Por: Jesús Ángel Ruiz Moreno. 06/04/2025
A los detenidos en Granada el 17 de marzo por luchar contra los monstruos
La crisis del 2008, el ciclo recesivo más acusado de la larga onda descendente del capitalismo en la que vivimos desde finales de los 60, produjo una expansión del movimiento contestario en Europa (en continuidad con las primaveras árabes) que en España tuvo su máxima expresión en el 15-M. En principio, el movimiento llamaba a reformular democráticamente un régimen político caduco y preso de una configuración del bloque de poder incapaz de sostenerse. O, dicho de otro modo, las clases populares no estaban ya dispuestas a pagar el pato. La galvanización institucional de este movimiento fue durante un breve lapso capaz de hacer temblar sus cimientos. El régimen tuvo que defenestrar sin honores al monarca que los relatos habían convertido en el orfebre y salvador de la democracia y el Partido Socialista Obrero Español, su sostén central, estuvo a punto de convertirse en un fósil para historiadores. Para reseñar solo dos mojones señeros de lo que pudo ser. Por las maniobras de reconstrucción del bloque de poder y por errores propios aquella posibilidad se esfumó, pero la degradación de las condiciones cotidianas de vida prosigue para gran parte de las clases populares de la península. Decía Gramsci que, cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer, acaecen los monstruos. La metáfora es potente, aunque incorrecta. Creemos más correcto decir que, cuando lo nuevo fracasa y la miseria continúa ahí, se aprovechan los monstruos.
Repliegues, derrotas y monstruos
Normalmente, el monstruo que se señala es aquel cuyo epítome es Trump, pero, junto al espantajo naranja que nos exoneraría de toda responsabilidad, han brotado pequeños monstruos que desvirtúan el discurso transformador desde dentro mientras empuñan, falsamente, un obrerismo nacional, identitario y, en cuanto tales, excluyente. Pequeños monstruos todavía, aunque toda contrarrevolución fascista tuvo escuadras de choque investidas de una pátina declamatoriamente obrerista como las SA o el hedillismo falangista. Uno puede leer o ver lo que se arguye en Regreso a Reims, leer las declaraciones de Sara Wagenknecht o contemplar con pasmo cómo usa la consigna de la fraternidad el partido de Giorgia Meloni. En España, más allá del deseo infructuoso de un sindicato vertical que propone VOX –son demasiado señoritos como para calar realmente en los barrios obreros– nos encontramos con una amalgama (en el sentido que le daba Althusser de apelmazar algún hecho cierto con mentiras flagrantes) de obrerismo nacional –idealizado y vacuo– con la nostalgia de un Imperio de color de rosa que ha sido denostado por el odio internacional, pergeñado por la pérfida Albión, a España y los Austrias.
El hecho es que, como señala Ellen Meiksins Wood, el imperialismo español fue menos exterminador si lo comparamos con el posterior imperialismo británico; la mentira pasa por convertir a encomenderos y Corona en portadores del estandarte de la libertad que donó a los indígenas la mayor gloria terrenal: ser español. Según el pensador marxista granadino Juan Carlos Rodríguez, esta diferencia dimana del hecho que la transición hacia el capitalismo se frustra en España que mantuvo una forma de Estado feudalizante y no puramente capitalista (de hecho, para este pensador, es el franquismo quien culmina la transición al capitalismo). Desde luego, la posición de Rodríguez merece bastantes precisiones respecto a los debates sobre los derechos de los Indios que se produjeron en el siglo XVI, pero permite descartar tranquilamente la oposición entre imperios generadores (Roma, España, la expansión estalinista) e imperios depredadores (Gran Bretaña o EE UU) que campa a sus anchas entre estos pequeños monstruos que nos han nacido. En cualquier caso, resulta fascinante y sintomático que individuos que se arrogan la esencia de una verdadera izquierda –frente al feminismo, el internacionalismo, etc.– asienten sus pies en un imperio y no en la revuelta comunera, la Semana Trágica o el Octubre asturiano (del mismo modo que se opta por Stalin antes que por Lenin o Trotsky).
