía, en el sentido de la organización de la represión, contra toda forma de rebelión, contra toda manifestación de la crítica. Sin embargo, es lo que más se practica a nombre de la política, pretendiendo que la política es esto, policía, más aún, pretendiendo que en política se realiza en la representación y la delegación, es decir, que en la política se transfiere la voluntad social y el conglomerado de voluntades singulares al representante, al delegado, quien se apropia de esta fuerza, la convierte en poder, en consecuencia, ejerce la dominación. En ese sentido la policía, disfrazada de política, asesina la posibilidad misma de la política, como proyección utópica, como apertura de invención de lo imposible, es decir, de creación por parte de la potencia social.
La impostura no se queda aquí, va más lejos, para cumplir con sus objetivos, muta, aparenta, quiere parecerce al fantasma que persigue la policía, al fantasma de la política, fantasma que atemoriza al Estado; por lo tanto, se convierte en demagogia, un tipo de policía que busca parecerse a la política, que promete al pueblo cumplir con la promesa, que no cumple, es más, que pronuncia promesas particulares, sencillas, que tampoco cumple. En este caso, ya no se trata del proyecto utópico, de la utopía, sino de algo menor, de menor valía, de menor alcance, en otras palabras, de una comedia, que pretende sustituir a la utopía. Dicho de otra forma, se trata de un carnaval político, de una feria burlesca, donde policías disfrazados de políticos hacen como si fueran revolucionarios, sin embargo, restringen la revolución al tamaño de sus prejuicios, como conquista del poder, buscando sustituir su dominación por la anterior, la de los otros, los derrocados.
Estos “revolucionarios de pacotilla” son los que inventan la nueva forma de dominación, que es la que seduce a la gente, mediante el artificio de las apariencias, de las promesas cortas, de las alabanzas al pueblo, generando relaciones de dependencia. Se produce una forma bullanguera de paternalismo, que busca limitar lo popular a la condición de dependencia, quiere convertir al pueblo en un niño y mantenerlo como tal. Esta forma de policía, disfrazada de política, es la que ha generado las relaciones clientelares de dominación. Mediante la extensión de las relaciones clientelares, que no solamente son de dependencia, sino de chantaje, de seducción barata, prácticas edulcoradas que se convierten en corrupción y corrosión institucional. El político populista corrompe, de esta manera, no solamente mantiene la relación de dependencia, sino que convierte en cómplice a parte del pueblo. Mediante este artificio desaparece la voluntad de cambio del pueblo, desapareciendo el pueblo mismo de la escena, convertido en público, que aplaude a caudillos, incluso a algo menor que caudillos, a fantoches, a arlequines sin carisma.
Los otros policías disfrazados de políticos son aquellos que no recurren al disfraz de revolucionarios, sino que se presentan, de manera inmediata, como representantes del orden, de la institucionalidad del Estado de Derecho, sin hablar de aquellos más conservadores que se presentan como representantes de las “tradiciones”, sobre todo de la tradición de la casta gobernante conservadora y de la oligarquía nacional. Empero, los que abundan son los policías disfrazados de políticos llamados liberales, que de libertad sólo entienden la libertad del mercado y la libre empresa, reducen la libertad de expresión a la opinión. También odian la crítica, peor aún, la crítica deconstructiva, la que desmantela los discursos ideológicos. No aceptan la crítica, menos la rebelión, ésta es considerada una anomalía, una anormalidad, que debe ser detenida, judicializada y criminalizada. Para ellos la revolución es el apocalipsis.
Como se podrá ver, hay distintas formas de disfrazar la práctica policial como si fuese práctica política. El objetivo es hacer desaparecer la política, como tal, en sentido pleno de la palabra, hacer desaparecer la democracia, como tal, en sentido pleno de la palabra, como autogobierno. Entonces esta práctica de emulación corresponde a las predisposiciones conservadoras, que buscan evitar lo que temen, la crítica, la rebelión, peor aún, la revolución, mediante procedimientos de anticipación, que corresponden a la judicialización de la protesta, de la demanda y de la movilización. Sólo aceptan la actividad sumisa del aplauso de un pueblo convertido en público.
Ciertamente hay otros, que de manera directa, sin disimular, se presentan tal como son, no solamente como policías, no se disfrazan de políticos, sino quieren que les vean como tales, como lo que son, peor aún, quieren ser la monstruosidad misma de la represión. Éstos son los fundamentalistas, los que repiten la historia de los inquisidores. Éstos se presentan como los exterminadores del mal.
