Por: Luis Armando González. 22/10/2021
Octavio Paz (1914-1998) construyó una obra prolífica decantada, además de hacia la poesía, hacia el ensayo histórico, político y estético. Pero además de ello se ocupó de temas morales, no siendo irrelevante en sus reflexiones la moral personal, entretejida con la moral pública, es decir, con los comportamientos y los compromisos ciudadanos –y de los grupos políticos, empresariales e intelectuales— respecto de los problemas graves y urgentes de sus respectivas sociedades. No me cabe duda de que este intelectual mexicano fue un moralista de primer nivel, un moralista de la estirpe de León Tolstoi (1828-1910) y Albert Camus (1913-1960).
De las reflexiones morales de Paz siempre me llamó la atención –y ha quedado grabado en mi mente— el tratamiento que él hizo del “examen de conciencia”. Recuerdo haber leído en escritos suyos la explicación, dada por él, de que posiblemente su preocupación y postura respecto del tema estaban influidas por las influencias del catolicismo tenidas en su infancia e incluso por la herencia cultural católica presente en las tradiciones culturales modernas. Quizás mi recuerdo no sea del todo fiel a lo que leí en escritos de Octavio Paz sobre el examen de conciencia, pero voy a asumir que sí y, en todo caso, me hago cargo de mi traición a sus ideas, si acaso la cometo.
¿En qué consiste el examen de conciencia? Consiste en una auto-reflexión sobre nuestra responsabilidad personal en situaciones críticas y perniciosas para terceros. O sea, el examen de conciencia estriba en un escrutar, de la manera más íntima y sincera posible, nuestro obrar y sus consecuencias. Sólo puede hacerse tal cosa si somos conscientes de que lo que sucede a nuestro alrededor no nos es indiferente; más aún, de que es probable que con nuestras acciones u omisiones hayamos contribuido a su gestación y enquistamiento. La procedencia católica del “examen de conciencia” es evidente, y en el catolicismo conduce hacia la aceptación de la propia “culpa” en los sucesos perniciosos que nos rodean; y, admitida la culpa, lo que sigue –en la lógica católica—es la redención y el perdón.
Sin embargo, no se tiene que profesar el catolicismo para dar vigencia al examen de conciencia en la vida privada y colectiva. En este último apartado, el examen de conciencia puede dar lugar a un enriquecimiento de la moral pública, es decir, de los hábitos, prácticas, creencias y valores que conduzcan a una mejor sociedad. Distintas naciones –en un contexto globalizado que se viene fraguando desde los años ochenta del siglo XX y en medio de una pandemia por coronavirus (desatada en 2020) de la que no se termina de salir— están pasando, en el presente, por situaciones difíciles; situaciones complejas, en las que la pobreza, las desigualdades, los abusos, la erosión de la convivencia, la debilidad institucional y la anomia están socavando conquistas (democráticas, de bienestar y de seguridad) que se deban por obvias, inobjetables y firmes.
Las voces que denuncian ásperamente las situaciones críticas (políticas, económicas, sanitarias, ambientales, etc.) van creciendo y lo seguirán haciendo en tanto no se vislumbren soluciones estatales-institucionales a las mismas. Pero, algo que llama la atención en distintos lugares, es que varias de esas voces críticas se posicionan ante los hechos o sucesos que les preocupan (y que son objeto de su denuncia) como si esos hechos o sucesos hubiesen aparecido de pronto, como por generación espontánea, sin que nadie se lo esperara.
Esas voces críticas pierden de vista que en la realidad histórica no hay generación espontánea. Pierden de vista que cualquier situación crítica del presente que se quiera considerar –en especial esas que dan pie a la indignación y al rechazo total— tuvieron una génesis, se gestaron a lo largo de un tiempo determinado, en un contexto, también determinado. ¿Qué tiene que ver el examen de conciencia con esta constatación? Con lo siguiente: las voces críticas sobre el presente (actores individuales e institucionales) deben preguntarse, seriamente, sobre su papel en la gestación, en la génesis, de las situaciones que ahora consideran intolerables. Deben hacer un examen de conciencia para establecer su propia responsabilidad en los males que aquejan a sus naciones y sociedades. No para hacer un mea culpa y pedir perdón (eso está bien en su práctica religiosa, si la tienen), sino para sanear la moral pública y convertir en un hábito cívico el reconocer la propia participación en los problemas y males que golpean a la sociedad.
El hábito de, siempre, responsabilizar a otros no hace bien a una civilidad democrática. Se tiene que instalar en los actores públicos (es decir, en quienes inciden en la esfera pública) el hábito de examinar su propia contribución a los males sociales del presente. Está bien denunciarlos, está bien escandalizarse y condenar. Pero también hay que hacer un examen de conciencia que nos permita responder a las incómodas preguntas: ¿qué hice yo y qué hizo mi institución cuando esos males se estaban gestando? ¿Contribuimos, yo y mi institución, a que esos males se incubaran? A lo mejor, con un examen de conciencia, realizado con honestidad, seremos más precavidos en nuestras acciones y no repetiremos errores, de consecuencias futuras negativas, por apresuramientos, modas intelectuales o falta de análisis.
Fotografía: Fosdeh