Proletariado racial y proletariado nacional
Si traíamos a colación el repliegue de los movimientos transformadores y a Gramsci es porque esta situación guarda similitudes con los años treinta para permitir una lectura comparada. La defensa del nacionalismo a ultranza del pueblo elegido y la añoranza de imperio semeja, mal que bien, a la retórica del “proletariado racial” nacional-socialista –también franquista– tras la derrota del movimiento obrero y republicano. Se nos dirá que el nacionalismo racial alemán no conjuga bien con el mestizaje idealizado del nacionalismo hispano, pero, como bien señaló Étienne Balibar en su debate con Wallerstein, el nacionalismo, como forma contemporánea de comunitarismo, se ancla en la raza o en la lengua –mientras que la ciudadanía, añadimos nosotros, se funda en los derechos políticos, es decir, en la igualibertad republicana. Aunque la nostalgia nacionalista del imperio español no tiene un carácter racial sino lingüístico, no dejemos escapar que el 12 de octubre se llamó durante todo el franquismo Día de la Raza.
El término “proletariado racial” fue empleado descriptivamente por Franz Neumann en su imprescindible descripción del III Reich, Behemoth. Y si lo recuperamos no es solo por el acierto retórico del oxímoron (al menos si se permite una inferencia de la máxima marxista que, dado que los obreros no tienen patria, menos se definirán por la raza) para explicar la manipulación fascista de algunas de las consignas y elementos teóricos del marxismo, sino porque también nos ofrece un análisis de esa perversión de los conceptos.
Neumann hablará de cuatro “elementos seudomarxistas” del nacional-socialismo que, mediante pequeños deslizamientos metonímicos, despojan al aparato analítico-político del marxismo de todo su potencial transformador y, además, lo tornan herramientas ideológicas para su imperialismo. En este breve artículo queremos ver si estos cuatro desplazamientos se dan en estos pequeños monstruos emergentes.
Elementos seudomarxistas: el enemigo exterior
El primer elemento seudomarxista es el paso de la lucha de clases a la “guerra proletaria contra los estados capitalistas”. Neumann desentraña algunos discursos del infame Alfred Rosenberg donde imputa a Inglaterra el capitalismo al que la nación alemana, que no lo sería, se enfrenta. Huelga contradecir esta tesis, pero, por si las moscas, os remitimos a los juicios de Nuremberg a los grandes industriales que apoyaron el nazismo. Es fácil comprobar este deslizamiento en los dislates proputinistas. Del imperialismo estadounidense capitalista solo nos podrá salvar un Este comunitarista y que mantiene una relación orgánica y estamental de las relaciones sociales. Putin sería el verdadero salvador de la corrosión capitalista de la identidad. En el culmen del desafuero se imputa a multimillonarios, casi electos al azar, de pergeñar un mundo de átomos desintegrados de género fluido bajo el paraguas de la agenda 2030. En el fondo, esta idea se alimenta de los afanes imperiales de pensadores como Gustavo Bueno, de lo que se trata es de anudar la misma existencia al imperio. Ya sea este el estalinismo o la América española.
Una vez que hemos traslado la lucha de clases al marco de la competición entre naciones o imperios se facilita el paso de la teoría valor-trabajo al “dinero como fetiche de la capacidad productiva de la nación”. Es evidente que el productivismo de Stalin –habría que volver a leer con detenimiento los debates sobre el desarrollo de la industria ligera o pesada en la década de los veinte en la URSS– o el productivismo de Mao encajan bien en este marco. Pero en manos de Alfred Rosenberg, según Neumann, es el arma para la sobreexplotación de las clases trabajadoras. Por eso, nuestros pequeños monstruos contemporáneos alzapriman la necesidad de la capacidad económica del Imperio. No hay tiempo para concebir medidas que mejoren las condiciones de trabajo o que se encaminen hacia formas socialistas de organización de la producción social como el cooperativismo. Cotorrean de España, pero no de la vivienda o de las camareras de piso, los riders o siniestralidad laboral… urgencias desaparecidas en sus discursos aparentemente izquierdistas. El sobretrabajo es pernicioso si se apropian de él los capitalistas y sus secuaces, pero redunda en la felicidad de todos si se realiza por mor del aumento de la riqueza nacional en la competencia interimperialista.