Tomando en cuenta estas figuras se constata la metamorfosis perversa de la decadencia. Ciertamente no son las únicas, pues hay más formas de policía y de sus perfiles variados, desde la relativa a los disfraces hasta la desnudez descarnada del poder, que es la violencia ejercida por el monopolio mismo del Estado, también por parte de estructuras paralelas del poder, que son aquellas vinculadas a las mafias. Se constata que estas formas no se mantienen estáticas, sino que se pueden combinar, generando composiciones comediantes y grotescas de todo tipo. Los populistas pueden convertirse, de manera abierta, en fundamentalistas. Encuentran el justificativo de su contradicción usando la excusa de que son los defensores de una “revolución” que nunca se dio, salvó en su imaginario delirante, salvo resumida a la conquista del poder por los impostores.
¿Cómo se mantiene esta comedia, en su forma proliferante, estas comedias, esta serie tragicocómica de ferias, donde la policía aparece como política? Sucedió antes, no necesariamente en la “época clásica” de la sustitución y de la impostura, sino particularmente en los periodos aciagos, cuando las rebeliones y revoluciones conmovieron al mundo, empero no lograron transformarlo, salvo como imitación. Los impostores se subieron a la cresta de la ola, a nombre de una revolución que ellos mismos aplastaron, para después dominar de manera represiva, adquiriendo un caracter fundamentalista. En el presente, cuando ha desaparecido la retórica de la ideología y sus pretensiones de “ciencia”, se recurre a un mecanismo más leve, más improvisado y frágil, pero efectivo, que son los medios de comunicación; se trata de la publicidad y la propaganda reiterada, repetida, recurrente, que termina ocupando las mentes, poblandolas de desinformación y de bagatelas. Es aquí donde los fantoches sustituyen a los antiguos mesías políticos y caudillos clásicos, los que se presentaban como padres de la revolución o como los grandes timoneles. Aparecen los caudillos de poca monta, los mesías de feria, los charlatanes folclóricos.
Se da lugar a la banalización generalizada del ejercicio del poder, de la práctica policial, disfrazada como práctica política. Esta trivialización generalizada deriva en las formas de la decadencia. En esta conversión, de policía en política, aparecen no solamente aquellos que se reclaman de “políticos”, sino incluso aquellos que no tienen esta ocupación, sino, mas bien, otras ocupaciones, más vinculadas a las ferias cotidianas. Comunicadores, comediantes de profesión, parlanchínes de todo tipo, hasta cantantes locales o gente de fama provisional, se convierten en “políticos”. No es difícil hacer esto, puesto que la práctica policial disfrazada de política no era otra cosa que una imitación, no era más que una impostura, entonces, resulta más fácil convencer, prometer, seducir a la gente, mediante otras ocupaciones, por medio del ejercicio de otras ocupaciones, ahora usadas, en plena decadencia, como prácticas “políticas”.
No sólo han ocurrido estos cambios, podríamos decir estas metamorfosis perversas, también se han dado otras parecidas a las de los fundamentalistas, pero de más corto alcance y de menores pretensiones, sin embargo, con una eficacia cruel. Resulta qué las mafias, estas organizaciones oscuras dedicaciones a los tráficos ilícitos, a su producción, distribución, circulación y consumo, al atravesar los mapas institucionales, sobretodo relativos al Estado y a la llamada política institucional, política en sentido restringido, se ven como obligados a hacerse “políticos”, si es que no pueden usar a los políticos para sus propios fines. Pero lo más grave de la cuestión no es ésta, sino su propio ejercicio de dominación perversa y cruel, cuando se da lugar su control territorial. Las mafias ejercen el terrorismo descarnado de estas formas paralelas del poder, estas organizaciones delincuenciales, llamadas en la jerga oficial, organizaciones del crimen, lo hacen de una manera fundamentalista. Ya no a nombre de la religión, ya no a nombre de la ideología, ya no a nombre del Estado, sino a nombre de algo sin nombre; este es el problema, el ejercicio del terrorismo criminal, efectuado de manera descarnada, de forma desnuda y sin nombre, con el objetivo de aterrorizar, dar miedo, para dominar, garantizando el flujo y el funcionamiento de los tráficos ilícitos.