Estos dos primeros deslizamientos se pueden resumir en la obsesión por la geopolítica y en el subsiguiente desprecio por la lucha de clases. Se enfrentan los imperios depredadores y los imperios generadores sin que en ellos resista la más mínima traza de lucha de clases. Creemos que este doble deslizamiento explica que afirmen que el franquismo fue un “régimen socialista”. Es decir, el socialismo es una política industrial muy dirigida por el Estado en torno a la idea de reforzar la riqueza nacional (puesto que el pueblo forma parte de él) con independencia de las condiciones en las que ese pueblo vive. El estalinismo, no lo obviemos, apuntala bien estos dos elementos seudomarxistas. La constitución soviética de 1936 declara conclusa la lucha de clases en la URSS. Si esto es así, la dogmática mecanicista sentencia que el Estado es superfluo y desaparece –el Estado es una herramienta de la dominación de clases, sin clases a las que dominar el Estado se disuelve–; entonces, ¿a qué debemos agradecer la pervivencia del Estado? Obviamente, la lucha de clases internacional entre la patria del proletariado y las potencias capitalistas. La homología no es traducción inmediata, pero facilita las confluencias si se prescinde de mayores precisiones.
Elementos seudomarxistas: enemigos interiores
El tercer deslizamiento es el paso de la sociedad sin clases a la “comunidad del pueblo”. En su famoso de discurso desde el rectorado de Friburgo en 1933, Heidegger hacía suya la propuesta hitleriana del “servicio de trabajo”. Todos los alemanes debían cumplir, también los universitarios, con un tiempo de trabajo manual. Heidegger justificaba esta obligación con la idea de que los intelectuales no debían perder el contacto con la esencia del pueblo al que pertenecían, vínculo que se arriesga si nos mudamos a la torre de marfil intelectual. El riesgo que se trataba de atajar era la disolución de la comunidad. Comparemos esta idea con la reforma bolchevique del sistema educativo que buscaba que los estudiantes combinaran trabajo manual e intelectual. Por supuesto, la intención revolucionaria de la primera hora bolchevique era terminar con la división social del trabajo equiparándolos en su valoración social. Por un lado, los estudiantes jóvenes aprendían, sin una especialización técnica, distintos trabajos manuales al tiempo que adquirían los rudimentos intelectuales (aquello fracasó, pero eso es otra liebre). Por otro lado, la universidad se abría para que las clases populares pudieran acceder a ella. El wokismo es el fantoche que cifra el antiintelectualismo comunitarista actual. Es el wokismo, sea esto lo que sea, es el signo que engloba todos esos conocimientos y prácticas que nos desagregan de la comunidad nacional.
Encontramos, claramente, aquí otro ejemplo de amalgama. Bajo la imagen de lo que Nancy Fraser ha llamado “neoliberalismo progresista”, esto es, la alianza entre ciertos sectores de los nuevos movimientos sociales con el capitalismo financiero –cuyo arquetipo sería Hillary Clinton–, se generaliza la alianza hasta convertir todo movimiento que no se adecue al marco de la añoranza nacional al pozo sin fondo de lo woke. Da igual que sean ONG que palían los estragos del capitalismo, movimientos en defensa de los derechos de los trans, gays o cualquier otro elemento susceptible de amenazar la comunidad identitaria. No obstante, hay un movimiento desintegrador que concentra todos sus odios: el feminismo. Todavía es posible desaparecer la lucha de clases en el pueblo que se opone a otros, pero la diferencia, se estime biológica o solo genérica, que introduce el feminismo no se deja atrapar por la comunidad identitaria. El feminismo introduce una diferencia antropológica –en palabras de Balibar– finalmente irreductible. Esto no es óbice para aventurar que la existencia de un movimiento obrero fuerte sería objeto de la misma repulsa y odio que le granjean al feminismo.
El último elemento es la sustitución de la cuestionable misión soteriológica del proletariado por “la raza germánica en cuanto raza proletaria es la encarnación de la moralidad”. Topamos aquí con el otro gran enemigo de la comunidad: la migración. Si en Italia o en Alemania ese discurso se abraza sin insertar apenas matices, quizá la apelación a la cultura occidental para centrar la diana en grupos específicos, en España requiere hilvanar el racismo con la nostalgia imperialista. Por un lado, se ha de defender España contra otras comunidades lingüísticas –las lenguas amerindias no son siquiera consideradas. El enemigo interior son los movimientos políticos que promueven la independencia –cuya vertiente reaccionaria se anuda igual que la española a la especificidad lingüística– en el País Vasco y Cataluña. Esto lleva a la curiosa paradoja de acudir a argumentos de la lucha de clases contra la comunidad lingüística como base de la nación: estos independentismos no son verdaderas comunidades, sino la secesión de las regiones más ricas del Estado que quieren dejar en la estacada a las más pobres. Por otro lado, se distingue entre una migración buena, a la que se recibe con los brazos abiertos, nuestros hermanos, hijos de la misma España, americanos, mientras se criminaliza y deshumaniza a la migración magrebí y subsahariana –incluyendo para más cuajo a Guinea Ecuatorial. Cuidado, americanos y españoles somos hijos de la misma nacionalidad lingüística, pero no somos hermanos equipotentes. Unos son más españoles que otros, nuestra comunidad de 400 millones de hablantes se construye para resucitar y perpetuar la dominación colonial sobre los pueblos americanos.
Para concluir: Granada, 17 de marzo de 2025
No queremos decir que esto movimientos calquen tal cual consciente o inconscientemente los mecanismos discursivos del nazismo, tampoco que esté galvanizando una repetición del proletariado racial (nacional) de entreguerras. No trasplantamos sin más una coyuntura a otra. Sin embargo, sí creemos que la descripción analítica de los “elementos seudomarxistas” que describía Franz Neumann son útiles para afrontar la conformación de los ejes centrales de un movimiento que, de momento con poco éxito, se está fraguando en España. Hay múltiples ejemplos, pero hemos vivido hace nada un acto de estos monstruos que concluyó con la detención de dos luchadores antifascistas (hoy en libertad con cargos). No habría escrito estas palabras si en su organización no hubiera participado una organización dizque marxista. Las decisiones y apoyos de la Asociación de Estudios Marxistas (Radical Historicidad) –ADEM RH–, cuyo logo encasqueta el icónico sombrero del teórico marxista Juan Carlos Rodríguez sobre la testa de Marx, arruinan la figura del marxista granadino –al que dicen homenajear mientras lo tergiversan impunemente– cuando la asocia a lo más despreciable e ignorante de lo sedicentemente marxista hoy (como Santiago Armesilla) o al fascismo despendolado de Macarena Olona. Pero no solo, también alienta la punta de lanza de estos desplazamientos de la lucha de clases al chovinismo reaccionario. Y, por último, alimenta, mediante provocaciones, la represión sobre quienes no se equivocan de enemigo, que no es el imperio competidor inglés (allá en el inicio de la modernidad), sino la explotación y el capitalismo.
Jesús Ángel Ruiz Moreno, Profesor de Secundaria y doctorando en Filosofía en la Universidad de Granada
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Fotografía: Viento sur. Universidad de Granada, concentración de estudiantes a la puerta del salón Paraninfo de la Facultad de Derecho para impedir el acceso a la ex miembro de Vox Macarena Olona, invitada a participar en un acto público titulado “Feminismo y Derecho”.