Éste es el substrato de la crisis política, propiamente hablando, esta es la crisis política, en el sentido de su efectuación, como dijimos al principio. Lo otro, lo demás, los efectos de esta causa, son los fenómenos que aparecen en la superficie de los hechos, eventos y sucesos, que son los síntomas de esta crisis. Por ejemplo, se habla de crisis política cuando hay una crisis del partido gobernante, se habla de crisis política cuando hay crisis del Estado, en menor escala, de crisis de gobierno. Pero estos son síntomas en la superficie del acontecimiento. Sin embargo, es de esto de lo que más se ocupan los medios de comunicación, aunque no sólo, pues también se ocupan de lo mismo los analistas políticos y los propios políticos; es tema de conversación, como si ésta fuera la realidad efectiva de la crisis. Se arman discusiones y debates a propósito, en los espacios mediáticos, radiales y televisivos, incluso en los periódicos, estos son los escenarios de estas preocupaciones, que no dejan de ser banales. Incluso en los propios protagonistas de las divisiones partidaria se generan exacerbadas polémicas callejeras, pronunciaciones de una oralidad sin encanto, llena de improperios, señalando a sus anteriores compañeros partidarios como los más terribles enemigos. Esto no es otra cosa que parte de la decadencia, donde en plena nubosidad del incendio de la casa, donde se queman sus propias wakaichas, no se ve nada, el alcance de la mirada son sus propias narices; en esas condiciones se hacen la guerra o lo que se llama la champa guerra.
Se puede decir que esto es un síntoma de la implosión, del derrumbe interno, de la arquitectura del Estado, de la estructura ilusoria de la impostura, de la estructura gubernamental que ya no se sostiene, se derrumba. Aunque se desgarren las vestiduras, aunque se exalten, hasta llegar al paroxismo, aunque los medios de comunicación se devanen los cesos para encontrar el misterio de semejante crisis del partido gobernante, no deja de ser todo este fenómeno un efluvio de la genealogía de la decadencia.
Esta situación de feria calamitosa de la política, restringida a la trivialidad folclórica, se expresa también en la forma de gubernamentalidad misma, quizás tendríamos que decir, incluso en la desaparición de la forma de gubernamentalidad, pues, en definitiva, llega un momento cuando la crisis múltiple del Estado nación, de la crisis política y de la crisis de gobierno, llega a una cumbre, que desaparece el acto de gobernar, se atina sólo a improvisar. Se improvisan políticas de corto alcance, provisionales, circunstanciales, en un desorden de actos de gobierno mediocre, de promulgación de leyes y de emisión de políticas decontextuadas y deconectadas. No hay norte, ni sur, ni este, ni oeste, no hay puntos cardinales, desaparece toda orientación. Lo único que da coherencia a todo esto es la propaganda persistente, aunque ya inútil, es la publicidad persistente, aunque ya sin efectos convincentes. En todo caso la inercia transmitida, a partir de medios de comunicación, de emisiones de comunicados desorbitados y de alocuciones sin sentido, de parte de los gobernantes y de los voceros, es lo único que se mueve en un cuadro estático del panorama “político” oridinario, pues el contexto es el mismo, son siempre los mismo personajes, aunque se modifiquen sus caras y sus perfiles singulares, los hechos parecen repetirse, aunque cambien de momentos el guion varíe, lo que se dice parece haberse escuchado antes, aunque los que emiten el discurso creen que lo que dicen es nuevo, incluso parte de la astucia criolla deslucida.
A todo esto, a su manera turbulenta de darse, a este atolladero de circunstancias minusculas, hemos llamado la implosión. Todos estos síntomas forman parte de un derrumbe interno, de una destrucción interior, correspondiente, subjetivamente, al desmoronamiento de la arquitectura estatal, gubernamental y política. Hay pues implosión, pero lo sorprendente es que los que gobiernan no se dan cuenta, tampoco se dan cuenta los funcionarios de mayores, medianos y bajos rangos; en realidad a ellos no les importa, puesto que de lo que se trata es de aprovechar el momento, para seguir sacando y obteniendo beneficios privados con la cosa pública, sacando tajada lo más que se pueda. Tampoco se dan cuenta los otros políticos, los opositores, puesto que creen que se trata de lo mismo de siempre, de un gobierno que hay que interpelar, que hay que cambiar, que hay que fiscalizar, cumpliendo de esta manera la tarea de la oposición. Otros que no se dan cuenta son los medios de comunicación, pues para ellos este derrumbe e implosión es parte de la vida cotidiana, de la cotidianidad “política”. Como todo es así, lo único que hacen es informar sobre lo que ven, lo que ven corresponde a una mirada miope, sólo ven en la superficie de las cosas, en el leve vaho de los hechos, en el sonido recurrente de los discursos. Sólo escuchan lo que se dice, lo que dicen los políticos; esto es a lo más que llegan, a lo poco que logran a entender de lo que escuchan, de lo que se repiten; en el mejor de los casos, son eco de lo que dicen los analistas políticos. Tampoco estos últimos alcanzan mayor visibilidad, sólo ven las oposiciones, las contradicciones inmediatas, la pugna por el poder, los esfuerzos de unos y de otros por encontrar salidas y respuestas, pero de alcance corto; por lo tanto, no son salidas ni son respuestas a la crisis.
Se derrumba todo, pero los que habitan en el edificio del Estado, en la máquina fabulosa del poder, en la arquitectura ilusoria de las dominaciones polimorfas, consideran que se trata de simples vaivenes, de simples bamboleos, de momentáneas vibraciones sin importancia, que se dan como inusuales temblores en la propia estructura del Estado. Están enceguecidos y adormecidos, enfrentan su caída como si fuese una normalidad cotidiana, dada en el eterno retorno de lo prosaico, de la práctica política indolente e indiferente a lo que realmente ocurre: La destrucción ecológica sin precedentes. No se inmutan de haberse convertido en los responsables de una de las mayores deforestaciones que se dan en el mundo. No les afecta para nada que se contaminen los ríos y desaparezcan los peces, que se envenene a las poblaciones ribereñas. No se preocupan del incremento de los niveles diferenciales de pobreza, de la gama acuciosa y abismal de desigualdades, pues para ellos bastan las estadísticas hechas hace una década o hace apenas un quinquenio, mal aprendidas, mal digeridas y malinterpretadas. En realidad interpretan de acuerdo al sesgo de su conveniencia. Dicen que han hecho una “revolución” social, han transformado a dos millones de pobres en clase media. Ésa es la cantaleta de los voceros y del ideológico de la forma de gubernamentalidad clientelar, que se cree jacobino de la época de la revolución francesa, cuando, mas bien, se parece al jacobino de la fase del terror.
El problema es que parte de la población acompaña a este imaginario de la decadencia política. No solamente se trata de los partidarios, de la masa elocuente de llunk’us, que ahora se ha dividido, sino también de parte de la población atiborrada por la desinformación de los medios de comunicación. Esta parte de la población, afectada también por la decadencia, cree en las noticias de los medios de comunicación, cree en que estas noticias son hechos; de lo que se trata es de tomarlas como tales, cuando, en realidad, no son hechos, sino la cáscara de los mismos, donde se pinta la realidad a gusto de los medios de comunicación sin imaginación.
Cómo se ve, el cuadro en su conjunto, de una coyuntura descoyuntada, que forma parte de la secuencias de coyunturas desajustadas, de periodos desatados de crisis política, es calamitoso, además de ser catastrófico. Un cuadro insólito de la decadencia generalizada. Ante semejante acontecimiento de la decadencia, de la implosión, no parece haber salida; por eso, algunos que logran ver, los pocos, las excepciones de la regla, lo que ocurre, optan por esperar el derrumbe completo. Sin embargo, el problema de esta espera es que el derrumbe completo se llevará todos, inclusive a los que ven y logran mirar y trascender el nubarrón del catastrófico desmoronamiento.
No hay que olvidar nunca que la crisis política se debe a que no hubo voluntad de resistencia, voluntad de lucha, retomando la posta de los que lucharon antes, continuando los actos heroicos de las vanguardias, de las multitudes en acción, que se movilizaron en otro tiempo. El cuadro catastrófico se debe a que se renunció a resistir y a luchar, se debe a un conformismo generalizado, a la voluntad de nada, al nihilismo, en su despliegue singular, que forma parte de esta destrucción generalizada. Se trata no sólo de la destrucción externa, sino también de la destrucción interna, de la desconstitución alarmante de la subjetividad, de la desconstitución del sujeto activo. Este sujeto de la acción ha desaparecido, por lo tanto, se ha inhibido completamente la potencia social. Entonces, de lo que se trata es de liberar la potencia social, para borrar este cuadro, para cambiar el cuadro catastrófico y calamitoso de la decadencia, para dar lugar a la estética social, que configure otro cuadro, un cuadro artístico, correspondiente a la imaginación y al imaginario radicales, pictórica colectiva, producto de la invención social radical. Un cuadro no solamente de esperanzas, sino de nuevos horizontes abiertos por las movilizaciones, las autogestiones, las autodeterminaciones y los autogobiernos de las multitudes.
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Fotografía: pradaraul